Jeffrey Archer - En pocas palabras

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Quince muestras del talento multiforme y sutil de Jeffrey Archer, quince relatos, irónicos unos, románticos otros, pero siempre llenos de ingenio y elegancia. Desde el cuento árabe, de estremecedora brevedad, “La muerte habla”, hasta la divertida jerarquía de personajes insatisfechos de “La hierba siempre es más verde”, pasando por historias de amor y entrega o por explorar las zonas oscuras de la legalidad y cómo de puede abusar de ellas, En pocas palabras lleva al lector a un universo siempre amable, pero en el que no dejan de aflorar los conflictos humanos que, a pesar de todo, constituyen la sal de la tierra.

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»La policía registró el edificio, pero no encontró ni rastro de La mujer reclinada. Estaban a punto de acusar a Jackson de entorpecer la labor de la policía, cuando le vieron de pie ante un gran pedazo de bronce.

»"Yo no dije que lo recuperarían en su estado original -dijo Jackson-. Solo prometí que les conduciría hasta la obra."El conservador hizo una pausa para permitir a los más lentos que se unieran a los coros de «ahs» y «ohs» de los demás, o cabecearan para expresar que habían entendido.

– Desprenderse de la obra de arte se había demostrado muy difícil, y como los delincuentes no albergaban el menor deseo de ser detenidos en posesión de objetos robados por un valor superior a un millón de libras, habían fundido La mujer reclinada. Jackson negó que conociera al responsable, pero admitió que alguien había intentado venderle el pedazo de bronce por mil libras… irónicamente, la cantidad exacta que el quinto duque había pagado por la obra maestra original.

»Unas semanas después, un enorme pedazo de bronce fue devuelto al National Trust. Recibimos con abatimiento la noticia de que la compañía de seguros se negaba a pagar ni un penique en compensación, afirmando que nos habían devuelto el bronce robado. Los abogados del Trust estudiaron la póliza de cabo a rabo, y descubrieron que teníamos derecho a reclamar el coste de devolver objetos dañados a su estado original. La compañía de seguros se rindió y accedió a pagar todos los gastos de la restauración.

»Nuestro siguiente paso fue acudir a la Fundación Henry Moore, para preguntar si podían ayudarnos de alguna manera. Estudiaron el pedazo de bronce durante varios días, y después de pesarlo y someterlo a análisis químicos, admitieron, en concordancia con el laboratorio de la policía, que bien podía ser el metal que fue vaciado en la escultura original comprada por el quinto duque.

»Tras muchas deliberaciones, la Fundación accedió a hacer una excepción sin precedentes en la práctica habitual de Henry Moore, siempre que el Trust cubriera los gastos de la fundición. Accedimos a esta condición, naturalmente, y terminamos con una factura de unos miles de libras, que cubrió nuestra póliza de seguros.

»Sin embargo, la Fundación añadió otras dos condiciones antes de acceder a crear esta decimotercera copia única. En primer lugar, insistieron en que nunca deberíamos permitir que la escultura se pusiera a la venta, pública o privada. En segundo, si la copia robada reaparecía en cualquier parte del mundo, devolveríamos de inmediato la decimotercera a la Fundación, para que pudiera fundirla.

«El Trust aceptó las condiciones, y por eso hoy pueden disfrutar de esta obra maestra que tienen ante los ojos.

Estalló una salva de aplausos, y el conservador hizo una pequeña reverencia.

Me acordé de esta historia años después, cuando asistí a una subasta de arte moderno en la Sotheby Parke-Bernet de Nueva York, donde se subastó la tercera copia de La mujer reclinada por un millón seiscientos mil dólares.

Estoy seguro de que Scotland Yard ha cerrado el caso de la sexta copia desaparecida de La mujer reclinada, obra de Henry Moore, porque considera el delito resuelto. Sin embargo, el inspector jefe que se había ocupado de la investigación admitió ante mí en privado que, si un delincuente emprendedor fuera capaz de convencer a una fundición de que vaciara otra copia de La mujer reclinada, y la marcara «6/12», podría venderla a un cliente de los que «encargan robos» por un cuarto de millón de libras, aproximadamente. De hecho, nadie puede estar absolutamente seguro de cuántas sextas copias de La mujer reclinada se encuentran hoy en manos privadas.

LA HIERBA SIEMPRE ES MÁS VERDE …

Bill despertó con un sobresalto. Siempre sucedía lo mismo después de dormir a pierna suelta todo el fin de semana. El lunes por la mañana, en cuanto el sol salía, llegaba la hora de marcharse, como todo el mundo daba por sentado. Había dormido bajo la arcada del Critchley's Bank durante más años de los que muchos empleados llevaban trabajando en el edificio.

Bill aparecía cada noche a las siete de la tarde para reclamar su rincón. Claro que nadie osaría ocupar su puesto después de tantos años. Durante la pasada década les había visto ir y venir, algunos con corazones cié oro, otros de plata y algunos de bronce. Casi todos los de bronce solo estaban interesados en la otra clase de oro. Había deducido quién era quién, y no solo por la forma de tratarle.

Echó un vistazo al reloj que había sobre la puerta: las seis menos diez. El joven Kevin aparecería por la puerta en cualquier momento y preguntaría si era tan amable de marcharse. Un buen chico, Kevin. De vez en cuando le daba uno o dos chelines, lo cual debía ser un sacrificio para él, ahora que esperaba otro hijo. Lo único cierto era que los arrogantes que llegaban más tarde no le tratarían con la misma consideración.

Bill se permitió soñar un momento. Le habría gustado ocupar el puesto de Kevin, vestido con aquel abrigo pesado y confortable, y el sombrero picudo. Aun así, seguiría en la calle, pero con un trabajo de verdad y una paga fija. Algunas personas tenían toda la suerte del mundo. Lo único que Kevin debía hacer era decir: «Buenos días, señor. Espero que haya pasado un fin de semana agradable». Ni siquiera tenía que abrirles la puerta, porque eran automáticas.

Pero Bill no se quejaba. No había sido un mal fin de semana. No había llovido, y ahora la policía nunca intentaba echarle, desde que había visto al hombre del IRA aparcando su furgoneta delante del banco, tantos años antes. Eso fue gracias a su experiencia militar.

Había conseguido hacerse con un ejemplar del Financial Times del viernes y del Daily Mail del sábado. El Financial Times le recordó que debería haber invertido en las empresas de Internet, en detrimento de los fabricantes de ropa, porque sus acciones estaban bajando a la velocidad del rayo, como consecuencia del descenso de ventas en High Street. Debía ser la única persona relacionada con el banco que leía el Financial Times de cabo a rabo, y desde luego la única que lo utilizaba como manta.

Había rescatado el Mail del cubo de basura situado detrás del edificio. Era sorprendente lo que algunos yuppies tiraban en aquel cubo. Había encontrado de todo, desde un Rolex a un paquete de condones. Claro que ni uno ni otro le hacían la menor falta. Había suficientes relojes en la City sin necesidad de otro, y en cuanto a los condones… No los había necesitado desde que abandonara el ejército. Había vendido el reloj y regalado los condones a Vince, quien tenía la exclusiva del Bank of America. Vince siempre estaba alardeando de sus últimas conquistas, lo cual parecía improbable dadas las circunstancias. Bill había decidido aceptar su farol y darle los condones como regalo de Navidad.

Las luces se estaban encendiendo en todo el edificio, y cuando Bill miró por la ventana de cristal vio que Kevin se estaba poniendo el abrigo. Había llegado el momento de recoger sus pertenencias y largarse. No quería poner a Kevin en un aprieto, sobre todo porque confiaba en que el chico pronto conseguiría el ascenso que merecía.

Bill enrolló su saco de dormir, un regalo del presidente, que no había esperado a Navidad para dárselo. No, ese no era el estilo de sir William. Un caballero nato, con debilidad por las mujeres. ¿Quién podía culparle? Bill había visto a una o dos subir en el ascensor a altas horas de la noche, y dudó de que fueran a pedirle consejo sobre sus acciones. Quizá debería haberle regalado a él el paquete de condones.

Dobló sus dos mantas, una que había comprado con la venta del reloj, y la que había heredado cuando Irish murió. Echaba de menos a Irish. Media barra de pan por la puerta trasera del City Club, después de que hubiera aconsejado al gerente vender fabricantes de ropa y comprar Internet, aunque aquel se había reído. Embutió sus escasas posesiones en la bolsa de QC, otro botín de un cubo de basura, esta vez detrás del Old Bailey.

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