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Jeffrey Archer: El cuarto poder

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Jeffrey Archer El cuarto poder

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Las historias de Lubji, húngaro judío perseguido durante la segunda guerra mundial, y la de Kent, joven adinerado que descubre sus facultades de líder, sirven de escenario para que el gran Jeffrey Archer, dibuje con magistralidad y estilo propio, los pormenores de la vida del mundo de la prensa en EL CUARTO PODER, popular novela que fue llevada a la pantalla, y que muestra descarnadamente los laberintos de la información desde un punto de vista desprovisto de concesiones. Lubji emerge de un pasado lleno de frio y soledad, donde debe escapar de su mundo para lograr salvar la vida mientras sus habilidades de comerciante le permiten sobrevivir en el gélido ambiente de una Europa desgarrada por la lucha fratricida con la amenaza de Adolf Hitler rondando la buena marcha de la paz y la concordia. Kent, por su parte, entre apuestas en el hipódromo, y su propio despertar sexual mientras participó en intrigas y maldades, va envolviéndose en un mundo donde el conocimiento es la llave del éxito. Escrita con un estilo fuerte e incluyente, El Cuarto Poder es un retrato perfecto del rostro de los grandes magnates que encajan muy bien en la máxima de Balzac, "Detrás de cada gran fortuna, hay un gran crimen". Esta novela es un fiel reflejo de dos historias unidas por la sagacidad y el destino, y que los lleva al inevitable choque.

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El saco de grano quedó en un rincón de la cocina, las patatas se quedaron en la caja de madera y el pescado se colgó junto a la ventana. Zelta comprobó luego las tallas de las prendas de ropa, antes de decidir a cuál de sus hijos irían a parar. Los zapatos quedaron fuera de la puerta, para el que los necesitara. Finalmente, la hebilla fue depositada en una pequeña caja de cartón, que Lubji vio ocultar a su madre bajo una tabla suelta del piso, al lado de la cama de su padre.

Aquella noche, mientras el resto de la familia dormía, Lubji decidió que había seguido a su padre hasta los pastos por última vez. A la mañana siguiente, cuando su padre se levantó, Lubji introdujo los pies en los zapatos dejados junto a la puerta, para descubrir que eran demasiado grandes para él. Siguió a su padre fuera de la casa, pero en esta ocasión sólo lo acompañó hasta las afueras de la ciudad, donde se ocultó detrás de un árbol. Observó mientras su padre desaparecía de la vista, sin mirar ni una sola vez hacia atrás para ver si lo seguía el heredero de su reino.

Lubji se volvió y echó a correr hacia el mercado. Se pasó el resto del día deambulando entre los puestos, dedicado a descubrir qué ofrecía cada uno de ellos. Algunos vendían frutas y verduras, mientras que otros se especializaban en muebles o artículos para el hogar. Pero la mayoría de ellos parecían dispuestos a comerciar con cualquier cosa siempre y cuando creyeran poder obtener un beneficio. Disfrutó observando las diferentes técnicas empleadas por los comerciantes para regatear con sus clientes: algunos se mostraban fanfarrones, otros los camelaban, y casi todos mentían sobre el origen de sus mercancías. Lo que hacía que todo fuera más apasionante para Lubji eran los diferentes idiomas que empleaban al hablar. Descubrió rápidamente que la mayoría de los clientes terminaban por hacer compras de poco provecho, como su padre. Por la tarde escuchó con mayor cuidado, y empezó a captar unas pocas palabras en otros idiomas que no eran el suyo.

Aquella noche, al regresar a casa, tenía muchas preguntas que hacerle a su madre y, por primera vez, descubrió que había algunas a las que ni siquiera ella podía contestar. Su comentario final de aquella noche, después de que otra pregunta quedara sin contestar, fue; «Ya va siendo hora de que vayas a la escuela, pequeño». El único problema era que en Douski no existía escuela para alguien tan pequeño como él. Zelta resolvió que, en cuanto se le presentara la ocasión, hablaría con su tío acerca del problema. Al fin y al cabo, y con un cerebro tan bueno como el de Lubji, su hijo bien podría terminar por convertirse en un rabino.

A la mañana siguiente, Lubji se levantó incluso antes que su padre se agitara en su sueño, se puso el par de zapatos grandes y salió de la casa a hurtadillas, sin despertar a sus hermanos y hermanas. Corrió todo el trayecto hasta el mercado y, una vez más, se dedicó a deambular entre los puestos, a observar a los comerciantes que disponían sus artículos y se preparaban para el día que les esperaba. Los oyó discutir, y poco a poco comprendió más y más de lo que decían. También empezó a darse cuenta de qué había querido decir su madre al comentarle que tenía un don divino para los idiomas. Lo que ella no podía saber es que también era un genio para el trueque.

Lubji se sintió como hipnotizado mientras veía a alguien intercambiar una docena de velas por un pollo, mientras que otro se desprendía de un aparador, a cambio de dos sacos de patatas. Más tarde observó cómo se ofrecía una cabra a cambio de una gastada alfombra, y cómo se entregaba un carromato de leña a cambio de un colchón. Cómo hubiera deseado tener aquel colchón, mucho más grande y mullido que el colchón en el que dormía toda su familia.

A partir de entonces, cada mañana acudía al mercado. Aprendió así que la habilidad de un comerciante no sólo dependía de los artículos que pusiera a la venta, sino, sobre todo, de su capacidad para convencer al cliente de su necesidad de tenerlos. Sólo tardó unos pocos días en darse cuenta de que quienes manejaban los papeles de colores no sólo iban mejor vestidos, sino que se hallaban en una posición incuestionablemente más fuerte para conseguir una buena ganga.

Cuando su padre decidió que había llegado el momento de llevar sus dos siguientes vacas al mercado, el niño de seis años ya estaba más que preparado para hacerse cargo del regateo. Aquella noche, el comerciante en ciernes volvió a conducir a su padre de regreso a casa. Pero una vez que el hombre, totalmente borracho, se derrumbó sobre el colchón, su madre no pudo evitar el quedarse mirando fijamente el gran montón de artículos que su hijo dejó ante ella.

Lubji se pasó más de una hora ayudándola a distribuir los artículos entre el resto de la familia, pero no le dijo que aún le quedaba uno de aquellos papeles de colores con un «diez» grabado en él. Deseaba descubrir qué más podía comprar con aquel billete.

A la mañana siguiente, Lubji no se dirigió directamente al mercado y, por primera vez en su vida, se aventuró por la calle Schull para estudiar lo que se vendía en las tiendas que su tío abuelo visitaba de vez en cuando. Se detuvo ante una panadería, una carnicería, una tienda de cerámica, otra de ropa y, finalmente, una joyería, la del señor Lekski, el único establecimiento que mostraba un nombre impreso en letras doradas sobre la puerta. Observó un broche expuesto en el centro del escaparate. Era incluso más hermoso que el que su madre lucía todos los años por el Rosh Hashanah y que, según le comentó una vez, era una herencia de familia. Aquella noche, al regresar a casa, se quedó de pie junto al fuego, mientras su madre preparaba la cena, de un solo plato. Informó a su madre que las tiendas no eran más que puestos de venta fijos, con escaparates que daban a la calle, y que tras apretar la nariz contra el cristal y mirar hacia el interior, vio que casi todos los clientes comerciaban con trozos de papel, y nunca hacían ningún intento por regatear con el tendero.

Al día siguiente, Lubji regresó a la calle Schull. Se sacó el trozo de papel del bolsillo y lo estudió durante un tiempo. Aún no tenía ni la menor idea de lo que alguien pudiera darle a cambio. Después de pasarse una hora mirando por los escaparates, entró lleno de seguridad en sí mismo en la panadería y entregó el billete al hombre que estaba situado al otro lado del mostrador. El panadero lo tomó y se encogió de hombros. Lubji señaló esperanzado una hogaza de pan, sobre la estantería situada por detrás del hombre, que el tendero le entregó. Satisfecho con la transacción, el pequeño se dio media vuelta, dispuesto a marcharse.

– No te olvides del cambio -le dijo entonces el tendero.

Lubji se volvió hacia él, sin saber muy bien a qué se refería. Vio entonces que el tendero depositaba el billete en una caja de estaño y extraía de ella unas monedas, que le entregó por encima del mostrador.

Una vez que hubo regresado a la calle, el niño de seis años estudió las monedas con mucho interés. Tenían números grabados por una cara, y la cabeza de un hombre que no reconoció por la otra.

Animado por esta transacción, se dirigió a la tienda de cerámica, donde compró un cuenco que esperaba fuera de alguna utilidad para su madre, a cambio del cual entregó la mitad de sus monedas.

A continuación, Lubji se detuvo ante la tienda del señor Lekski, el joyero, donde sus ojos no se apartaron durante un buen rato del hermoso broche mostrado en el centro del escaparate. Finalmente, abrió la puerta y se dirigió hacia el mostrador, para encontrarse ante un hombre que llevaba un traje y un lazo.

– ¿En qué puedo ayudarte, pequeño? -le preguntó el señor Lekski, que se inclinó sobre el mostrador para mirarlo.

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