Jeffrey Archer - La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001?
¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama?
¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios?
¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona?
¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna?
¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión?
¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión?
¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce?
¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas?
Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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– ¿Tanto?

– El señor Nakamura tardará más o menos lo mismo en decidir si quiere esta pintura -afirmó Anna, con la mirada puesta en el Van Gogh.

– Bebamos para que así sea -propuso Arabella.

Andrews se adelantó con una bandeja de plata donde había tres copas.

– ¿Una copa de champán, señora?

– Gracias. -Anna cogió una de las copas. Cuando el mayordomo se apartó, vio un jarrón turquesa y negro que no había visto antes-. Es magnífico.

– Es el regalo del señor Nakamura. Todo un compromiso. Por cierto, espero no haber cometido un error al exhibirlo mientras el señor Nakamura todavía es un huésped. Si es así, Andrews puede retirarlo inmediatamente.

– Desde luego que no. El señor Nakamura se sentirá halagado al ver que has colocado su regalo entre tantos otros maestros.

– ¿Estás segura?

– Por supuesto. La pieza resplandece en este salón. Hay una única regla cuando se trata del verdadero talento -añadió Anna-. Cualquier obra de arte no está fuera de lugar siempre que esté entre iguales. El Rafael en la pared, el collar de diamantes que llevas, la mesa Chippendale donde lo has colocado, la chimenea Nash y el Van Gogh han sido creados por maestros. No tengo idea de quién fue el artesano que hizo esta pieza -admitió Anna, asombrada por la forma en que el turquesa entraba en el negro, como si fuese cera fundida-, pero no tengo ninguna duda de que en su país lo consideran un maestro.

– No exactamente un maestro -comentó una voz detrás de ellas.

Arabella y Anna se volvieron a un tiempo. El señor Nakamura acababa de entrar en el salón vestido con un esmoquin y una pajarita que hubiesen merecido la aprobación de Andrews.

– ¿No es un maestro? -repitió Anna.

– No. En este país, ustedes honran a aquellos que «alcanzan la grandeza», como decía vuestro bardo, nombrándolos caballeros o barones, mientras que en Japón recompensamos a esos talentos con el título de «tesoro nacional». Es apropiado que esta pieza tenga su hogar en Wentworth Hall porque, de los doce grandes ceramistas de la historia, los expertos coinciden en que once eran japoneses con la única excepción de un hombre de Cornualles, Bernard Leach. Ustedes no lo hicieron lord ni caballero, así que nosotros lo declaramos tesoro nacional honorario.

– Qué civilizados -dijo Arabella-. Me avergüenza confesar que últimamente hemos dado honores a estrellas del rock, futbolistas y vulgares millonarios. -Nakamura se echó a reír mientras aceptaba la copa de champán que le ofrecía Andrews-. ¿Es usted un tesoro nacional, señor Nakamura?

– Por supuesto que no. Mis compatriotas no consideran a los vulgares millonarios dignos de esa distinción.

Arabella se ruborizó. Anna continuó mirando el jarrón, como si no hubiese escuchado el comentario.

– ¿Me equivoco al creer, señor Nakamura, que el jarrón no es simétrico?

– Brillante -exclamó Nakamura-. Tendría que haber sido usted diplomática, Anna. No solo ha conseguido cambiar de tema con toda naturalidad, sino que al mismo tiempo ha planteado una pregunta que exige una respuesta.

Nakamura pasó por delante del Van Gogh, como si no lo hubiera visto y miró el jarrón durante un par de minutos antes de añadir:

– Si alguna vez se encuentra con una pieza de cerámica perfecta, puede estar segura de que fue producida por una máquina. En la cerámica se debe buscar que sea casi perfecta. Si mira con mucha atención, siempre encontrará algún pequeño fallo para recordarnos que la pieza fue hecha por una mano humana. Cuanto más tiene que buscar, más grande el artesano, porque solo Giotto era capaz de dibujar el círculo perfecto.

– Para mí es perfecto -dijo Arabella-. Me encanta. El señor Fenston quizá consiga arrebatarme muchas cosas en los años venideros, pero nunca le permitiré que ponga sus manos en mi tesoro nacional.

– Quizá no sea necesario que se lleve nada -declaró el señor Nakamura, que se volvió para mirar el Van Gogh como si acabara de descubrirlo. Arabella contuvo el aliento mientras Anna observaba la expresión del empresario. No acababa de tenerlo claro.

Nakamura solo miró la pintura durante unos segundos antes de dirigirse a Arabella:

– Hay ocasiones en las que es una clara ventaja ser un vulgar millonario, porque si bien uno no puede aspirar a ser un tesoro nacional, le permite el placer de coleccionar los tesoros nacionales de otras personas.

Anna quería aplaudir, pero se limitó a levantar la copa. El señor Nakamura le respondió al brindis, y ambos se volvieron para mirar a Arabella, que lloraba a lágrima viva.

– No sé cómo darle las gracias.

– No me las de a mí, sino a Anna -manifestó Nakamura-. Sin su coraje y fortaleza, todo este episodio no hubiese tenido tan digna conclusión.

– Estoy de acuerdo. Por eso le pediré a Andrews que devuelva la pintura al dormitorio de Anna, para que sea ella la última persona que disfrute plenamente de la obra antes de que comience su largo viaje a Japón.

– Me parece muy apropiado. Pero si Anna quisiera ser la directora ejecutiva de mi fundación, podría verla todas las veces que quisiera.

Anna se disponía a responderle cuando Andrews entró en el salón y anunció:

– La cena está servida, milady.

Krantz había escogido sentarse en la última fila del avión para que nadie se fijara en ella, excepto la tripulación. Necesitaba buscarse una madrina mucho antes de que llegaran a Heathrow. Se tomó tiempo para hacerse una idea de cuál de sus nuevas colegas serviría para ese cometido.

– ¿Domésticos o internacionales? -le preguntó la jefa de las azafatas, poco después de que el avión alcanzara la altitud de crucero.

– Domésticos -contestó Krantz, con una sonrisa.

– Ah, por eso no te había visto antes.

– Solo llevo tres meses en la compañía.

– Con razón. Me llamo Nina.

– Sasha. -Krantz le dedicó su mejor sonrisa.

– Si necesitas cualquier cosas no tiene más que pedírmelo, Sasha.

– Lo haré.

Como no podía apoyarse en el hombro derecho, Krantz pasó despierta la mayor parte del vuelo. Aprovechó las horas para conocer a Nina, de forma que cuando aterrizaran, la azafata la ayudara sin darse cuenta de su papel en el engaño. Cuando finalmente Krantz consiguió echar una cabezada, Nina se había convertido en su protectora.

– ¿Quieres ir a la parte delantera, Sasha? -preguntó Nina, momentos antes de que el avión iniciara el aterrizaje-. Así podrás desembarcar de inmediato.

– Es mi primera visita a Inglaterra -mintió-, y preferiría estar contigo y el resto de la tripulación.

– Por supuesto. Si quieres, también puedes venir con nosotros en la furgoneta.

– Gracias.

Krantz permaneció sentada hasta que desembarcó el último pasajero. Luego se unió a los tripulantes y fue con ellos hacia la terminal. No se separó ni un momento de su madrina durante el largo recorrido por los interminables pasillos, mientras Nina le daba su opinión sobre lo divino y lo humano.

Por fin llegaron al control de pasaportes, y Nina la guió más allá de la larga cola de pasajeros hacia una salida con un cartel que decía: solo tripulaciones. Krantz se colocó detrás de Nina, quien no dejó de hablar ni siquiera cuando presentó el pasaporte. El funcionario pasó las hojas, comprobó la foto y luego hizo pasar a Nina, al tiempo que decía:

– Siguiente.

Krantz le entregó el pasaporte. Una vez más, el funcionario miró atentamente la foto y después a la persona. Incluso le sonrió al hacerle el gesto de que pasara. Krantz sintió repentinamente un dolor agudo en el hombro derecho. Por un momento, el dolor la paralizó. Intentó no cambiar de expresión. El funcionario repitió el ademán, pero ella continuó inmóvil.

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