Jeffrey Archer - El cuarto poder

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Las historias de Lubji, húngaro judío perseguido durante la segunda guerra mundial, y la de Kent, joven adinerado que descubre sus facultades de líder, sirven de escenario para que el gran Jeffrey Archer, dibuje con magistralidad y estilo propio, los pormenores de la vida del mundo de la prensa en EL CUARTO PODER, popular novela que fue llevada a la pantalla, y que muestra descarnadamente los laberintos de la información desde un punto de vista desprovisto de concesiones. Lubji emerge de un pasado lleno de frio y soledad, donde debe escapar de su mundo para lograr salvar la vida mientras sus habilidades de comerciante le permiten sobrevivir en el gélido ambiente de una Europa desgarrada por la lucha fratricida con la amenaza de Adolf Hitler rondando la buena marcha de la paz y la concordia.
Kent, por su parte, entre apuestas en el hipódromo, y su propio despertar sexual mientras participó en intrigas y maldades, va envolviéndose en un mundo donde el conocimiento es la llave del éxito. Escrita con un estilo fuerte e incluyente, El Cuarto Poder es un retrato perfecto del rostro de los grandes magnates que encajan muy bien en la máxima de Balzac, "Detrás de cada gran fortuna, hay un gran crimen". Esta novela es un fiel reflejo de dos historias unidas por la sagacidad y el destino, y que los lleva al inevitable choque.

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– No obstante -siguió diciendo Chapman-, debo informar al consejo que me he asesorado debidamente y aunque estas cantidades puedan indicar un gran superávit sobre el papel, eso no es más que un necesario cojín de amortiguación, teniendo en cuenta el aumento en las expectativas de vida que se produce cada año.

– Comprendemos su punto de vista -dijo sir Paul-. ¿Algún otro asunto?

Nadie dijo nada, y los directores empezaron a enfundar sus plumas, cerrar las carpetas y guardarlas en sus maletines.

– Bien -dijo sir Paul-, en ese claro declaro cerrada la reunión, y todos podemos pasar a almorzar.

En cuanto salieron de la sala del consejo y entraron en el comedor, Armstrong se dirigió directamente a la cabecera de la mesa, se sentó y empezó a atacar el primer plato, sin esperar a que los demás se sentaran. Le hizo una seña a Eric Chapman al entrar éste en el comedor, para indicarle que quería que se sentara a su derecha, mientras que Peter Wakeham se sentó a su izquierda. Sir Paul encontró un asiento vacío hacia el centro de la mesa, en el lado derecho.

Armstrong dejó que el secretario de la compañía hablara un rato de su handicap en el golf, y del estado del gobierno y de la economía. No demostró mucho interés en sus opiniones sobre Nick Faldo, Neil Kinnock o Alan Walters. Pero en cuanto Chapman empezó a hablar de lo que más le apasionaba, el fondo de pensiones, escuchó con atención cada una de sus palabras.

– Para ser justos, Dick, es a usted a quien debemos estar agradecidos -admitió Chapman-. Fue usted el que detectó la mina de oro que nos estaban entregando. No es que sea nuestra en realidad, claro. Pero los superávits siempre constituyen una buena lectura en el balance anual, por no hablar de las cuentas auditadas que se tienen que presentar en la junta general de accionistas.

Después de que se cubrieran con salsa las cinco rebanadas de exquisito roast beef que sirvieron en el plato de Armstrong, éste volvió su atención hacia Peter, que seguía demostrándole la devoción servil a la que se había acostumbrado desde que ambos sirvieran juntos en Berlín.

– ¿Por qué no vuela usted a Nueva York y pasa conmigo unos pocos días, Peter? -le sugirió, mientras una camarera seguía sirviéndole patatas en un plato aparte-. De ese modo podrá ver contra qué me tengo que enfrentar en lo que se refiere a los sindicatos y, lo que es más importantes, lo mucho que he conseguido hasta ahora. Luego, si por alguna razón no pudiera regresar a tiempo para participar en la próxima reunión mensual, siempre puede informar al consejo en mi nombre.

– Si eso es lo que desea -dijo Peter, a quien le gustó la idea de visitar Nueva York, pero confió en que fuera el propio Dick quien informara al consejo al mes siguiente.

– Tome el Concorde el lunes que viene -dijo Armstrong-. Por la tarde, tengo una reunión acordada con Sean O'Reilly, uno de los líderes sindicales más importantes del periódico. Me gustaría que estuviera usted presente para que vea cómo lo trato.

Después del almuerzo, Armstrong regresó a su despacho para encontrarse con una montaña de correspondencia sobre su mesa. Ni siquiera hizo el intento de revisarla. Tomó el teléfono y pidió que le pusieran con el departamento de contabilidad. En cuanto contestaron a su llamada, preguntó:

– Fred, ¿puede hacerme llegar un talonario de cheques? Sólo estaré en Inglaterra unas pocas horas y…

– No soy Fred, señor -fue la respuesta-, sino Mark Tenby.

– Entonces póngame con Fred, ¿quiere?

– Fred se jubiló hace tres meses, señor -le informó el nuevo contable jefe-. Sir Paul me nombró a mí en su lugar.

Armstrong estuvo a punto de preguntar: «¿Con qué autoridad?», pero se lo pensó mejor.

– Estupendo. Entonces quizá pueda enviarme inmediatamente ese talonario de cheques. Salgo para Estados Unidos dentro de un par de horas.

– Desde luego, señor Armstrong. ¿De la cuenta personal o de la compañía?

– De la cuenta del fondo de pensiones -contestó con naturalidad-. Haré un par de inversiones en nombre de la compañía mientras estoy en Estados Unidos.

Se produjo un largo silencio que Armstrong había esperado.

– Sí, señor -dijo finalmente el contable jefe-. Naturalmente, necesitará usted la firma de un segundo director para manejar esa cuenta en particular, como estoy seguro que ya sabe, señor Armstrong. Y debo recordarle que va en contra de las leyes de las sociedades anónimas el invertir dinero de un fondo de pensiones en cualquier otra empresa en la que tengamos acciones mayoritarias.

– No necesito que me dé lecciones sobre las leyes de sociedades anónimas, jovencito -gritó Armstrong y colgó el teléfono con fuerza-. Condenado estúpido -exclamó en la habitación vacía-. ¿Quién se cree que le paga su salario?

Una vez recibido el talonario de cheques, Armstrong abandonó toda apariencia de dedicarse a trabajar y salió del despacho sin despedirse siquiera de Pamela. Tomó el ascensor hasta el techo y dio órdenes al piloto del helicóptero para que lo llevara a Heathrow. Tras despegar, contempló Londres sin ningún atisbo del mismo afecto que ahora sentía por Nueva York.

Aterrizó en Heathrow veinte minutos más tarde, y se dirigió rápidamente a la sala de espera de ejecutivos. Mientras esperaba a subir a su vuelo, uno o dos estadounidenses se le acercaron para estrecharle la mano y expresarle su agradecimiento por lo que estaba haciendo por los ciudadanos de Nueva York. Sonrió y empezó a preguntarse qué habría sido de su vida si el barco en el que escapó hacía tantos años hubiera atracado en Ellis Island, en lugar de hacerlo en Liverpool. Quizá hubiera podido terminar por sentarse en la Casa Blanca.

Se llamó a los pasajeros de su vuelo y se instaló en la parte delantera del avión. Después de que le sirvieran un almuerzo inadecuado, durmió intermitentemente durante un par de horas. Cuanto más se acercaba a la costa este de Estados Unidos, más seguro se sentía de poder salir adelante. Dentro de un año, el Tribune no sólo vendería más ejemplares que el Star , sino que declararía unos beneficios que hasta el propio sir Paul Maitland tendría que reconocer que había conseguido él solo. Y con la perspectiva de un gobierno laborista en el poder, nadie sabía lo que sería capaz de alcanzar. Garabateó en el menú: «Sir Richard Armstrong» y pocos momentos más tarde lo tachó y escribió debajo: «Honorable lord Armstrong de Headley».

Al aterrizar en la pista del aeropuerto Kennedy se sentía de nuevo como un hombre joven, y ya estaba impaciente por encontrarse de nuevo en su despacho. Al pasar por la aduana, observó a unos pasajeros que le señalaban y oyó murmurar: «Mira, es Dick Armstrong». Algunos de ellos hasta le saludaron. Fingió no darse cuenta, pero la sonrisa no abandonó en ningún momento la expresión de su rostro. Su limusina le esperaba ya en la sección de personalidades importantes, y fue transportado rápidamente hacia Manhattan. Se arrellanó en el asiento de atrás y encendió el televisor, pasando de un canal a otro hasta que, de repente, un rostro familiar llamó su atención.

– Ha llegado el momento de jubilarme y concentrarme en el trabajo de mi fundación -dijo Henry Sinclair, el presidente de Multi Media, el imperio editorial más grande del mundo.

Armstrong escuchaba las palabras de Sinclair y se preguntaba a qué precio estaría dispuesto a vender cuando el coche se detuvo frente al edificio del Tribune .

Armstrong descendió pesadamente del coche y cruzó la acera. Después de empujar las puertas giratorias, la gente que encontró en el vestíbulo le aplaudió hasta que llegó al ascensor. Les sonrió a todos, como si aquello fuera algo que le sucediera habitualmente fuera adonde fuese. Un cargo sindical vio cómo se cerraban las puertas del ascensor y se preguntó si el propietario llegaría a enterarse alguna vez de que los miembros del sindicato habían recibido instrucciones para aplaudirle cuando y donde apareciera.

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