Jeffrey Archer - La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001?
¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama?
¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios?
¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona?
¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna?
¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión?
¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión?
¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce?
¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas?
Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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Anna acarició a los perros y siguió a Arabella al interior de la casa. Un criado se encargó de sacar su maleta del taxi. Cuando entró en el vestíbulo, hizo una pausa para mirar una a una las pinturas que adornaban la habitación.

– Sí, es muy agradable tener a la familia a tu alrededor -comentó Arabella-, aunque quizá este podría ser su último fin de semana en el campo.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Anna, aprensiva.

– Los abogados de Fenston me enviaron una carta en mano esta mañana para recordarme que si no pago la totalidad del préstamo de su cliente mañana al mediodía, debo prepararme para decirles adiós a todos ellos.

– ¿Piensa vender toda la colección? -preguntó Anna.

– Aparentemente ese es su propósito -respondió Arabella.

– Pues no tiene mucho sentido. Si Fenston saca al mercado toda la colección al mismo tiempo, ni siquiera conseguirá cobrar la totalidad de la deuda.

– Lo conseguirá, si después pone a la venta la finca.

– No sería…-comenzó Anna.

– Claro que lo hará -la interrumpió Arabella-. Por lo tanto, solo nos queda esperar que el señor Nakamura continúe enamorado de Van Gogh, porque sinceramente es mi última esperanza.

– ¿Dónde está la obra maestra? -preguntó Anna, que siguió a Arabella al salón.

– En el dormitorio Van Gogh, donde ha residido durante los últimos cien años -Arabella hizo una pausa- excepto para una excursión de un día a Heathrow.

Arabella se sentó en su butaca favorita junto al fuego, con un perro a cada lado. Anna recorrió la sala que albergaba la colección italiana, reunida por el cuarto conde.

– Si también mis queridos italianos se vieran forzados a realizar un inesperado viaje a Nueva York -comentó Arabella-, no creo que vayan a protestar. Después de todo, es algo que está dentro de la tradición norteamericana.

Anna se echó a reír mientras pasaba de Tiziano a Veronés y a Caravaggio.

– Había olvidado lo magnífico que era Caravaggio -dijo Anna, que admiraba Las bodas de Canaan.

– Creo que estás más interesada en los italianos muertos que en los irlandeses vivos -señaló Arabella.

– Si Caravaggio estuviese vivo, sería Jack quien lo perseguiría, no yo.

– ¿A qué te refieres?

– Asesinó a un hombre en una pelea de borrachos. Fue un prófugo de la justicia durante los últimos años de su vida. Pero cada vez que llegaba a una nueva ciudad, los alguaciles hacían la vista gorda mientras continuara pintando magníficos cuadros de la Virgen y el Niño.

– Anna, eres una invitada insoportable. Ven aquí y siéntate. -Una doncella entró en la sala con una bandeja de plata con el té y la dejó en una mesa junto a la chimenea-. ¿Qué prefieres? ¿Indio o chino?

Antes de que Anna pudiese responder, apareció el mayordomo.

– Milady -dijo Andrews-, hay un caballero en la puerta que trae un paquete. Le dije que lo llevara a la entrada de servicio, pero afirmó que no puede entregarlo si no firma usted el recibo.

– Una especie de Viola moderna -comentó Arabella-. Tendré que ir a ver qué trae ese terco mensajero. Quizá incluso le arroje un anillo por las molestias.

– Estoy segura de que la bella Olivia sabrá cómo tratarlo -manifestó Anna.

Arabella le agradeció el cumplido con una leve inclinación, y salió con Andrews.

Anna contemplaba el Perseo y Andrómeda de Tintoretto cuando reapareció Arabella; su alegre sonrisa había sido reemplazada por una expresión grave.

– ¿Hay algún problema? -le preguntó la joven.

– El terco me ha devuelto el anillo -contestó Arabella-. Ven a verlo por ti misma.

Anna la siguió al vestíbulo, donde Andrews y un criado quitaban el envoltorio de una caja roja que ella hubiera deseado no volver a ver nunca más.

– La han tenido que enviar desde Nueva York -opinó Arabella, que leyó la etiqueta pegada a la caja-. Probablemente en el mismo vuelo que el tuyo.

– Por lo visto me sigue.

– Es el efecto que causas en los hombres -replicó Arabella.

Ambas miraron cómo Andrew quitaba el plástico para dejar a la vista una tela que Anna había visto por última vez en el estudio de Antón.

– Lo único bueno de todo esto -dijo Anna- es que ahora podremos ponerle el marco original a la obra maestra.

– Pero ¿qué haremos con este? -preguntó Arabella, que señaló con un gesto la falsificación. El mayordomo tosió discretamente-. ¿Tiene alguna sugerencia, Andrews? Si es así, queremos escucharla.

– No, milady -contestó Andrews-, pero creo que le interesará saber que su otro invitado llega en estos momentos.

– Ese hombre tiene evidentemente el don de la oportunidad -manifestó Arabella, que se apresuró a mirarse en el espejo para ver el peinado-. Andrews, ¿está preparada la habitación Wellington para el señor Nakamura?

– Sí, milady. La doctora Petrescu dispondrá de la habitación Van Gogh.

– Muy apropiado -le dijo Arabella a Anna-, que pase su última noche contigo.

Anna se tranquilizó al ver que Arabella se había rehecho rápidamente, y tuvo el presentimiento de que sería una digna rival de Nakamura.

El mayordomo abrió la puerta principal y bajó los escalones a un paso que le permitió llegar al camino en el mismo momento en que se detenía el Toyota Lexus. Andrews abrió la puerta de la limusina. El señor Nakamura se bajó con un pequeño paquete en la mano.

– Los japoneses siempre se presentan con un regalo -susurró Anna-, pero bajo ninguna circunstancia debes abrirlo en su presencia.

– Me parece muy bien -dijo Arabella-, pero no tengo nada para él.

– Tampoco lo espera. Lo has invitado a tu casa, y ese es el mejor cumplido que le puedes ofrecer a un japonés.

– Eso me tranquiliza -afirmó Arabella en el momento en que el señor Nakamura aparecía en la puerta.

– Lady Arabella, es para mí un gran honor ser un invitado en su magnífica casa -declaró Nakamura, con una profunda reverencia.

– Es usted quien honra mi casa, señor Nakamura -respondió Arabella.

El japonés se inclinó todavía más, y cuando se irguió se encontró cara a cara con el retrato de Wellington pintado por Lawrence.

– Qué apropiado. ¿El gran hombre no cenó en Wentworth Hall la noche antes de zarpar para Waterloo?

– Así es, y dormirá usted en la misma cama que el Duque de Hierro en aquella histórica ocasión.

Nakamura se volvió hacia Anna y la saludó con una inclinación.

– Es un placer volver a verla, doctora Petrescu. -Lo mismo digo, Nakamura San. Espero que haya tenido un buen viaje.

– Sí, muchas gracias. Incluso, por una vez, llegamos puntuales -contestó Nakamura, que no se movió mientras su mirada pasaba de obra en obra-. Tenga la bondad de corregirme si me equivoco, Anna. Es obvio que la sala está dedicada a la escuela inglesa. ¿Gainsborough? -preguntó, mientras admiraba un retrato de cuerpo entero de Catherine, lady Wentworth. Anna asintió, antes de que Nakamura añadiera-: Landseer, Morland, Romney, Stubbs, y… me he quedado perplejo. ¿Es la expresión correcta?

– Desde luego que sí -confirmó Arabella-, aunque nuestros primos norteamericanos ni siquiera tienen una remota idea de su significado. Es Lely quien lo ha dejado perplejo.

– Ah, sir Peter, y qué hermosa mujer -hizo una pausa-, un rasgo de familia -dijo Nakamura, que se volvió para mirar a su anfitriona.

– Veo, señor Nakamura, que la zalamería es un rasgo de su familia -replicó Arabella con una sonrisa. Nakamura se echó a reír.

– Con el riesgo de que me regañen una segunda vez, lady Arabella, si las habitaciones son iguales a esta, quizá resulte necesario que cancele mi reunión con los aburridos de Corus Steel. -Nakamura continuó mirando los cuadros-. Wheadey, Lawrence, West y Wilkie -dijo, antes de que su mirada acabara en el retrato apoyado en la pared. Guardó silencio durante un par de minutos-. Excelente -opinó-. La obra de una mano inspirada, pero no la mano de Van Gogh.

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