Jeffrey Archer - La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001?
¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama?
¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios?
¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona?
¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna?
¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión?
¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión?
¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce?
¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas?
Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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Krantz desenvainó el cuchillo y lo empuñó con fuerza mientras Anna entraba en el dormitorio. La joven se acostó en su lado de la cama y de inmediato se volvió de lado y estiró el brazo para apagar la lámpara. Apoyó la cabeza en la mullida almohada de plumas. Pensó que la velada no podía haber ido mejor. El señor Nakamura no solo había comprado el cuadro, sino que le había ofrecido un empleo. ¿Qué más podía pedir?

Ya se dormía cuando Krantz se volvió para tocarle la espalda con la punta del índice. Deslizó el dedo a lo largo de la columna vertebral y se detuvo cuando llegó a las nalgas. Anna exhaló un suspiro. Krantz se detuvo un momento, antes de meter la mano entre las piernas de la muchacha.

Anna se preguntó si estaría soñando o si era verdad que alguien la tocaba. No movió ni un músculo. Era imposible que hubiese alguien más en la cama. Tenía que ser un sueño. Fue entonces cuando notó el frío del acero que se deslizaba entre los muslos. De pronto abrió los ojos totalmente despierta. Un millar de pensamientos le pasaron por la mente. Iba a apartar la manta y arrojarse al suelo, cuando una voz susurró con firmeza:

– Ni se te ocurra moverte; tienes un cuchillo entre las piernas con el filo hacia arriba. -Anna no se movió-. No quiero oírte ni murmurar. Si lo haces, te rajaré desde la entrepierna a la garganta, y vivirás lo suficiente como para desear morir cuanto antes.

Anna sintió la presión de la hoja metida entre los muslos e intentó no moverse, aunque no conseguía controlar el temblor.

– Si sigues mis instrucciones al pie de la letra -añadió Krantz-, puede que vivas, pero no te hagas muchas ilusiones.

Anna no se las hizo, consciente de que quizá la única oportunidad de seguir con vida era ganar tiempo.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Te dije que no murmurases -repitió Krantz. Movió el cuchillo hasta que la hoja quedó a un centímetro del clítoris. Anna se calló-. Hay una lámpara en tu lado de la cama. Muévete muy despacio y enciéndela.

Anna se movió y sintió que el cuchillo se movía con ella mientras encendía la lámpara.

– Muy bien. Ahora apartaré la manta de tu lado de la cama, mientras tú te estás quieta. Todavía no quitaré el cuchillo.

Anna mantuvo la mirada fija al frente, mientras Krantz apartaba la manta.

– Ahora sube las rodillas hasta el mentón. Despacio.

Anna obedeció, y de nuevo el cuchillo siguió el movimiento.

– Ahora ponte de rodillas de cara a la pared.

Anna apoyó el codo izquierdo en la cama, se puso de rodillas lentamente y luego se giró hasta quedar de cara a la pared. Miró el Van Gogh. La oreja vendada le hizo recordar la última cosa que Krantz le había hecho a Victoria.

Krantz se colocó de rodillas directamente detrás de ella, siempre con el cuchillo entre las piernas de su prisionera.

– Inclínate hacia delante y coge la pintura con las dos manos.

Anna cumplió la orden con dificultad porque el temblor de sus manos iba en aumento.

– Quita el cuadro del gancho y ponlo suavemente sobre la almohada.

Anna tuvo que apelar a todas sus fuerzas para desenganchar el cuadro y colocarlo sobre la almohada.

– Ahora sacaré el cuchillo de entre tus piernas muy lentamente, y luego apoyaré la punta en tu nuca. No se te ocurra hacer ningún movimiento súbito cuando aparte el cuchillo, porque si eres tan idiota como para intentar lo que sea, te aseguro que estarás muerta en menos de tres segundos y yo habré salido por la ventana antes de que pasen diez. Quiero que lo pienses antes de que retire el cuchillo.

Anna lo pensó, y permaneció inmóvil. Unos segundos más tarde, sintió que el cuchillo se apartaba de las piernas, y casi sin solución de continuidad, tal como le habían prometido, la punta le tocaba la nuca.

– Levanta el cuadro y después date la vuelta. Recuerda que el cuchillo siempre estará a unos centímetros de tu garganta. Cualquier movimiento, y me refiero a cualquier movimiento que considere repentino, será el último que hagas.

Anna la creyó. Se inclinó hacia delante, levantó el cuadro y movió las rodillas centímetro a centímetro, hasta quedar cara a cara con Krantz. Se sorprendió al verla. La mujer era tan menuda y parecía muy vulnerable, un error que habían pagado muy caro varios hombres en el pasado. Si Krantz había matado a Sergei, ¿qué podía hacer ella? Un curioso pensamiento pasó por su mente mientras esperaba la próxima orden. ¿Por qué no había dicho sí cuando Andrews le ofreció servirle una taza de chocolate antes de acostarse?

– Mueve el cuadro hasta ponérmelo delante, y no dejes de mirar el cuchillo.

Apartó el cuchillo de la garganta de la joven y lo levantó por encima de la cabeza. Mientras Anna movía el cuadro, Krantz mantuvo el arma apuntada a su parte favorita del cuerpo humano.

– Sujeta el marco bien firme, porque tu amigo Van Gogh está a punto de perder más que la oreja izquierda.

– ¿Por qué? -exclamó Anna, incapaz de seguir callada.

– Me alegra que me lo preguntes -contestó Krantz-, porque las órdenes del señor Fenston no pueden ser más explícitas. Quiere que tú seas la última persona en ver la obra maestra antes de su destrucción final.

– ¿Por qué? -repitió Anna.

– Dado que el señor Fenston no puede ser el propietario de la pintura, quiere asegurarse de que tampoco lo sea el señor Nakamura. -Seguía con el cuchillo muy cerca del cuello de Anna-. Siempre es un error ponerse a malas con el señor Fenston. Es una pena que no tengas ocasión de decirle a tu amiga Arabella lo que el señor Fenston le tiene preparado. -Krantz hizo una pausa-. Sin embargo, tengo el presentimiento de que no le importará que comparta los detalles contigo. Una vez destruido el cuadro, es una lástima que ella no pudiese asegurarlo, es como ahorrar la lechuga del canario, el señor Fenston comenzará a vender todo lo que tiene hasta que la señora liquide la deuda. Su muerte, a diferencia de la tuya, será lenta y dolorosa. No puedo más que admirar la mente lógica del señor Fenston. -Hizo otra pausa-. Mucho me temo que al señor Van Gogh y a ti se os ha acabado el tiempo.

Krantz levantó bruscamente el cuchillo por encima de la cabeza y clavó la hoja en la tela. Anna sintió toda la fuerza de Krantz cuando cortó el cuello de Van Gogh y continuó el movimiento en un círculo irregular hasta cortar la cabeza de Van Gogh y dejar un agujero con los bordes desgarrados en el centro del cuadro. Krantz se echó hacia atrás para contemplar el destrozo y se permitió un momento de satisfacción. Consideraba que había cumplido sobradamente el contrato con Fenston, y ahora que Anna había sido testigo de todo el espectáculo, había llegado el momento de ganarse el cuarto millón.

Anna vio que la cabeza de Van Gogh caía a su lado, sin derramar ni una gota de sangre. En el instante en que Krantz se apartó para saborear el triunfo, Anna descargó el pesado marco contra la cabeza. Pero Krantz fue más rápida de lo que Anna suponía. Se giró en el acto, levantó un brazo y logró que el golpe lo recibiera el hombro izquierdo. Anna saltó de la cama mientras Krantz se desembarazaba del marco, pero no alcanzó a dar más de un paso hacia la puerta antes de que Krantz se arrojara sobre ella; la punta del cuchillo abrió un tajo en el muslo de la joven cuando intentaba dar otro paso. Anna se tambaleó y cayó en medio de un charco de sangre, a un palmo de la puerta. Krantz solo estaba un paso por detrás cuando la mano de Anna sujetó la manija, pero ya era demasiado tarde. Ya tenía a Krantz encima antes de que pudiese moverla. Krantz la sujetó por el pelo y la tumbó en el suelo. Levantó el cuchillo por encima de la cabeza, y las últimas palabras que Anna le escuchó decir fueron:

– Esta vez es personal.

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