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Jeffrey Archer: El cuarto poder

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Jeffrey Archer El cuarto poder

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Las historias de Lubji, húngaro judío perseguido durante la segunda guerra mundial, y la de Kent, joven adinerado que descubre sus facultades de líder, sirven de escenario para que el gran Jeffrey Archer, dibuje con magistralidad y estilo propio, los pormenores de la vida del mundo de la prensa en EL CUARTO PODER, popular novela que fue llevada a la pantalla, y que muestra descarnadamente los laberintos de la información desde un punto de vista desprovisto de concesiones. Lubji emerge de un pasado lleno de frio y soledad, donde debe escapar de su mundo para lograr salvar la vida mientras sus habilidades de comerciante le permiten sobrevivir en el gélido ambiente de una Europa desgarrada por la lucha fratricida con la amenaza de Adolf Hitler rondando la buena marcha de la paz y la concordia. Kent, por su parte, entre apuestas en el hipódromo, y su propio despertar sexual mientras participó en intrigas y maldades, va envolviéndose en un mundo donde el conocimiento es la llave del éxito. Escrita con un estilo fuerte e incluyente, El Cuarto Poder es un retrato perfecto del rostro de los grandes magnates que encajan muy bien en la máxima de Balzac, "Detrás de cada gran fortuna, hay un gran crimen". Esta novela es un fiel reflejo de dos historias unidas por la sagacidad y el destino, y que los lleva al inevitable choque.

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– ¿Qué debo hacer con respecto al presidente? -preguntó Heather por segunda vez.

Townsend regresó de improviso al mundo de la realidad.

– ¿A cuál se refiere?

– Al de Estados Unidos.

– Espere a que vuelva a llamar -contestó-. Quizá se haya calmado un poco para entonces. Mientras tanto, quiero hablar con el director del Star .

– ¿Y a la señora Thatcher?

– Envíele un gran ramo de flores y una nota diciendo: «Convertiremos sus memorias en el número uno desde Moscú a Nueva York».

– ¿No debería añadir también Londres?

– No. Ella ya sabe que serán el número uno en Londres.

– ¿Y qué debo hacer con respecto a Gary Deakins?

– Llame al arzobispo y dígale que voy a construir ese nuevo tejado que tan desesperadamente necesita su catedral. Espere un mes y luego le envía un cheque por importe de diez mil dólares.

Heather asintió, cerró el cuaderno de notas y preguntó:

– ¿Desea recibir llamadas?

– Sólo de Austin Pierson. -Tras una breve pausa, añadió-: Me lo pasa directamente en cuanto llame.

Heather se volvió y salió del despacho.

Townsend hizo oscilar el sillón giratorio y se quedó mirando fijamente por la ventana. Trató de recordar la conversación mantenida con su asesora financiera cuando ella le llamó a su avión privado, en vuelo de regreso desde Honolulú.

– Acabo de salir de la reunión con Pierson -le informó-. Ha durado más de una hora, pero él seguía sin tomar una decisión cuando le dejé.

– ¿Que no ha tomado una decisión?

– No. Todavía necesita consultar con el comité financiero del banco, antes de tomar una decisión final.

– Pero, seguramente, ahora que todos los demás bancos están de acuerdo, Pierson no puede…

– Puede hacerlo, y es posible que lo haga. Procure recordar que es el presidente de un pequeño banco de Ohio. No le interesa lo que otros bancos hayan podido acordar. Y después de toda la mala prensa que ha recibido usted en las últimas semanas, a él sólo le interesa ahora una cosa.

– ¿Y qué es?

– Cubrirse las espaldas -contestó la asesora.

– Pero ¿es que no se da cuenta de que todos los demás bancos se echarán atrás si él no está de acuerdo con el plan general?

– Sí, se da cuenta de ello, pero al decírselo así se limitó a encogerse de hombros y replicó: «En cuyo caso, tendré que correr mi suerte junto con todos los demás». -Townsend empezó a maldecir y E. B. añadió-: Pero me prometió una cosa.

– ¿Qué fue?

– Que llamaría en cuanto el comité hubiera tomado su decisión.

– Muy generoso por su parte. ¿Qué espera que haga si la decisión va en contra de mis intereses?

– Que anuncie la declaración de prensa que acordamos -contestó ella.

Townsend sintió náuseas.

– ¿No puedo hacer ninguna otra cosa?

– No, nada -replicó la señorita Beresford con firmeza-. Sólo sentarse y esperar a que llame Pierson. Si quiero tomar el próximo vuelo a Nueva York, tendré que darme prisa. Estaré con usted hacia el mediodía.

Luego, la comunicación se cortó.

Townsend siguió pensando en las palabras de la señorita Beresford. Se levantó del sillón y empezó a recorrer el despacho. Se detuvo ante el espejo de la repisa de la chimenea para comprobar el nudo de la corbata. No había tenido tiempo de cambiarse de ropa desde que bajó del avión, y eso se notaba. Por primera vez, no pudo evitar el pensar que parecía más viejo de los sesenta y tres años que tenía. Pero eso no era nada sorprendente, después de todo por lo que le había hecho pasar E. B. durante las últimas seis semanas. Hubiera sido el primero en admitir que, si hubiese buscado su asesoramiento un poco antes, quizá no dependería ahora tanto de la llamada del presidente de un pequeño banco en Ohio.

Miró fijamente el teléfono, con el deseo de que sonara. Pero no lo hizo. No hizo el menor intento por revisar el montón de cartas que Heather le había dejado para la firma. Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando se abrió la puerta y entró Heather. Le entregó una sola hoja de papel. En ella había una lista de nombres, dispuestos por orden alfabético.

– Pensé que esto podría serle útil -dijo ella.

Después de treinta y cinco años de trabajar para él, sabía que no era precisamente la clase de hombre dispuesto a sentarse y esperar.

Townsend recorrió la lista de nombres con el dedo, y lo hizo lentamente, de una forma poco habitual en él. Ninguno de ellos significaba nada para él. Junto a tres de ellos aparecía un asterisco, para indicar que habían trabajado para la Global Corp. en el pasado. Actualmente tenía empleadas a treinta y siete mil personas, treinta y seis mil de las cuales no conocía. Pero tres de los que habían trabajado para él en algún momento de sus carreras, se hallaban incluidos ahora en la nómina del Cleveland Sentinel , un periódico cuya existencia le era desconocida.

– ¿Quién es el propietario del Sentinel ? -preguntó, con la esperanza de poder ejercer alguna presión sobre él.

– Richard Armstrong -contestó Heather con voz monótona.

– Sólo me faltaba eso.

– En realidad, no controla usted ningún periódico en varias decenas de kilómetros a la redonda de Cleveland -siguió diciendo Heather-. Sólo una emisora de radio al sur de la ciudad, que emite música country y western.

En ese momento, Townsend habría cambiado gustosamente el New York Star por el Cleveland Sentinel . Miró de nuevo los tres nombres con asterisco, pero seguían sin tener ningún significado para él. Levantó la mirada hacia Heather.

– ¿Me sigue queriendo alguno de ellos? -preguntó con una sonrisa forzada.

– Barbara Bennett, desde luego que no -contestó Heather-. Es la redactora jefa de moda del Sentinel . Fue despedida de su periódico local en Seattle, pocos días después de que usted se hiciera cargo del mismo. Planteó un juicio por despido improcedente, y afirmó que su sustituía mantenía relaciones amorosas con el director. Terminamos por solucionar el asunto al margen de los tribunales. Pero, durante la audiencia preliminar, le describió a usted como «nada más que un vendedor ambulante de pornografía, cuyo único interés es la cuenta de pérdidas y ganancias». Dio usted instrucciones para que no se la volviera a emplear nunca en ninguno de sus periódicos.

Townsend sabía que esa lista concreta debía de tener por lo menos mil nombres, cada uno de los cuales se sentiría muy feliz de mojar sus plumas en sangre al redactar su esquela mortuoria para las primeras ediciones del día siguiente.

– ¿Mark Kendall? -preguntó.

– Encargado de la sección de delitos -informó Heather-. Trabajó para el New York Star durante unos pocos meses, pero no tenemos datos de que llegara usted a conocerlo.

La mirada de Townsend se detuvo sobre otro nombre desconocido, y esperó a que Heather le diera los detalles. Sabía que ella se reservaría lo mejor para el final; incluso parecía disfrutar teniendo alguna ventaja sobre él.

– Malcolm McCreedy. Editor de crónicas del Sentinel . Trabajó para la empresa en el Melbourne Courier , entre 1979 y 1984. En aquellos tiempos solía contar a todos los del periódico que usted y él habían sido compañeros de farra desde mucho tiempo antes. Fue despedido porque en reiteradas ocasiones no logró entregar su crónica a tiempo. Parece ser que el whisky de malta era lo primero que llamaba su atención después de la conferencia matinal en la redacción, y cualquier cosa con faldas después del almuerzo. A pesar de sus afirmaciones, no he encontrado prueba alguna de que usted le conociera.

Townsend se maravilló ante la gran cantidad de información que Heather había podido reunir en tan poco tiempo. Pero aceptaba el hecho de que, después de trabajar para él durante tanto tiempo, sus contactos debían de ser casi tan buenos como los suyos.

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