– La compra no debe hacerse pública.
– Esa siempre ha sido mi costumbre, como usted bien sabe.
– No venderá la obra por lo menos en un plazo de diez años.
– Compro cuadros -señaló Nakamura-. Vendo acero.
– Durante el mismo período, la pintura no se exhibirá en ninguna galería.
– ¿A quién protege, jovencita? -preguntó Nakamura inesperadamente-. ¿A Bryce Fenston o a Victoria Wentworth?
Anna no respondió. Acababa de comprender por qué el presidente de Sotheby's había comentado en una ocasión lo arriesgado que era subestimar a este hombre.
– ¿Ha sido una impertinencia de mi parte preguntarlo? Le pido disculpas por ello. -Se levantó-. Quizá quiera permitirme tomarme esta noche para considerar su oferta. -Se inclinó ceremoniosamente para indicar que la entrevista había acabado.
– Por supuesto, Nakamura San. -Anna le devolvió el saludo.
– Por favor, apee el San, doctora Petrescu. En su terreno, no soy su igual.
Ella quería decirle: por favor, llámeme Anna; en su terreno, no sé nada; pero le faltó valor.
Nakamura se acercó a ella y miró la caja.
– Espero con ansia descubrir qué hay en la caja. Quizá podamos reunirnos de nuevo mañana, doctora Petrescu, después de tomarme un poco más de tiempo para considerar su propuesta.
– Muchas gracias, señor Nakamura.
– ¿Digamos a las diez? Enviaré a mi chófer para que la recoja a las diez menos veinte.
Anna se inclinó de nuevo y el señor Nakamura le correspondió. La acompañó hasta la puerta y la abrió.
– Lamento infinitamente que no solicitara usted el cargo -añadió como despedida.
Krantz continuaba esperando en las sombras cuando Petrescu salió del edificio. La reunión seguramente había ido bien porque la esperaba una limusina con el chófer junto a la puerta trasera abierta, y, lo que era mucho más importante, no había rastro alguno de la caja de madera. Krantz tenía dos opciones. Tenía claro que Petrescu regresaría a dormir al hotel, mientras que la pintura debía seguir en el edificio. Tomó una decisión.
Anna se reclinó en el asiento de la limusina y se relajó por primera vez en días, con la seguridad de que incluso si el señor Nakamura no aceptaba pagar los sesenta millones, le haría una oferta realista. ¿Por qué si no iba a poner el coche a su disposición e invitarla a volver al día siguiente?
Se bajó de la limusina en la puerta del Seiyo, y fue directamente a la recepción a recoger su llave antes de ir hacia los ascensores. De haber girado a la derecha y no a la izquierda, se hubiese encontrado de cara con un estadounidense frustrado.
La mirada de Jack la siguió hasta que entró en uno de los ascensores. No llevaba la caja, y algo fundamental: no había ni rastro de Pelopaja. Seguramente había tomado la decisión de quedarse con la pintura y olvidarse, por el momento, del mensajero. Tendría que decidir rápidamente qué haría si Petrescu aparecía con las maletas y se marchaba al aeropuerto. Al menos esta vez no había deshecho el equipaje.
Krantz había ido pasando de sombra en sombra durante casi una hora, moviéndose con el sol, cuando regresó la limusina del presidente y aparcó delante de la entrada de Maruha Steel. Unos segundos más tarde, se abrió la puerta y apareció la secretaria del señor Nakamura acompañada por un hombre vestido con un uniforme rojo que cargaba con la caja de madera. El chófer abrió el maletero y el portero colocó la caja en el interior. El chófer escuchó mientras la secretaria le transmitía las órdenes de su jefe. El presidente tenía que hacer varias llamadas a Estados Unidos e Inglaterra durante la noche, y por lo tanto se quedaría en el piso de la compañía. Había visto el cuadro y quería que lo llevaran a su casa en el campo.
Krantz observó el tráfico. Solo tendría una oportunidad, y solo cuando el semáforo estuviese rojo. Agradeció que fuese una calle de dirección única. Sabía que el semáforo de la esquina permanecería en verde durante cuarenta y cinco segundos, y que durante ese tiempo unos trece coches lo pasarían. Se apartó de las sombras y caminó por la acera con el sigilo de un gato, consciente de que estaba a punto de arriesgar una de sus nueve vidas.
La limusina negra del presidente entró en la calle y se unió al tráfico. El semáforo estaba en verde, pero tenía delante unos quince coches. Krantz se situó exactamente en el lugar opuesto al que había calculado que se detendría el vehículo. Cuando el semáforo se puso rojo, caminó lentamente hacia la limusina; después de todo, disponía de cuarenta y cinco segundos. A un paso del coche, se dejó caer sobre el hombro derecho y rodó hasta situarse debajo de la limusina. Se sujetó firmemente a los laterales, apoyó los pies, y se izó. Era una de las ventajas de medir un metro cincuenta y pesar menos de cincuenta kilos. Cuando cambió el semáforo y arrancó la limusina del presidente, había desaparecido de la vista.
Una vez, en las colinas de Rumania, mientras escapaba de los rebeldes, Krantz se había pegado como una lapa a los bajos de un camión que recorrió kilómetros por terreno abrupto. Había aguantado cuarenta y cinco minutos, y cuando se ponía el sol se había dejado caer al suelo, exhausta. A continuación había continuado a campo traviesa hasta hallarse sana y salva. Los últimos veinte kilómetros los había hecho al trote.
La limusina circuló al ritmo irregular que le marcaba el tráfico en su recorrido a través de la ciudad, y transcurrieron otros veinte minutos antes de que el chófer saliera de la autopista para ascender a las colinas. Unos pocos minutos más tarde, otro giro, una carretera mucho más pequeña y menos tráfico. Krantz quería dejarse caer, pero sabía que cada minuto que aguantara jugaría a su favor. El coche se detuvo en un cruce, dobló a la izquierda y continuó por lo que parecía un camino ancho y desigual. Cuando llegaron al siguiente cruce, Krantz escuchó con atención. Un camión les impedía el paso.
Soltó lentamente el brazo derecho, que lo tenía casi entumecido, desenfundó el cuchillo, se puso de lado y clavó la hoja en la rueda trasera derecha, una y otra vez, hasta que escuchó un fuerte siseo. En el momento en que el coche arrancó, se dejó caer y no se movió ni un centímetro hasta que ya no escuchó el motor. Rodó sobre sí misma hasta un costado del camino y observó la limusina, que continuaba subiendo. Esperó que se perdiera de vista para levantarse y realizó unos cuantos ejercicios de estiramiento. No tenía prisa. Después de todo, la estaría esperando al otro lado de la colina. En cuanto se recuperó, trotó lentamente hasta la cumbre. A una distancia de varios kilómetros se alzaba una magnífica mansión entre las colinas que dominaban el paisaje.
También vio al chófer a lo lejos, con una rodilla en tierra, que miraba el neumático pinchado. Miró a un extremo y otro del camino particular que probablemente solo llevaba a la residencia de Nakamura. Al escuchar sus pasos, el chófer levantó la cabeza y le sonrió. Krantz le devolvió la sonrisa y trotó hasta su lado. El hombre se disponía a hablarle cuando, con un rapidísimo movimiento de la pierna izquierda, Krantz le dio un puntapié en la garganta, seguido con otro en la entrepierna. Vio cómo se desplomaba, como una marioneta a la que le han cortado los hilos. Por un momento, pensó degollarlo, pero ahora que tenía la pintura, ¿por qué molestarse, cuando esa noche tendría el placer de cortarle el cuello a otra persona? Además, no estaba incluido en el precio.
Una vez más echó una ojeada en los dos sentidos. Nadie a la vista. Corrió a buscar las llaves de la limusina y abrió la cerradura del maletero. Levantó la tapa y miró la caja de madera. Hubiese sonreído, pero primero necesitaba asegurarse de que se había ganado el primer millón de dólares.
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