Jeffrey Archer - En pocas palabras

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Quince muestras del talento multiforme y sutil de Jeffrey Archer, quince relatos, irónicos unos, románticos otros, pero siempre llenos de ingenio y elegancia. Desde el cuento árabe, de estremecedora brevedad, “La muerte habla”, hasta la divertida jerarquía de personajes insatisfechos de “La hierba siempre es más verde”, pasando por historias de amor y entrega o por explorar las zonas oscuras de la legalidad y cómo de puede abusar de ellas, En pocas palabras lleva al lector a un universo siempre amable, pero en el que no dejan de aflorar los conflictos humanos que, a pesar de todo, constituyen la sal de la tierra.

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– Temo que tengo malas noticias, señora Henderson -dijo-. Su marido ha sufrido un ataque al corazón, posiblemente agravado por un largo día y algo que comió y le sentó mal. Dadas las circunstancias, creo que lo más prudente sería llamar a sus hijos para que volvieran.

Ruth regresó a casa por la noche, sin saber a quién acudir. Sonó el teléfono, descolgó y reconoció la voz de inmediato.

– Max -exclamó-, me alegro mucho de que hayas llamado. El especialista dice que Angus no vivirá mucho tiempo, y que debería traer los chicos a casa. -Hizo una pausa-. Me siento incapaz de contarles lo sucedido. Adoran a su padre.

– Déjalo de mi cuenta -dijo Max-. Telefonearé al director del colegio, iré a recogerles mañana por la mañana y volaré a Jersey con ellos.

– Eres muy amable, Max.

– Es lo menos que puedo hacer, dadas las circunstancias -dijo Max-. Intenta descansar un poco. Pareces agotada. Llamaré en cuanto sepa cuál es nuestro vuelo.

Ruth volvió al hospital y pasó casi toda la noche sentada junto a la cama de su marido. El único otro visitante, que Angus insistió en ver, fue el abogado de la familia. Ruth consiguió que el señor Craddock se personara en el hospital a la mañana siguiente, mientras ella iba al aeropuerto para recoger a Max y los gemelos.

Max salió de la aduana flanqueado por los dos muchachos. Ruth descubrió con alivio que estaban mucho más serenos que ella. Max les llevó en coche al hospital. Ruth sufrió una decepción cuando averiguó que Max pensaba volver a Inglaterra en el vuelo de la tarde, pero él consideraba que Ruth debía estar con su familia.

Angus murió apaciblemente en el St. Helier Cottage Hospital el viernes siguiente. Ruth y los gemelos estaban a su lado.

Max acudió al funeral, y al día siguiente acompañó a los gemelos al colegio. Cuando Ruth se despidió de ellos, se preguntó si volvería a ver a Max.

Telefoneó a la mañana siguiente para saber cómo estaba Ruth.

– Me siento sola, y un poco culpable por echarte de menos más de lo que debería. -Hizo una pausa-. ¿Cuándo piensas volver a Jersey?

– Tardaré un tiempo. Intenta no olvidar que fuiste tú quien me dijo que hasta los buzones hablan en Jersey.

– Pero ¿qué voy a hacer? Los chicos están en el colegio, y tú ocupado en Londres.

– ¿Por qué no vienes a la ciudad? Será mucho más fácil perdernos por aquí, y no creo que nadie te reconozca en Londres.

– Quizá tengas razón. Déjame pensarlo, y ya te diré algo.

Ruth voló a Heathrow una semana después, y Max fue a recibirla al aeropuerto. Ella se sintió conmovida por su dulzura y consideración, por no quejarse ni una vez de sus largos silencios, ni del hecho que no tenía ganas de hacer el amor.

Cuando la devolvió al aeropuerto el lunes por la mañana, ella se apretó contra él.

– Ni siquiera he conseguido ver tu piso o tu oficina -dijo.

– Creo que ha sido muy sensato que te alojaras en un hotel, al menos esta vez. Ya verás mi oficina la próxima vez que vengas.

Ella sonrió por primera vez desde el funeral. Cuando se separaron en el aeropuerto, Max la estrechó en sus brazos.

– Ya sé que es muy pronto, querida, pero quiero que sepas lo mucho que te quiero, y confío en que algún día me consideres merecedor de ocupar el puesto de Angus.

Ruth regresó a St. Helier aquella noche, repitiendo sin cesar sus palabras, como si fuera la letra de una canción que no pudiera quitarse de la cabeza.

Una semana más tarde, recibió una llamada telefónica del señor Craddock, el abogado de la familia, quien le sugirió que fuera a su oficina para discutir las implicaciones del testamento de su difunto marido. Ruth quedó con él a la mañana siguiente.

Ruth había supuesto que, como Angus y ella habían llevado una existencia confortable, su nivel de vida continuaría como antes. Al fin y al cabo, Angus no era el tipo de hombre que dejaría sus asuntos sin resolver. Recordó lo mucho que había insistido en que el señor Craddock fuera a verle al hospital.

Ruth nunca había demostrado el menor interés por los negocios de Angus. Si bien siempre era cauteloso con su dinero, si ella había deseado algo no se lo había negado nunca. En cualquier caso, Max había depositado un cheque por más de cien mil libras en la cuenta de Angus, de modo que partió hacia la oficina del abogado con la confianza de que su difunto marido le había dejado lo suficiente para mantenerla de por vida.

Llegó unos minutos antes. Pese a ello, la recepcionista la acompañó de inmediato al despacho del socio mayoritario. Cuando entró, vio a tres hombres sentados alrededor de la mesa de juntas. Se levantaron de inmediato, y el señor Craddock los presentó como socios de la firma. Ruth supuso que habían venido para darle el pésame, pero se sentaron y continuaron estudiando los gruesos expedientes que tenían ante ellos. Por primera vez, Ruth se puso nerviosa. ¿Estaría todo en orden?

El socio mayoritario tomó asiento en la presidencia de la mesa, desató un fajo de documentos y extrajo un grueso pergamino. Después, miró a la esposa de su fallecido cliente.

– En primer lugar, permítame expresarle en nombre del bufete la tristeza que nos embargó a todos cuando nos enteramos de la muerte del señor Henderson -empezó.

– Gracias -dijo Ruth, inclinando la cabeza.

– Le hemos pedido que viniera esta mañana para poder comunicarle los detalles del testamento de su difunto marido. Después, responderemos con mucho gusto a las preguntas que nos haga.

Ruth se puso a temblar. ¿Por qué no la había advertido Angus de que habría problemas?

El abogado leyó el preámbulo y llegó por fin a las cláusulas.

– Dejo todos mis bienes materiales a mi esposa Ruth, con la excepción de las siguientes donaciones:

»a) doscientas libras para cada uno de mis hijos, Nicholas y Ben, que me gustaría que gastaran en algo que me recuerde.

»b) quinientas libras a la Scottish Royal Academy, que utilizarán para adquirir la pintura que elijan, siempre que sea de un artista escocés.

»c) mil libras al George Watson College, mi antiguo colegio, y dos mil libras más a la Universidad de Edimburgo.

El abogado continuó leyendo una lista de donaciones más modestas, finalizando con un obsequio de cien libras al Cottage Hospital, que tan bien había cuidado a Angus durante los últimos días de su vida.

El socio mayoritario miró a Ruth y preguntó:

– ¿Quiere hacer alguna pregunta, señora Henderson? ¿O permitirá que sigamos administrando sus asuntos tal como hicimos con su difunto marido?

– Para ser sincera, señor Craddock, Angus nunca hablaba de sus negocios conmigo, así que no estoy segura de lo que esto significa. Mientras haya lo suficiente para que mis hijos y yo sigamos viviendo tal como estábamos acostumbrados mientras él vivía, será un placer para mí que continúen administrando nuestros asuntos.

El socio sentado a la derecha del señor Craddock dijo:

– Tuve el privilegio de asesorar al señor Henderson cuando llegó por primera vez a la isla, hará unos siete años, señora Henderson, y me complacerá responder a todas las preguntas que haga.

– Es usted muy amable -dijo Ruth-, pero no tengo ni idea de qué preguntar, salvo para saber más o menos el valor del legado de mi marido.

– No es tan fácil responder a esa cuestión -dijo el señor Craddock-, porque ha dejado muy poco en metálico. No obstante, ha sido responsabilidad mía calcular una cifra aproximada -añadió, mientras abría el expediente que tenía delante-. Mi cálculo inicial, tal vez algo conservador, sugeriría una cantidad que oscilaría entre dieciocho y veinte millones.

– ¿De francos? -dijo Ruth en un susurro.

– No, de libras, señora -dijo el señor Craddock sin pestañear.

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