Leah desapareció del cuarto. Y yo la seguí.
Nast podía estar en la habitación contigua, como había dicho Leah, pero debía de haber decidido mantener la reunión en otra parte, porque nos dirigíamos al piso inferior.
Durante la caminata se me despejó la mente. Seguía teniendo la sensación de que mi cabeza y mi garganta estaban rellenas de algodón, pero al menos podía pensar y reconocer lo que me rodeaba. Estábamos en una casa, una casa de campo, a juzgar por lo que se veía por las ventanas. Las ventanas no tenían rejas, e incluso algunas estaban entreabiertas. Pasamos junto a una puerta frontal y a otra lateral, y ni Leah ni su compañero se dignaron mirar hacia atrás para comprobar si yo no había tratado de escapar por ellas. No necesitaban hacerlo. Mientras ellos tuvieran a Savannah, sabían que yo no iría a ninguna parte.
Cualquier esperanza de poder decirle yo misma a Savannah lo de Nast se desvaneció cuando entramos en el salón. Sandford se encontraba de pie junto a la chimenea. Sentado junto a él había un hombre alto de pelo rubio ralo y hombros anchos. Cuando entramos, él giró la cabeza y me encontré ante una réplica exacta de los enormes ojos azules de Savannah. Se me cayó el alma a los pies. En ese momento supe que Kristof Nast era, sin ninguna duda, el padre de Savannah.
– Savannah -dijo Nast con una sonrisa-. No tienes idea de cuánto tiempo hace que espero este momento.
– ¡Dígale a este tipo que me suelte! -exclamó ella mientras forcejeaba tratando de liberarse-. ¡Bájeme! ¡Ya!
Nast le hizo señas a Friesen para que soltara a Savannah.
– Mis disculpas, princesa. -Rió por lo bajo y miró a Sandford-. ¿Todavía tienes alguna duda de que ella es mía?
– Yo no soy suya -gruñó Savannah mientras se colocaba la falda en su lugar-. No soy suya ni soy de ella -y con un dedo indicó a Leah-, ni soy de nadie. Ahora llévenme a casa o habrá lío.
– Savannah, querida-intervine-, necesito decirte algo. ¿Recuerdas que te estaba hablando de Kristof Nast…?
– ¿Es éste? -Con la mirada recorrió a Nast y lo descartó con una risotada. – ¿Él es el hijo de un CEO? ¿Qué edad tiene? ¿Cincuenta? Cuando le llegue el momento de tomar el mando ya tendrá edad para jubilarse.
– En realidad tengo cuarenta y siete años -dijo Nast con una sonrisa indulgente-. Pero acepto tu comentario. Mucho mejor para ti, ¿verdad?
– ¿El qué?
– Si soy tan viejo. Más rápido recibirás entonces tu herencia.
– ¿Por qué? ¿Qué eres tú, hechicero? ¿El abogado de mamá?
Nast me miró.
– ¿No se lo has dicho?
– Savannah -dije-, éste es…
– Soy tu padre -soltó Nast.
Sonrió y extendió una mano hacia Savannah. Ella saltó hacia atrás y levantó los brazos para protegerse de él. Me miró, miró a Nast y volvió a mirarme.
– Esto no tiene nada de divertido -dijo.
– Savannah, yo… -comencé a decir.
– Nadie está bromeando, Savannah -dijo Nast-. Sé que esto debe de ser un golpe para ti, pero eres mi hija. Tu madre…
– No -negó ella con voz serena. Me miró-. Tú deberías habérmelo dicho, ¿no?
– Yo… -Sacudí la cabeza-. Lo siento tanto, pequeña. No lo sabemos con certeza. El señor Nast alega que es tu padre. Yo no podía creerlo. Quería conseguir pruebas concretas antes de decírtelo.
Nast apoyó una mano sobre el brazo de Savannah. Cuando ella lo apartó, él se agachó para estar a su misma altura.
– Sé que estás enfadada, princesa. No es así como yo tenía planeado esto. Creía que tú lo sabías.
– Yo… yo no me lo creo.
– No es preciso que lo creas. Ahora que hemos superado los tribunales humanos, podemos aclarar esto con una sencilla prueba de sangre. He dispuesto que nuestros médicos realicen la prueba tan pronto regresemos a California.
– ¿California? -Dijo Savannah-. Yo no puedo… no… no iré. No lo haré.
– Mis disculpas, creo que me estoy adelantando a los hechos. No pienso llevarte a ninguna parte contra tu voluntad, Savannah. Esto no es un secuestro. Lamento haber tenido que recurrir a medidas tan drásticas para traerte aquí, pero temí que sería la única forma en que Paige me permitiría presentarte mi caso.
– ¿Caso?
– Por tu custodia.
Ella pasó la mirada de mí a él.
– ¿Iremos a juicio?
Él se echó a reír.
– No, gracias a Dios. He decidido obviar los horrores del sistema legal. Ningún juez humano puede decidir a quién perteneces, Savannah. Eso no lo puede decidir ninguna persona. Es tu vida y debe ser también tu decisión.
– Perfecto. Entonces me quedo con Paige.
– ¿No me das la oportunidad de defender mis razones? Paige ha tenido casi un año para darte las suyas, así que quiero creer que tú me darás treinta minutos para que oigas las mías. Eso es todo lo que pido, princesa: treinta minutos para explicarte por qué deberías vivir conmigo.
– ¿Y si no quiero?
– Entonces eres libre de regresar a East Falls con Paige.
– Mentiras -repuse.
Nast levantó la vista, sorprendido, como si las paredes hubieran hablado. Cuando me miró, su vista se fijó en algún lugar por encima de mi cabeza, como si literalmente yo fuera algo en lo que no valía la pena detenerse.
– ¿Dudas de mi palabra, Paige? -preguntó, sin rastros ya de todo humor indulgente-. Soy un Nast. Mi palabra es irrevocable.
Sentí el peso de la mirada de Savannah sobre mí. En ese momento comprendí qué era lo que debía hacer: mantener la boca cerrada. Nast tenía razón, la elección era de Savannah. Aquelarre y Camarilla. Magia blanca o magia negra. Si yo influía en su decisión, siempre sentiría la presión del otro lado que trabajaba en contra de mí. Que ella escuchara lo que Nast tenía para ofrecerle y que comprobara así que Eve había tomado la decisión acertada al enviarla al Aquelarre. Aunque yo dudaba mucho de que Nast le permitiría alejarse de él con tanta facilidad, ya saltaría esa valla cuando se presentara. Si yo la arrastraba de allí pateando y llorando, la perdería para siempre.
Antes de iniciar su alegato, Nast insistió en que comiésemos. Había encargado pizza. Hasta hizo que un repartidor la trajera, para subrayar así el hecho de que no estábamos realmente secuestradas.
Aunque Leah y Friesen compartieron nuestra comida, Nast miró la pizza como si esperara que los champiñones fueran a echar a andar. Nos aseguró -como si nos importara- que almorzaría más tarde, en una reunión de negocios en Boston.
¿De modo que todavía estábamos en Massachusetts? Mientras lo pensaba, me di cuenta de que había dicho almuerzo, no cena. Así que habíamos dormido todo el miércoles y ya hacía veinticuatro horas que faltábamos de casa. Una vez más pensé en Cortez, pero sabía que no tenía sentido preguntar: sólo nos dirían lo que queríamos oír.
– ¿Podemos empezar? -Preguntó Savannah-. La pizza es fantástica y todo eso, pero quiero terminar con esto de una buena vez.
Nast asintió.
– Primero, permíteme que te diga que tu madre fue una mujer extraordinaria y que yo la amé mucho. Sucedió que, bueno, la cosa no funcionó para nosotros. Después de que nacieras, ella me pidió que me apartara, así que lo hice, pero siempre planeé ser algún día parte de tu vida. Con la muerte de tu madre, eso ha sucedido antes de lo que esperaba.
– ¿Cómo es posible que ella jamás me lo hubiera mencionado?
– No tengo la menor idea, Savannah.
– Continúa entonces, así podré volver a casa.
Nast se inclinó sin que se le formara una sola arruga en el traje.
– Bueno, confieso que no sé bien por dónde empezar. ¿Tú entiendes cómo está organizada una Camarilla?
– Más o menos.
Nast le dio un rápido resumen, concentrándose en la importancia de la familia del líder de los hechiceros.
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