Jeffrey Archer - En pocas palabras

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Quince muestras del talento multiforme y sutil de Jeffrey Archer, quince relatos, irónicos unos, románticos otros, pero siempre llenos de ingenio y elegancia. Desde el cuento árabe, de estremecedora brevedad, “La muerte habla”, hasta la divertida jerarquía de personajes insatisfechos de “La hierba siempre es más verde”, pasando por historias de amor y entrega o por explorar las zonas oscuras de la legalidad y cómo de puede abusar de ellas, En pocas palabras lleva al lector a un universo siempre amable, pero en el que no dejan de aflorar los conflictos humanos que, a pesar de todo, constituyen la sal de la tierra.

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– Desde que dejé el colegio. Empecé por abajo, preparando tés, y el año pasado me convertí en socio.

– Felicidades. ¿Dónde está tu oficina?

– En el centro de Mayfair. ¿Por qué no vienes algún día? La próxima vez que vayas a Londres, quizá.

– No voy a Londres con tanta frecuencia -dijo Ruth.

Cuando Max vio que un camarero se dirigía hacia su mesa, apartó la mano de su pierna. Después de que el camarero dejara dos capuchinos ante ellos, Max sonrió.

– La cuenta, por favor -dijo.

– ¿Tienes prisa? -preguntó Ruth.

– Sí -contestó él-. Acabo de recordar que tengo escondida una botella de coñac añejo en el Sea Urchin, y esta sería una ocasión ideal para abrirla. -Se inclinó sobre la mesa y cogió su mano-. He reservado esta botella en concreto para algo o alguien especial.

– No me parece prudente.

– ¿Siempre te comportas con prudencia? -preguntó Max, sin soltar su mano.

– Es que debería volver al Scottish Belle.

– ¿Vas a desperdiciar tres horas, esperando a que Angus vuelva?

– No. Es que…

– Tienes miedo de que intente seducirte.

– ¿Es esa tu intención? -preguntó Ruth, y liberó su mano.

– Sí, pero no antes de probar el coñac -dijo Max, justo cuando le entregaban la cuenta.

Repasó la factura, sacó la cartera y dejó un billete de diez libras en la bandeja de plata.

Angus le había dicho en una ocasión que quien paga en metálico en un restaurante no necesita tarjeta de crédito, o bien gana demasiado poco para merecer una.

Max se levantó, dio las gracias al jefe de camareros con excesiva ostentación y le deslizó un billete de cinco libras cuando les abrieron la puerta. No hablaron mientras regresaban al muelle. Ruth creyó ver que alguien bajaba del Sea Urchin, pero cuando volvió a mirar no había nadie a la vista. Al llegar al barco, Ruth había pensado decir adiós, pero se descubrió subiendo con Max a bordo y bajando al camarote.

– No pensaba que fuera tan pequeño -dijo, cuando llegó al último peldaño.

Describió un círculo completo y acabó en brazos de Max. Le apartó con suavidad.

– Ideal para un soltero -fue el único comentario del hombre, al tiempo que servía dos generosos coñacs.

Pasó uno de los vasos a Ruth, y rodeó su cintura con el brazo. La atrajo con delicadeza hacia él, y los dos cuerpos se tocaron. Se inclinó hacia adelante y la besó en los labios. Luego la soltó y tomó un sorbo de coñac.

La miró mientras se llevaba la copa a los labios, y la tomó de nuevo en sus brazos. Esta vez, cuando se besaron, ella abrió la boca, y no se resistió cuando Max le desabrochó el botón superior de la blusa.

Cada vez que intentaba resistirse, Max desistía, esperaba a que tomara otro sorbo de coñac y reemprendía la tarea. Tardó varios sorbos más en quitarle la blusa blanca y localizar la cremallera de la minifalda, pero para entonces Ruth ya no fingía que intentaba mantenerle a raya.

– Eres el segundo hombre con el que he hecho el amor -dijo Ruth después, tendida sobre el suelo.

– ¿Eras virgen cuando conociste a Angus? -preguntó Max con incredulidad.

– Si no lo hubiera sido, no se habría casado conmigo -contestó Ruth con absoluta sinceridad.

– ¿Y no ha habido nadie más en tu vida durante estos veinte años? -preguntó Max, mientras se servía otro coñac.

– No -contestó Ruth-, aunque tengo la sensación de que Gerald Prescott, el director de la escuela preparatoria de los chicos, tiene debilidad por mí, pero nunca ha pasado del beso en la mejilla, y de mirarme con ojos de cordero degollado.

– ¿A ti te gusta?

– Sí, la verdad. Es muy agradable -admitió Ruth por primera vez en su vida-. Pero no es la clase de hombre que da el primer paso.

– Peor para él -dijo Max, y la estrechó entre sus brazos de nuevo.

Ruth consultó su reloj.

– Dios mío, ¿de veras es tan tarde? Angus podría regresar en cualquier momento.

– Que no cunda el pánico, querida -dijo Max-. Aún nos queda tiempo para otro coñac, y tal vez incluso para otro orgasmo… Lo que tú prefieras.

– Ambos, pero no me gustaría que nos descubriera juntos.

– En ese caso, tendremos que aplazarlo para otro momento -dijo Max, y volvió a ponerle el corcho a la botella.

– O para otra chica -dijo Ruth, al tiempo que empezaba a vestirse.

Max cogió un bolígrafo de la mesilla auxiliar y escribió en la etiqueta de la botella: «Solo para beber cuando esté con Ruth».

– ¿Nos veremos otra vez? -preguntó ella.

– Eso depende de ti, querida -contestó Max, y la besó de nuevo.

Cuando la soltó, Ruth dio media vuelta, subió a la cubierta y desapareció de vista.

De vuelta en el Scottish Belle, intentó borrar el recuerdo de las dos últimas horas, pero cuando Angus regresó por fin con los chicos, se dio cuenta de que olvidar a Max no iba a resultar tan fácil.

Cuando subió a cubierta al día siguiente, el Sea Urchin había desaparecido.

– ¿Estabas buscando algo en concreto? -preguntó Angus cuando se reunió con ella.

Ruth se volvió hacia él y sonrió.

– No. Es que me muero de ganas de volver a Jersey -contestó.

Más o menos un mes después descolgó el teléfono y descubrió a Max al otro lado de la línea. Experimentó la misma sensación de quedarse sin aliento que la primera vez que hicieron el amor.

– Voy a Jersey mañana, para echar un vistazo a una propiedad que interesa a un cliente. ¿Alguna oportunidad de verte?

– ¿Por qué no vienes a cenar con nosotros? -se oyó decir Ruth.

– ¿Por qué no vienes a mi hotel? -contestó Max-. No nos molestaremos en cenar.

– No, creo que lo más prudente es que vengas a cenar. En Jersey, hasta los buzones hablan.

– Si es la única forma de verte, pues iré a cenar.

– ¿A las ocho?

– A las ocho -dijo Max, y colgó.

Cuando Ruth oyó el clic, se dio cuenta de que no le había dado la dirección, y no podía telefonearle, porque no sabía su número. Cuando avisó a Angus de que tendrían un invitado a cenar la noche siguiente, su marido pareció complacido.

– Qué coincidencia -dijo-. Necesito que Max me aconseje sobre una cosa.

Ruth dedicó la mañana siguiente a ir de compras a St. Helier. Seleccionó los mejores cortes de carne, las verduras más frescas y una botella de clarete que Angus habría considerado una extravagancia.

Pasó la tarde en la cocina, explicando a la cocinera cómo quería que preparara la carne, y un rato muy prolongado en el dormitorio, eligiendo y luego rechazando lo que llevaría aquella noche. Aún estaba desnuda cuando el timbre de la puerta sonó unos minutos después de las ocho.

Ruth abrió la puerta del dormitorio y escuchó desde lo alto de la escalera que su marido daba la bienvenida a Max. Qué viejo sonaba Angus, pensó, mientras escuchaba a los dos hombres conversar. Aún no había descubierto de qué quería hablar con Max, pues no deseaba aparentar excesivo interés.

Volvió al dormitorio y se decidió por un vestido que una amiga había descrito en cierta ocasión como seductor. «Entonces, en esta isla será un desperdicio», recordó que había contestado.

Los dos hombres se levantaron de sus asientos cuando Ruth entró en el salón. Max avanzó y la besó en ambas mejillas, como hacía Gerald Prescott.

– Estaba hablando a Max de nuestra casa en las Ardenas -dijo Angus,-antes incluso de sentarse otra vez-, y de nuestros planes de venderla, ahora que los gemelos irán a la universidad.

Muy típico de Angus, pensó Ruth. Liquidar el negocio antes incluso de ofrecer una copa a su invitado. Se acercó al aparador y sirvió a Max un gin tonic, sin darse cuenta de lo que hacía.

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