Jeffrey Archer - El cuarto poder

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Las historias de Lubji, húngaro judío perseguido durante la segunda guerra mundial, y la de Kent, joven adinerado que descubre sus facultades de líder, sirven de escenario para que el gran Jeffrey Archer, dibuje con magistralidad y estilo propio, los pormenores de la vida del mundo de la prensa en EL CUARTO PODER, popular novela que fue llevada a la pantalla, y que muestra descarnadamente los laberintos de la información desde un punto de vista desprovisto de concesiones. Lubji emerge de un pasado lleno de frio y soledad, donde debe escapar de su mundo para lograr salvar la vida mientras sus habilidades de comerciante le permiten sobrevivir en el gélido ambiente de una Europa desgarrada por la lucha fratricida con la amenaza de Adolf Hitler rondando la buena marcha de la paz y la concordia.
Kent, por su parte, entre apuestas en el hipódromo, y su propio despertar sexual mientras participó en intrigas y maldades, va envolviéndose en un mundo donde el conocimiento es la llave del éxito. Escrita con un estilo fuerte e incluyente, El Cuarto Poder es un retrato perfecto del rostro de los grandes magnates que encajan muy bien en la máxima de Balzac, "Detrás de cada gran fortuna, hay un gran crimen". Esta novela es un fiel reflejo de dos historias unidas por la sagacidad y el destino, y que los lleva al inevitable choque.

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– McCreedy se ha casado dos veces -continuó-. En las dos ocasiones terminó en divorcio. Tiene dos hijos de su primer matrimonio: Jill, de veintisiete años, y Alan, de veinticuatro. Alan trabaja para la empresa, en el departamento de anuncios clasificados del Dallas Comet .

– Nada podría ser mejor -dijo Townsend-. McCreedy es nuestro hombre. Está a punto de recibir una llamada de su compañero de farra perdido desde hace tanto tiempo.

– Lo localizaré en seguida por teléfono -asintió Heather con una sonrisa-. Esperemos que esté sobrio.

Townsend asintió y Heather regresó a su despacho. El propietario de 297 periódicos, cuyo público lector combinado superaba los mil millones de personas en todo el mundo, esperó a que le comunicaran con el redactor jefe de crónicas de un periódico local en Ohio, con una tirada de menos de treinta y cinco mil ejemplares.

Townsend se levantó y empezó a pasear por el despacho. Trató de formular las preguntas que necesitaba hacerle a McCreedy, y pensar en el orden en que debería hacerlas. Mientras recorría la estancia de un lado a otro, la mirada se deslizó sobre los ejemplares enmarcados de sus periódicos, expuestos sobre las paredes, con sus titulares más famosos.

El New York Star del 23 de noviembre de 1963: «Kennedy asesinado en Dallas».

El Continent del 30 de julio de 1981: «Felices para siempre», sobre una fotografía de Carlos y Diana el día de su boda.

El Globe del 17 de mayo de 1991: «Richard Branson me desfloró, afirma Virgin».

Hubiera podido pagar hasta medio millón de dólares con tal de leer los titulares de los periódicos de mañana.

El teléfono de su despacho sonó con estridencia. Townsend regresó rápidamente al sillón y tomó el auricular.

– Malcolm McCreedy por la línea uno -le informó Heather, pasándole la comunicación.

– Malcolm, ¿eres tú? -preguntó Townsend en cuanto escuchó el clic.

– Desde luego, señor Townsend -contestó una voz que sonó sorprendida y con un inconfundible acento australiano.

– Ha pasado mucho tiempo, Malcolm. Demasiado tiempo. ¿Cómo estás?

– Yo estoy muy bien, Keith. Estupendamente -le llegó la respuesta, algo más segura de sí misma.

– ¿Y qué tal los niños? -preguntó Townsend, que miró la hoja de papel que Heather había dejado sobre su mesa-. Jill y Alan, ¿verdad? De hecho, ¿no es Alan el que trabaja para la compañía, en Dallas?

Siguió un prolongado silencio, y Townsend empezó a preguntarse si no se habría cortado la comunicación.

– Así es, Keith -contestó finalmente McCreedy-. A los dos les van muy bien las cosas, gracias. ¿Y los tuyos?

Evidentemente, era incapaz de recordar si los había o cómo se llamaban.

– También les va todo bien, gracias, Malcolm -contestó Townsend, que lo imitó intencionadamente-. ¿Disfrutas mucho en Cleveland?

– Vamos tirando -contestó McCreedy-. Pero preferiría estar de nuevo en Australia. Echo de menos el ver jugar a los Tigers los sábados por la tarde.

– Bueno, ésa es precisamente una de las cosas por las que te llamo -dijo Townsend-. Pero antes necesito pedirte un consejo.

– Desde luego, Keith. Lo que quieras. Ya sabes que siempre puedes confiar en mí -dijo McCreedy-. Pero antes quizá sea mejor que cierre la puerta de mi despacho -añadió, ahora que estaba convencido de que todos los demás periodistas de la planta se habían dado cuenta de quién se hallaba al otro lado de la línea. Townsend esperó, impaciente-. Bien, ¿qué puedo hacer por ti, Keith? -preguntó al cabo de un instante una voz que parecía jadear ligeramente.

– El nombre de Austin Pierson, ¿significa algo para ti?

Siguió otro prolongado silencio.

– Es alguien bastante importante en el mundo de las finanzas, ¿verdad? Creo que dirige uno de nuestros bancos o compañías de seguros. Permíteme un momento y lo comprobaré en mi computadora.

Townsend esperó de nuevo, consciente de que si su padre hubiera hecho la misma pregunta cuarenta años atrás, tendría que haber esperado horas, e incluso días, antes de que alguien pudiera encontrar la respuesta.

– Ya lo tengo -dijo el hombre de Cleveland apenas un momento más tarde. Hizo una pausa y agregó-: Ahora recuerdo por qué creí reconocer el nombre. Publicamos una crónica sobre él hace unos cuatro años, cuando tomó posesión del cargo de presidente del Manufacturers de Cleveland.

– ¿Qué puedes decirme sobre él? -preguntó Townsend, que ya no estaba dispuesto a perder más tiempo en fruslerías.

– No gran cosa -contestó McCreedy, que estudiaba la pantalla que tenía delante y de vez en cuando apretaba alguna tecla-. Parece ser un ciudadano modelo. Se encumbró entre los empleados del banco, es el tesorero del Club Rotary local, pastor laico y está casado con la misma mujer desde hace treinta y un años. Tiene tres hijos, y todos viven en la ciudad.

– ¿Sabes algo sobre sus hijos?

McCreedy apretó unas pocas teclas más, antes de contestar.

– Sí. Uno es profesor de biología en la escuela superior local. La segunda es enfermera del Hospital Metropolitan de Cleveland, y el más joven acaba de ser nombrado socio de la empresa de abogados más prestigiosa del estado. Keith, si esperas cerrar algún trato con el señor Austin Pierson, te agradará saber que parece tener una reputación inmaculada.

A Townsend no le agradó saberlo.

– ¿De modo que no hay en su pasado nada que…?

– No que yo sepa, Keith -contestó McCreedy. Releyó rápidamente sus notas tomadas a lo largo de cinco años, con la esperanza de encontrar alguna golosina que complaciera a su antiguo jefe-. Sí, ahora lo recuerdo. Ese tipo era tan molesto como la picadura de un mosquito. Ni siquiera me permitió que lo entrevistara durante las horas de oficina, y al presentarme en su casa, por la noche, lo único que conseguí por la molestia fue un aguado zumo de piña.

Townsend decidió que había llegado a un punto muerto con Pierson y con McCreedy, y que no serviría de nada continuar con aquella conversación.

– Gracias, Malcolm -le dijo-. Me has sido de una gran ayuda. Llámame si encuentras algo sobre Pierson.

Estaba a punto de colgar el teléfono cuando su antiguo empleado preguntó:

– ¿Qué era lo otro de lo que querías hablarme, Keith? Abrigaba la esperanza de que pudiera haber un puesto en Australia, quizá incluso en el Courier . -Hizo una pausa-. Te aseguro, Keith, que estaría dispuesto a aceptar una reducción de salario si eso me permitiera volver a trabajar para ti.

– Lo tendré en cuenta -dijo Townsend-, y puedes estar seguro de que si apareciera algo por mi despacho, me pondría en contacto directamente contigo, Malcolm.

Townsend le colgó el teléfono a un hombre con el que estaba convencido de que no volvería a hablar en su vida. Lo único que McCreedy había podido decirle era que el señor Austin Pierson parecía ser un ejemplo de virtudes, una raza con la que Townsend no tenía muchas cosas en común, y a la que tampoco estaba muy seguro de saber cómo tratar. Como siempre, el consejo de E. B. demostraba ser correcto. No podía hacer nada, excepto sentarse y esperar. Se reclinó en el sillón y cruzó las piernas.

Eran las once y doce minutos en Cleveland, las cuatro y doce minutos en Londres y las tres y doce minutos en Sydney. Probablemente, a las seis de aquella misma tarde ya no podría contener los titulares de sus propios periódicos, y mucho menos los de Richard Armstrong.

El teléfono de su despacho volvió a sonar. ¿Podía ser McCreedy para comunicarle que había encontrado algo interesante sobre Austin Pierson? Townsend siempre suponía que todo el mundo tenía algún esqueleto que prefería mantener bien guardado en el armario.

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