Jeffrey Archer - El cuarto poder

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Las historias de Lubji, húngaro judío perseguido durante la segunda guerra mundial, y la de Kent, joven adinerado que descubre sus facultades de líder, sirven de escenario para que el gran Jeffrey Archer, dibuje con magistralidad y estilo propio, los pormenores de la vida del mundo de la prensa en EL CUARTO PODER, popular novela que fue llevada a la pantalla, y que muestra descarnadamente los laberintos de la información desde un punto de vista desprovisto de concesiones. Lubji emerge de un pasado lleno de frio y soledad, donde debe escapar de su mundo para lograr salvar la vida mientras sus habilidades de comerciante le permiten sobrevivir en el gélido ambiente de una Europa desgarrada por la lucha fratricida con la amenaza de Adolf Hitler rondando la buena marcha de la paz y la concordia.
Kent, por su parte, entre apuestas en el hipódromo, y su propio despertar sexual mientras participó en intrigas y maldades, va envolviéndose en un mundo donde el conocimiento es la llave del éxito. Escrita con un estilo fuerte e incluyente, El Cuarto Poder es un retrato perfecto del rostro de los grandes magnates que encajan muy bien en la máxima de Balzac, "Detrás de cada gran fortuna, hay un gran crimen". Esta novela es un fiel reflejo de dos historias unidas por la sagacidad y el destino, y que los lleva al inevitable choque.

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Sir Graham nunca desanimó a Keith, e incluso le permitía acompañarlo alguna que otra tarde de los sábados, cuando desaparecía para acudir al hipódromo. Lady Townsend no aprobaba aquellas andanzas, e insistía en que el joven Keith acudiera siempre a la iglesia a la mañana siguiente. Ante su desilusión, su único hijo varón pronto reveló sus preferencias por los corredores de apuestas, antes que por el predicador.

Lady Townsend se mostró tan decidida a invertir esta inclinación inicial que se dispuso a lanzar una contraofensiva. En una ocasión en que sir Graham estuvo fuera, durante un largo viaje de negocios a Perth, contrató a una niñera llamada Florrie, la descripción de cuyo trabajo simplemente fue la de controlar a los niños. Pero Florrie, una viuda de algo más de cincuenta años, no demostró estar a la altura de Keith, que sólo tenía cuatro años, y pocas semanas después le prometió al niño no contarle a su madre las ocasiones en que fuera llevado a las carreras. Al descubrir finalmente este subterfugio, lady Townsend esperó hasta que su esposo emprendió su viaje anual a Nueva Zelanda, y puso un anuncio en la primera página del Times de Londres. Tres meses más tarde, la señorita Steadman desembarcó en el muelle Station y se presentó en Toorak para hacerse cargo de su trabajo. Resultó ser todo aquello que indicaban sus excelentes referencias.

Hija segunda de un ministro presbiteriano escocés, educada en el St. Leonard, de Dumfries, sabía exactamente qué se esperaba de ella. Florrie continuó siendo tan fiel a los niños como éstos lo eran con ella, pero la señorita Steadman no parecía fiel a nadie ni a nada que no fuera su vocación y la realización de lo que ella misma consideraba como su obsesivo deber.

Insistió en que todo el mundo, fuera cual fuese su posición, se dirigiera a ella en todo momento como señorita Steadman, y no dejó a nadie la menor duda acerca de qué lugar ocupaba cada cual en su propia escala social. El chófer pronunciaba las palabras con una ligera inclinación de cabeza. Sir Graham lo hacía con respeto.

A partir del día en que llegó, la señorita Steadman organizó la vida de los niños de una forma que impresionaría a un oficial de la Guardia Negra. Keith lo probó todo para hacerla entrar en razón, desde el encanto, hasta las actitudes mohínas y las rabietas, pero no tardó en descubrir que nada era capaz de conmover a aquella mujer. Su padre habría acudido en rescate de su hijo si su esposa no se deshiciera continuamente en elogios hacia la señorita Steadman, sobre todo por sus valerosos intentos por enseñar al joven caballerete a hablar el inglés del rey.

A la edad de cinco años, Keith empezó a ir a la escuela, y al cabo de su primera semana se quejó a la señorita Steadman de que ninguno de los otros chicos quería jugar con él. Ella no consideró que le correspondiera decirle al niño que su padre se había ganado muchos enemigos con el transcurso de los años.

La segunda semana de escuela resultó ser mucho peor que la primera, porque Keith se vio continuamente amenazado por un chico llamado Desmond Motson, cuyo padre se había visto envuelto recientemente en un escándalo financiero relacionado con la minería, asunto que apareció publicado durante varios días en la primera página del Melbourne Courier . Tampoco ayudó en nada el hecho de que Motson fuera cinco centímetros más alto que Keith y pesara seis kilos más.

Keith consideró con frecuencia la posibilidad de discutir el problema con su padre, pero puesto que sólo se veían los fines de semana, se contentó con unirse al viejo en su despacho, un domingo por la mañana, para escuchar sus puntos de vista sobre el contenido del Courier y del Gazette de la semana anterior, antes de comparar sus propios esfuerzos con los de sus rivales.

– «Dictador benevolente» es un titular débil -declaró su padre un domingo por la mañana al mirar la primera página del Adelaide Gazette del día anterior. Al cabo de un momento, añadió-: Y una historia todavía más débil. A ninguna de esas personas se les debe permitir que vuelvan a aparecer en la primera página.

– Pero sólo hay un nombre en lo alto del artículo -dijo Keith, que había escuchado atentamente a su padre.

Sir Graham lanzó una risita.

– Cierto, muchacho, pero el titular ha tenido que ser preparado por un subdirector, probablemente mucho después de que se marchara el periodista que escribió ese artículo.

Keith se sintió intrigado hasta que su padre le explicó que los titulares podían cambiarse incluso momentos antes de que empezara a imprimirse el periódico.

– El titular tiene que llamar la atención del lector. De otro modo, ni siquiera se molestará en leer el artículo.

Sir Graham leyó en voz alta un artículo sobre el nuevo líder alemán. Fue la primera vez que Keith oyó pronunciar el nombre de Adolf Hitler.

– Sin embargo, la foto es condenadamente buena -añadió su padre, que indicó la imagen de un hombre pequeño con un bigote que parecía un cepillo de dientes, mostrado en una pose con el brazo derecho en alto-. No olvides nunca el viejo tópico, muchacho: «Una imagen vale más que mil palabras».

Se escuchó entonces un fuerte golpe en la puerta del despacho, y los dos se dieron cuenta de que sólo podía haberlo producido el nudillo de la señorita Steadman. Sir Graham dudaba mucho de que el momento en que se producía la llamada, cada domingo por la mañana, hubiera variado apenas unos pocos segundos desde el día en que ella llegó.

– Pase -dijo con su voz más severa.

Se volvió y la dirigió un guiño a su hijo. Ninguno de los Townsend masculinos permitió que nadie más supiera que, a sus espaldas, llamaban Gruppenführer a la señorita Steadman.

La mujer entró en el despacho y pronunció las mismas palabras que había repetido cada domingo durante el último año.

– Sir Graham, es hora de que el señorito Keith se prepare para ir a la iglesia.

– Santo cielo, señorita Steadman, ¿ya se ha hecho tan tarde? -contestaba él antes de dirigir a su hijo hacia la puerta.

De mala gana, Keith abandonaba el puerto seguro del despacho de su padre y seguía a la señorita Steadman fuera de la estancia.

– ¿Sabe lo que acaba de decirme mi padre, señorita Steadman? -dijo Keith con un profundo acento australiano que, estaba seguro de ello, la molestaría.

– No tengo la menor idea, señorito Keith. Pero sea lo que fuere, confiemos en que eso no le impida concentrarse debidamente en el sermón del reverendo Davidson.

Keith guardó un hosco silencio mientras subían la escalera hacia su dormitorio. No volvió a pronunciar una sola palabra más hasta que no se unió a su padre y a su madre, en el asiento trasero del Rolls.

Keith sabía que, efectivamente, tendría que concentrarse en cada palabra del ministro, porque la señorita Steadman siempre les preguntaba, a él y a sus hermanas, hasta los más nimios detalles del texto, antes de acostarse. A sir Graham le aliviaba saber que, al menos a él, no le sometería a tal examen.

Tres noches en la casa del árbol, que la propia señorita Steadman se había ocupado de construir apenas unas semanas después de su llegada, eran el castigo que imponía a cualquiera de los niños que alcanzara una puntuación inferior al 80 por ciento en el examen sobre el sermón.

– Eso es bueno para la formación del carácter -les recordaba continuamente.

Lo que Keith no le dijo nunca fue que, a veces, contestaba deliberadamente mal porque pasar tres noches en la casa del árbol suponía una magnífica forma de escapar de su tiranía.

Al cumplir once años, se tomaron dos decisiones que marcarían a Keith durante el resto de su vida, y las dos hicieron que el muchacho se echara a llorar, desconsolado.

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