Mi cama parecía una bestia demoníaca, una masa de madera y tela en llamas que devoraba todo lo que encontraba a su alcance. Una ráfaga de viento se filtró por la ventana, me arrojó humo a la cara y me cegó. Seguí adelante, moviéndome de memoria, con los dedos extendidos. Encontré primero la mochila y envolví las tiras alrededor de una mano mientras con la otra continuaba buscando. Cuando toqué el borde de la trampilla me detuve y comencé a tantear alrededor de ella. Mis dedos tocaron el metal calentado al rojo del cierre y tuve que retroceder hacia la pequeña alfombra en llamas.
Por un momento aquello me sobrepasó. Mi antiguo miedo al fuego pudo con mi razón y se me llenó el cerebro con el olor, el sonido, el gusto y el calor de las llamas. Me quedé paralizada, incapaz de moverme, convencida de que moriría allí, condenada a una muerte propia de brujas. El horror que me produjo ese pensamiento -la sola idea de hacerme un ovillo y rendirme ante el miedo- me hizo recuperar mis sentidos.
Sin prestar atención al dolor, accioné el cierre y abrí la trampilla. Un momento después ya tenía la segunda mochila. Agarré las tiras, tiré de ellas y comencé a reptar hacia atrás, como un cangrejo, hacia la puerta. Apenas había avanzado medio metro cuando Cortez me cogió por un tobillo y me sacó de allí.
– Por allí-dijo, empujándome-. Hacia la puerta. No te pongas de pie. ¡Mierda!
Me tiró al suelo justo cuando sentí que las llamas me lamían las piernas. Mientras él golpeaba las llamas en mi espalda, yo me doblé y vi que también el dobladillo de mi falda se había prendido fuego. Di una patada contra la pared, pero ese movimiento fuerte sólo consiguió que las llamas ardieran con más intensidad. Cortez me frenó y apagó las llamas con sus manos. Después me quitó las mochilas.
– Yo te las llevaré -dijo-. No mires hacia atrás. Sólo sigue avanzando.
Lo hice. Toda la parte trasera de mi casa estaba en llamas. Lenguas de fuego devoraban la casa en dirección al frente, y cuando pasé por el salón vi las cortinas también en llamas. Respirando por la boca seguí adelante, decidida a reptar por encima de las llamaradas que encontraba en mi camino. En la entrada hice una pausa para mirar por encima del hombro en busca de Cortez. Él me hizo señas de que continuara con mi avance. Repté hacia la puerta abierta de atrás y salí.
Un hombre de uniforme me agarró y me arrojó una tela sobre la nariz y la boca. Respiré hondo algo frío y metálico. Cogí un brazo del hombre y le hice señas de que podía respirar sin ayuda médica. Volví a mirar hacia atrás para localizar a Cortez. Vi la puerta abierta y el pasillo vacío. Entonces mis piernas cedieron y todo se volvió negro.
Desperté con un dolor de cabeza horrible, como si me estuvieran dando martillazos. Cuando intenté incorporarme, la boca se me llenó de bilis y me doblé en dos, entre arcadas y babas. Cada vez que trataba de incorporarme, las náuseas me lo impedían. Por último, me di por vencida y me derrumbé.
¿Dónde estaba? Cuando abrí los ojos sólo vi oscuridad. Lo último que recordaba era haberme quedado dormida con Cortez junto a mí. Destellos de pesadilla iluminaron esa oscuridad. El sabor a humo me produjo nuevamente arcadas que hicieron que mis dedos se aferraran al borde de las sábanas. Cuando deslicé el pulgar por la tela comprendí que ésas no eran mis sábanas.
– ¿Cortez? -Me puse de lado. – ¿Lucas?
Al esforzarme por ver en la oscuridad, mis ojos se adaptaron lo suficiente como para distinguir formas. Había otra cama a mi izquierda y una mesilla con luz junto a mí. Extendí un brazo hacia la luz y oprimí el interruptor, pero nada sucedió. Mis dedos reptaron hacia la bombilla y lo que hallaron fue un portalámparas vacío. Pegué un salto y ese movimiento repentino me sacudió el estómago.
Del otro lado de la habitación, Savannah murmuraba algo en su sueño.
– ¿Savannah?
Ella hizo un ruido y se movió apenas.
La puerta se abrió. Una mujer se encontraba de pie en la entrada, iluminada por la luz del pasillo. Parpadeé dos veces, pero no lograba enfocar la vista.
– ¡Al fin! Pensábamos que ibais a seguir dormidas todo el día.
Al oír esa voz el corazón me dio un vuelco. ¡Leah! Me levanté de un salto de la cama y traté de localizar a Savannah. Mis piernas cedieron y caí sobre la alfombra.
– Quédese en la cama -me advirtió una voz de hombre-. Todavía no está lista para caminar.
Traté de levantarme, pero no pude. Leah y su compañero permanecían de pie del otro lado de la puerta y ninguno de los dos hizo ningún ademán de ayudarme. Una serie de bips llenaron el silencio, y luego el hombre murmuró algo.
– ¿Un teléfono móvil? -Preguntó Leah cuando él terminó la llamada-. Por Dios, Friesen, si está en la habitación contigua.
– Es un procedimiento estándar de comunicación. El señor Nast quiere verles inmediatamente.
El hombre se movió hacia la luz y lo reconocí como el médico que me había ayudado a salir de la casa en llamas. Poco más de treinta años, pelo corto color rubio sucio, con el torso exageradamente grande de un mariscal de campo y la cara deformada de un boxeador.
¿Pero quién era Nast? Debería haberlo sabido; sin embargo, mi cerebro no se enfocaba mejor que mis ojos. Repetí mentalmente el nombre, y en cada oportunidad se me encogía el estómago. Nast estaba… mal. Era alguien que yo no quería conocer. Me lo decían mis entrañas. Pero…
– Me duele la garganta -se quejó Savannah.
– En un segundo te traeremos un refresco, niña -dijo Leah-. Sigue acostada.
Savannah. Nast. De pronto la conexión se estableció. Kristof Nast, el padre de Savannah. Oh, Dios.
– ¿Sa…Savannah? -Logré decir y luché por ponerme de pie-. Tengo que ha… hablar contigo, querida.
– Nada de hablar -dijo Friesen-. El señor Nast querrá que ella reserve su energía.
Conseguí llegar a la cama de Savannah y me senté en el borde. Tuve que tragar varias veces antes de que se me abriera la garganta.
– Nast es… -Callé, al darme cuenta de que no podía soltarlo así, de golpe. Ella necesitaba saber más-. Kristof Nast. Él es un hechicero. Es el jefe… no, el hijo del jefe de la Camarilla Nast.
Ella parpadeó.
– ¿Como Lucas?
– No, no como Lucas. -Ante la mención del nombre de Cortez recordé la última vez que lo había visto, reptando detrás de mí en la casa en llamas. No lo vi salir. ¿Habían ellos…? Oh, Dios. Tragué fuerte y traté de no pensar en eso-. La Camarilla Nast…
– Suficiente -me interrumpió Leah-. Si no se lo has dicho hasta ahora, dejaremos que sea una sorpresa. ¿Te gustan las sorpresas, Savannah?
Savannah le lanzó una mirada feroz.
– No me hables.
– Savannah, hay algo más… -comencé a decir.
– No -dijo Leah, me tomó de los hombros y me arrojó de la cama-. Será una sorpresa. Créeme, niña, te encantará. Tienes el premio gordo genético.
Antes de que yo pudiera replicar nada, Friesen alzó a Savannah sin prestar atención a sus protestas y se la llevó de la habitación. Leah lo siguió. Yo me quedé ahí, con la vista fija en esa puerta parcialmente abierta, esperando que se cerrara. Un momento después, Leah volvió a asomar la cabeza.
– ¿Las drogas te han vuelto estúpida, Paige? -preguntó-. Vamos.
Yo me limité a mirarla.
– Os avisé de que la dosis era demasiada -dijo ella-. ¿Qué esperas? ¿Grilletes y cadenas? No estás prisionera aquí. Nast quería hablar con Savannah, y ésta fue la única forma que se le ocurrió para poder hacerlo.
– ¿Así… así que puedo irme? ¿Tengo libertad para irme?
– Sí, claro -dijo ella con una sonrisa-. Siempre y cuando no te importe dejar aquí a Savannah.
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