Jeffrey Archer - El cuarto poder

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Las historias de Lubji, húngaro judío perseguido durante la segunda guerra mundial, y la de Kent, joven adinerado que descubre sus facultades de líder, sirven de escenario para que el gran Jeffrey Archer, dibuje con magistralidad y estilo propio, los pormenores de la vida del mundo de la prensa en EL CUARTO PODER, popular novela que fue llevada a la pantalla, y que muestra descarnadamente los laberintos de la información desde un punto de vista desprovisto de concesiones. Lubji emerge de un pasado lleno de frio y soledad, donde debe escapar de su mundo para lograr salvar la vida mientras sus habilidades de comerciante le permiten sobrevivir en el gélido ambiente de una Europa desgarrada por la lucha fratricida con la amenaza de Adolf Hitler rondando la buena marcha de la paz y la concordia.
Kent, por su parte, entre apuestas en el hipódromo, y su propio despertar sexual mientras participó en intrigas y maldades, va envolviéndose en un mundo donde el conocimiento es la llave del éxito. Escrita con un estilo fuerte e incluyente, El Cuarto Poder es un retrato perfecto del rostro de los grandes magnates que encajan muy bien en la máxima de Balzac, "Detrás de cada gran fortuna, hay un gran crimen". Esta novela es un fiel reflejo de dos historias unidas por la sagacidad y el destino, y que los lleva al inevitable choque.

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– Quiero comprar ese broche para mi madre -dijo con un tono de voz que confió fuera lo suficientemente seguro, al tiempo que señalaba hacia el escaparate.

Luego, abrió el puño fuertemente apretado hasta ese momento y reveló las tres pequeñas monedas que le quedaban de sus transacciones de la mañana.

El hombre de edad avanzada no se echó a reír, y le explicó suavemente que necesitaría muchas más monedas como aquellas antes de que pudiera comprar el broche. A Lubji se le encendieron las mejillas de vergüenza y salió a la calle corriendo, sin mirar atrás.

Aquella noche, Lubji no pudo dormir. No dejaba de repetirse una y otra vez las palabras que le había dicho el señor Lekski. A la mañana siguiente se encontraba ante la tienda, mucho antes de que el anciano llegara para abrirla. La primera lección que Lubji aprendió del señor Lekski fue que las personas que pueden permitirse comprar joyas no se levantan temprano por la mañana.

El señor Lekski, uno de los ancianos de la ciudad, quedó tan bien impresionado por la pura chutzpah de aquel niño de seis años, que se atrevió a entrar en su tienda sin nada más que unas pocas monedas que no tenían casi ningún valor, que durante las semanas siguientes consintió que el hijo del tratante de ganado le planteara una corriente continua de preguntas que él contestaba. Al cabo de poco tiempo, Lubji pasaba por la joyería durante unos pocos minutos cada tarde. Pero si veía que el anciano atendía a alguien, siempre esperaba fuera. Sólo entraba después de que hubiera salido el cliente. Se situaba ante el mostrador y lanzaba una tras otra las preguntas que se le habían ocurrido la noche anterior.

El señor Lekski observó con aprobación que Lubji nunca repetía una pregunta dos veces y que cada vez que un cliente entraba en la tienda, se retiraba rápidamente a un rincón y se ocultaba tras el periódico del anciano. Aunque pasaba las páginas, el joyero no estaba seguro de que fuera capaz de leer las palabras o incluso de mirar las fotografías.

Una noche, después de que el señor Lekski cerrara la tienda, tomó a Lubji y lo llevó a la parte trasera para enseñarle su vehículo a motor. Lubji abrió los ojos desmesuradamente al escuchar que aquel magnífico objeto era capaz de moverse por su propia cuenta, sin necesidad de que ningún caballo tirara de él.

– Pero si no tiene patas -comentó con incredulidad.

Abrió la portezuela del coche y subió para instalarse junto al señor Lekski. El anciano apretó un botón para poner en marcha el motor, y Lubji sintió náuseas y temor a un mismo tiempo. Pero a pesar de que apenas si podía ver por encima del tablero de mandos, al cabo de un momento hubiera querido cambiar de puesto y situarse en el asiento del conductor, ocupado por el señor Lekski.

El señor Lekski le dio a Lubji un paseo por la ciudad y luego lo dejó frente a la puerta de su casa. Inmediatamente, el niño entró como una exhalación en la cocina y le gritó a su madre:

– Algún día tendrá un vehículo a motor.

Zelta sonrió ante aquella idea y no mencionó que hasta el rabino no tenía más que una bicicleta. Siguió alimentando a su hijo más pequeño, jurándose a sí misma que sería el último. La presencia del recién llegado significaba que Lubji, que crecía rápidamente, ya no podría apretarse sobre el colchón, con sus hermanos y hermanas. Últimamente se había tenido que contentar con ejemplares de los viejos periódicos del rabino, extendidos junto a la chimenea.

Casi en cuanto oscurecía, los niños se peleaban por ocupar un lugar sobre el colchón; los Hoch no podían permitirse despilfarrar sus existencias de velas para tratar de prolongar el día. Noche tras noche, Lubji se acostaba junto a la chimenea, sin dejar de pensar en el coche del señor Lekski, y trataba de imaginar cómo podría demostrar a su madre que estaba equivocada. Entonces recordó el broche que ella sólo se ponía para el Rosh Hashanah. Se puso a contar con los dedos y calculó que tendría que esperar otras seis semanas antes de poder poner en práctica el plan que ya se había formado en su mente.

Lubji permaneció despierto durante la mayor parte de la noche anterior al Rosh Hashanah. A la mañana siguiente, una vez que su madre se hubo vestido, apenas si apartó la mirada de ella o, para ser más exactos, del broche que llevaba. Una vez terminado el servicio religioso, a Zelta le sorprendió que, al salir de la sinagoga, Lubji se aferrara a su mano durante el trayecto de regreso a casa, algo que no recordaba que hiciera desde que cumplió los tres años. Una vez dentro de la pequeña casa, Lubji se sentó con las piernas cruzadas en el rincón de la chimenea y observó a su madre, que se desabrochó la pequeña joya del vestido. Por un momento, Zelta miró a su hijo, antes de arrodillarse, retirar la tabla suelta del piso, junto al colchón y guardar cuidadosamente el broche en la vieja caja de cartón, antes de volver a colocar la tabla en su sitio.

Lubji permaneció tan quieto, observándola, que su madre se sintió preocupada y le preguntó si se encontraba bien.

– Estoy bien, madre -contestó-. Pero como es el Rosh Hashanah pensaba en lo que debería hacer al año que viene.

Su madre le sonrió. Todavía abrigaba la esperanza de haber tenido un hijo que quizá algún día se convirtiera en rabino. Lubji no volvió a hablar, mientras consideraba el problema de la caja. No experimentaba la menor sensación de culpabilidad por cometer lo que su madre, sin lugar a dudas, describiría como un pecado, porque ya estaba convencido de que antes de que acabara el año lo podría devolver todo y nadie sería más listo que él.

Aquella noche, después de que el resto de la familia se hubo acostado en el colchón, Lubji se acurrucó en el rincón de la chimenea y fingió quedarse dormido, hasta estar seguro de que todos los demás lo estaban. Sabía que para los seis inquietos cuerpos apretados, con dos cabezas hacia la cabecera y otras dos hacia el pie del colchón, con su madre y su padre en los extremos, el sueño era un lujo que raras veces duraba más de unos pocos minutos.

Una vez convencido de que todos estaban dormidos, empezó a gatear con sigilo por el borde de la estancia, hasta que llegó al extremo más alejado del colchón. Los ronquidos de su padre eran tan estruendosos, que temía que uno de sus hermanos o hermanas pudieran despertarse en cualquier momento y descubrirlo.

Lubji contuvo la respiración mientras recorría con los dedos las tablas del suelo y trataba de descubrir cuál de ellas se abriría.

Los segundos se transformaron en minutos pero, de pronto, una de las tablas se levantó ligeramente. Apretó un extremo con la palma de la mano derecha y pudo levantarla lentamente. Introdujo la mano izquierda por el hueco y palpó el borde de algo. Lo tomó con los dedos y extrajo muy despacio la caja de cartón. Luego, volvió a dejar la tabla en su sitio.

Lubji permaneció absolutamente quieto, hasta estar completamente seguro de que nadie se había dado cuenta de su acción. Uno de sus hermanos menores se revolvió, y sus hermanas gimieron e hicieron lo mismo. Lubji aprovechó el momento de confusa conmoción y retrocedió presuroso por el borde de la estancia, para detenerse sólo al llegar junto a la puerta.

Se incorporó sobre las rodillas y empezó a buscar la manija de la puerta. La sudorosa palma de la mano aferró la manija y la hizo girar muy despacio. El viejo eje crujió ruidosamente, de una forma como no había observado nunca hasta entonces. Salió al camino y dejó la caja de cartón en el suelo, contuvo la respiración y volvió a cerrar la puerta con sigilo.

Lubji se alejó corriendo de la casa, con la caja aferrada contra su pecho. No miró atrás. De haberlo hecho, habría visto a su tío abuelo que lo miraba fijamente desde su casa más grande, situada por detrás de la casita.

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