Ruth pasó una noche de insomnio dando vueltas. Después de conseguir dormir unas pocas horas, decidió que lo mejor era levantarse y prepararse una taza de té. Empezó a ojear el correo, y solo se detuvo cuando encontró un sobre grande con matasellos de Londres y el marchamo de «Urgente».
Lo abrió y extrajo un documento que la hizo sonreír: «Una sentencia definitiva se ha acordado entre las antedichas partes: Max Donald Bennett y Ruth Ethel Bennett».
– Eso lo arregla de una vez por todas -dijo en voz alta, y llamó de inmediato a Gerald para darle la buena noticia.
– Decepcionante -dijo él.
– ¿Decepcionante? -repitió ella.
– Sí, querida. No tienes ni idea del prestigio que ha logrado mi calle desde que los chicos del colegio descubrieron que me había ido de vacaciones con una mujer casada.
Ruth rió.
– Compórtate, Gerald, e intenta acostumbrarte a la idea de que vas a ser un respetable hombre casado.
– Estoy impaciente -dijo Gerald-, pero hay que darse prisa. Una cosa es vivir en pecado, y otra muy distinta llegar tarde a los rezos de la mañana.
Ruth fue al cuarto de baño y se subió a la báscula. Gimió cuando vio dónde se detenía la flecha. Decidió que aquella mañana tendría que pasarse una hora en el gimnasio, como mínimo. El teléfono sonó cuando entraba en el baño. Salió y cogió una toalla, pensando que debía ser Gerald otra vez.
– Buenos días, señora Bennett -dijo una voz bastante oficial. Odiaba hasta el sonido de aquel apellido.
– Buenos días -contestó.
– Soy el señor Craddock, señora. He intentado ponerme en contacto con usted durante las tres últimas semanas.
– Oh, lo siento muchísimo -dijo Ruth-. Anoche regresé de pasar unas vacaciones en Grecia.
– Ya entiendo. Bien, tal vez podríamos reunimos lo antes posible -dijo el abogado, sin demostrar el menor interés por sus vacaciones.
– Sí, por supuesto, señor Craddock. Podría pasarme por su despacho a eso de las doce, si le va bien.
– Cuando usted quiera, señora Bennett -dijo la voz formal.
Ruth se esforzó aquella mañana en el gimnasio, decidida a perder los kilos de más que había ganado en Grecia. Mujer casada respetable o no, quería seguir estando delgada. Cuando bajó de la cinta continua, el reloj del gimnasio estaba dando las doce. Pese a que se duchó y cambió con la mayor rapidez posible, llegó con treinta y cinco minutos de retraso a su cita con el señor Craddock.
Una vez más, la recepcionista la condujo a la sala de los socios mayoritarios, sin necesidad de pasar por la sala de espera. Cuando entró, encontró al señor Craddock paseando por la habitación.
– Lamento haberle hecho esperar -dijo Ruth, que se sentía un poco culpable, mientras dos de los socios se levantaban.
Esta vez, el señor Craddock no le ofreció una taza de té, sino que la invitó a tomar asiento en una silla situada en un extremo de la mesa. En cuanto Ruth se sentó, él hizo lo mismo, echó un vistazo a un montón de papeles que había frente a él y extrajo una sola hoja.
– Señora Bennett, hemos recibido una notificación de los abogados de su marido, solicitando una conciliación posterior a su divorcio.
– Pero nosotros nunca hablamos de una conciliación -dijo Ruth con incredulidad-. Nunca entró en el trato.
– Tal vez -dijo el socio mayoritario, mientras contemplaba los papeles-, pero por desgracia, usted accedió a que el divorcio se concediera sobre la base de su adulterio con un tal señor Gerald -comprobó el apellido- Prescott, mientras su marido estaba trabajando en Londres.
– Eso es cierto, pero lo acordamos con tal de acelerar los trámites. Ambos deseábamos divorciarnos lo antes posible.
– No me cabe la menor duda, señora Bennett.
Ruth siempre odiaría aquel apellido.
– No obstante, al acceder a las condiciones del señor Bennett, él se convirtió en la parte inocente de este litigio.
– Pero eso ya no importa -dijo Ruth-, porque esta mañana he recibido la confirmación de mis abogados de Londres de que me han concedido una sentencia definitiva.
El socio sentado a la derecha del señor Craddock se volvió hacia ella y la miró fijamente.
– ¿Puedo preguntarle si encargó los trámites del divorcio a un abogado de Inglaterra por sugerencia del señor Bennett?
«Ah, de modo que ese es el motivo de toda esta farsa -pensó Ruth-. Están molestos porque no les consulté.»
– Sí -replicó con firmeza-. Fue una cuestión de comodidad, porque Max vivía en Londres en aquel tiempo, y no quería tener que volar a la isla una y otra vez.
– Fue muy conveniente para el señor Bennett, desde luego -dijo el socio mayoritario-. ¿Su marido negoció con usted alguna vez un acuerdo económico?
– Nunca -respondió Ruth, con mayor firmeza todavía-. No tenía ni idea de a cuánto ascendía mi fortuna.
– Tengo la sensación -continuó el socio sentado a la izquierda del señor Craddock- de que el señor Bennett sabía muy bien a cuánto ascendía su fortuna.
– Pero eso no es posible -insistió Ruth-. Nunca hablé de mis finanzas con él.
– No obstante, ha presentado una demanda contra usted, y da la impresión de que conoce a fondo la cuantía del legado de su difunto esposo.
– En tal caso, nos negaremos a pagar ni un penique, porque nunca entró en nuestro acuerdo.
– Acepto que nos está diciendo la verdad, señora Bennett, pero temo que, al ser usted la parte demandada, no podemos presentar defensa alguna.
– ¿Cómo es posible? -preguntó Ruth.
– La ley sobre el divorcio de Jersey es taxativa en ese aspecto -dijo el señor Craddock-. Tal como le habríamos advertido, si se hubiera tomado la molestia de consultarnos.
– ¿Qué ley? -preguntó Ruth, haciendo caso omiso del mordaz comentario.
– Según la ley de Jersey, una vez aceptada la inocencia de una de las dos partes en un juicio por divorcio, esa persona, sea cual sea su sexo, tiene derecho a un tercio de las propiedades de la otra parte.
Ruth se puso a temblar.
– ¿No hay excepciones? -preguntó en voz baja.
– Sí -contestó el señor Craddock.
Ruth le miró esperanzada.
– Si usted hubiera estado casada menos de tres años, la ley no se aplica. Sin embargo, señora Bennett, usted estuvo casada durante tres años y ocho días. -Hizo una pausa y se ajustó las gafas-. Tengo la impresión de que el señor Bennett no solo sabía exactamente la cuantía de su fortuna, sino que también conoce las leyes sobre el divorcio que se aplican en Jersey.
Tres meses más tarde, después de que los abogados de ambas partes hubieran llegado a un acuerdo sobre la cuantía de la fortuna de Ruth Ethel Bennett, Max Donald Bennett recibió un cheque por seis millones doscientas setenta mil libras, como pensión única y definitiva.
Siempre que Ruth rememoraba los tres últimos años (cosa que hacía con frecuencia), llegaba a la conclusión de que Max debía haberlo planeado todo hasta el último detalle. Sí, incluso antes de que se conocieran.
Andrew iba con retraso, y habría cogido un taxi de no ser porque era una hora punta. Entró en el abarrotado metro y se abrió paso entre las hordas de usuarios que bajaban por la escalera mecánica camino de casa.
Andrew no iba a casa. Después de solo cuatro paradas, volvería a emerger de las entrañas de la tierra para reunirse con Ely Bloom, el presidente del Chase Manhattan Bank en París. Aunque Andrew no conocía a Bloom, como sus colegas del banco, conocía muy bien su reputación. No se «citaba» con cualquiera si no tenía buenos motivos.
Andrew había pasado las últimas cuarenta y ocho horas, desde que la secretaria de Bloom le había llamado para concertar la cita, intentando averiguar cuáles podían ser esos buenos motivos. Un simple cambio del Crédit Suisse al Chase parecía ser la respuesta evidente, pero no podía ser algo tan sencillo, si Bloom estaba de por medio. ¿Iba a presentar a Andrew una oferta imposible de rechazar? ¿Esperaba que regresara a Nueva York, después de haber pasado dos años en París? Montones de preguntas se agolpaban en su mente. Sabía que debía dejar de especular, pues obtendría todas las respuestas a las seis en punto. Habría bajado la escalera mecánica corriendo, pero había demasiada gente.
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