Seis semanas más tarde, Armstrong tomó posesión del New York Tribune . El titular de la primera página del periódico de aquella tarde informaba a los neoyorquinos: «¡DICK TOMA EL MANDO!».
Townsend se enteró de la oferta de Armstrong de adquirir el Tribune por veinticinco centavos en el programa Today , cuando estaba a punto de meterse en la ducha. Se detuvo y observó a su rival en la pantalla del televisor, repantigado en un sillón y llevando una gorra roja de béisbol, con la leyenda «The N. Y. Tribune» grabada en ella.
– Tengo la intención de mantener en las calles al periódico más grande de Nueva York -le decía a Barbara Walters-, me cueste lo que me cueste.
– El Star ya está en las calles -dijo Townsend, como si Armstrong estuviera en la habitación y pudiera oírle.
– Y seguir ofreciendo trabajo a los mejores periodistas de Estados Unidos.
– Ésos ya trabajan para el Star .
– Y quizá, si tengo un poco de suerte, hasta es posible que consiga unos pocos de beneficios -añadió Armstrong con una risa.
– Deberás tener mucha suerte para eso -dijo Townsend-. Pregúntale ahora cómo piensa negociar con los sindicatos -añadió, mirando fijamente a Barbara Walters.
– Pero ¿no existe un gran problema de exceso de personal, que ha agobiado al Tribune durante las tres últimas décadas?
Townsend dejó abierto el grifo de la ducha, mientras esperaba a escuchar la respuesta.
– Es posible que haya sido así en el pasado, Barbara -contestó Armstrong-. Pero les he dejado bien claro a los sindicatos afectados que si no aceptan los recortes que propongo en el personal, no me quedará más alternativa que cerrar el periódico de una vez por todas.
– ¿Cuánto tiempo les darás para que decidan? -preguntó Townsend.
– ¿Y durante cuánto tiempo estará dispuesto a seguir perdiendo más de un millón de dólares a la semana antes de cumplir con esa amenaza?
La mirada de Townsend no se apartó en ningún momento de la pantalla.
– No he podido dejar más clara mi postura a los líderes sindicales -contestó Armstrong con firmeza-. Seis semanas como máximo.
– Pues le deseo mucha suerte, señor Armstrong -dijo Barbara Walters-. Espero poder entrevistarle de nuevo dentro de seis semanas.
– Una invitación que me sentiré feliz de aceptar, Barbara -dijo Armstrong llevándose los dedos a la punta de la gorra de béisbol.
Townsend apagó el televisor, se quitó el batín y se metió en la ducha.
A partir de ese momento no necesitó emplear a nadie para que le mantuviera informado de los planes de Armstrong. Por una inversión de veinticinco centavos diarios quedaba perfectamente informado con la lectura de las páginas del Tribune . Woody Allen sugirió que se necesitaría que un avión se estrellara en el centro de Queens para que Armstrong desapareciera de la primera página del periódico, y aun así tendría que tratarse de un Concorde.
Townsend también se enfrentaba al mismo problema con los sindicatos. Cuando en el Star se inició una huelga, el Tribune casi duplicó su tirada de la noche a la mañana. Armstrong empezó a aparecer en todos los canales de televisión que quisieron entrevistarle, para decirle a los neoyorquinos que «si se sabe negociar con los sindicatos, las huelgas son totalmente innecesarias». Los líderes sindicales comprendieron rápidamente que Armstrong disfrutaba apareciendo en la primera página del periódico y en los programas de la televisión, y que estaba poco dispuesto a cerrar el Tribune o admitir que había fracasado.
Cuando Townsend llegó finalmente a un acuerdo con los sindicatos, el Star no había salido a la calle desde hacía dos meses y había perdido varios millones de dólares. Necesitó emplear buena parte de su tiempo en reconstruir la circulación del periódico. Las cifras del Tribune , sin embargo, no se vieron ayudadas por una serie de titulares que comunicaban a los neoyorquinos que «Dick muerde la Gran Manzana», «Dick lanza por los Yanquis» y «El mágico Dick encesta por los Nicks». Pero todo eso pareció poco en cuanto regresaron las tropas enviadas al Golfo y la ciudad ofreció a los héroes que regresaban a casa un desfile de bienvenida a lo largo de la Quinta Avenida. La primera página del Tribune publicó una foto de Armstrong de pie en el podio, entre el general Schwarzkopf y el mayor Dinkins; en los artículos interiores, que cubrían el acontecimiento con todo lujo de detalles, el nombre del capitán Armstrong, Cruz Militar, se mencionaba en cuatro páginas diferentes.
Pero, a medida que pasaron las semanas, Townsend no encontró la menor alusión a que Armstrong hubiera llegado a un acuerdo con los sindicatos de impresores, por mucho que buscara en las columnas del Tribune . Seis semanas más tarde, al ser invitado de nuevo para acudir al programa de Barbara Walters, el secretario de prensa de Armstrong le comunicó que nada le habría gustado más, pero que tenía que estar en Londres para asistir a una reunión del consejo de administración de la compañía madre.
Eso, al menos, era cierto, aunque sólo porque Peter Wakeham le había llamado para advertirle que sir Paul había decidido seguir el sendero de la guerra, y exigía saber durante cuánto tiempo más tenía la intención de mantener el New York Tribune en las calles mientras seguía perdiendo más de un millón de dólares a la semana.
– ¿Quién se imagina que le ha permitido mantenerse en su puesto como presidente? -replicó Armstrong.
– No puedo estar más de acuerdo con usted -asintió Peter-. Pero me pareció que debía saber lo que sir Paul le está diciendo a todo el mundo.
– En tal caso tendré que regresar y explicarle unas pocas verdades a sir Paul, ¿no le parece?
La limusina se detuvo en el tribunal del distrito, en el Lower Manhattan, pocos minutos antes de las diez y media. Townsend, acompañado por su abogado, bajó del coche y subió rápidamente los escalones de acceso al tribunal.
Tom Spencer había visitado el edificio el día anterior para ocuparse de todas las formalidades legales, de modo que sabía exactamente adónde tenía que ir su cliente, y lo condujo a través del dédalo de pasillos. Una vez que entraron en la sala del tribunal, los dos se apretaron en uno de los atestados bancos situados al fondo, y esperaron pacientemente. La sala estaba llena de gente que hablaba en idiomas diferentes. Ellos aguardaron en silencio entre dos cubanos, y Townsend se preguntó si había tomado la decisión correcta. Tom no había dejado de señalarle que, si deseaba expandir su imperio, aquella era la única forma que le quedaba, aun sabiendo que tanto sus compatriotas como los más destacados estamentos británicos, se mostrarían muy críticos con sus razones. Lo que no podía decirles era que ninguna fórmula de palabras podía hacer que se sintiera más que como australiano.
Veinte minutos más tarde, un juez con una larga toga negra entró en el tribunal y todos los presentes se levantaron. Una vez que él hubo tomado asiento en el banco, un funcionario de inmigración se adelantó y dijo:
– Señoría, solicito permiso para presentarle a ciento setenta y dos inmigrantes para su consideración como ciudadanos estadounidenses.
– ¿Han cumplido todos ellos con el procedimiento correcto, tal como exige la ley? -preguntó el juez con solemnidad.
– Así lo han hecho, señoría -contestó el funcionario.
– En ese caso puede proceder a tomarles el juramento de fidelidad.
Townsend y otros 171 futuros ciudadanos estadounidenses recitaron al unísono las palabras que había leído por primera vez en el coche, durante el trayecto hasta el tribunal.
Читать дальше