Jeffrey Archer - En pocas palabras

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Quince muestras del talento multiforme y sutil de Jeffrey Archer, quince relatos, irónicos unos, románticos otros, pero siempre llenos de ingenio y elegancia. Desde el cuento árabe, de estremecedora brevedad, “La muerte habla”, hasta la divertida jerarquía de personajes insatisfechos de “La hierba siempre es más verde”, pasando por historias de amor y entrega o por explorar las zonas oscuras de la legalidad y cómo de puede abusar de ellas, En pocas palabras lleva al lector a un universo siempre amable, pero en el que no dejan de aflorar los conflictos humanos que, a pesar de todo, constituyen la sal de la tierra.

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Después de reflexionar durante horas, Ruth decidió que no informaría a nadie de su buena fortuna, incluidos los muchachos. Cuando voló a Londres el siguiente fin de semana, dijo a Max que los abogados de Angus le habían comunicado el contenido del testamento de Angus y el valor de sus propiedades.

– ¿Alguna sorpresa? -preguntó Max.

– No. Deja a los chicos un par de cientos de libras a cada uno, y con las cien mil que conseguiste con la venta de la casa de las Ardenas, debería ser suficiente para vivir sin problemas, pero también sin extravagancias. Temo que deberás seguir trabajando, si aún quieres que sea tu mujer.

– Todavía más. Habría detestado la idea de vivir del dinero de Angus. De hecho, tengo buenas noticias para ti. La firma me ha pedido que investigue la posibilidad de abrir una sucursal en St. Helier a principios del año que viene. Les he dicho que solo tomaré en consideración la oferta con una condición.

– ¿Cuál? -preguntó Ruth.

– Que una habitante de la isla acceda a ser mi esposa.

Ruth le estrechó entre sus brazos, más convencida que nunca de que había encontrado al hombre con el que deseaba pasar el resto de sus días.

Max y Ruth se casaron en la oficina del registro civil de Chelsea tres meses después, con los gemelos como únicos testigos, y que habían asistido a regañadientes.

– Nunca ocupará el lugar de nuestro padre -dijo Ben a su madre con mucho sentimiento. Nicholas asintió para mostrar su acuerdo.

– No te preocupes -dijo Max, mientras iban hacia el aeropuerto-. Solo el tiempo solucionará ese problema.

Cuando partieron de Heathrow, camino de su luna de miel, Ruth expresó su decepción por el hecho de que ningún amigo de Max hubiera acudido a la ceremonia.

– No hace falta provocar comentarios desagradables, transcurrido tan poco tiempo desde la muerte de Angus -dijo Max-. Lo mejor será esperar un poco, antes de que te lance a la sociedad de Londres.

Sonrió y cogió su mano. Ruth aceptó sus explicaciones y dejó a un lado sus angustias.

El avión aterrizó en el aeropuerto de Venecia tres horas después, y les trasladaron en lancha motora a un hotel que daba a la plaza de San Marcos. Todo parecía muy bien organizado, y Ruth se sorprendió de la paciencia de su nuevo marido, que pasaba horas en tiendas de modas, ayudándola a elegir numerosas prendas de ropa. Hasta escogió un vestido que ella consideraba demasiado caro. Durante toda una semana de pasear en góndola, no la abandonó ni un solo momento.

El viernes, Max alquiló un coche y llevó a su mujer a Florencia, donde pasearon juntos por los puentes, visitaron los Uffizi, el palacio Pitti y la Accademia. Por las noches, comían demasiada pasta y bailaban en la plaza del mercado, y con frecuencia regresaban a su hotel cuando el sol despuntaba en el horizonte. Volaron de mala gana a Roma para pasar la tercera semana. La habitación del hotel, el Coliseum, la ópera y el Vaticano ocuparon casi todos sus momentos libres. Las tres semanas transcurrieron con tal rapidez, que Ruth era incapaz de recordar los días por separado.

Escribía a los muchachos todas las noches antes de acostarse, describía las maravillosas vacaciones que estaba pasando, subrayaba lo amable que era Max. Deseaba que le aceptaran, pero temía que hiciera falta algo más que tiempo.

Cuando Max y ella regresaron a St. Helier, el hombre continuó siendo considerado y atento. La única decepción que sufrió Ruth fue que no encontraba un lugar adecuado para la sucursal de la firma. Desaparecía a eso de las diez de la mañana, pero daba la impresión de que pasaba más tiempo en el club de golf que en la ciudad.

– Es para establecer contactos -explicó Max-, porque será lo único que importe cuando la sucursal se abra.

– ¿Y cuándo será eso? -preguntó Ruth.

– Ya no falta mucho -la tranquilizó él-. Has de recordar que lo más importante en mi negocio es abrir en el sitio apropiado. Es mucho mejor esperar a conseguir un emplazamiento de primera que conformarse con otro de segunda.

Pero a medida que pasaban las semanas, Ruth empezó a angustiarse porque Max no parecía haber avanzado ni un centímetro en su propósito. Cada vez que ella sacaba el tema a colación, Max la acusaba de acosarle, lo cual significaba que Ruth se contenía durante otro mes, como mínimo.

Cuando llevaban casados seis meses, ella sugirió que fueran a pasar un fin de semana a Londres.

– Así podría conocer a algunos de tus amigos y ver un poco de teatro, y tú podrías informar a tu empresa.

Cada vez, Max encontraba una nueva excusa para no acceder a sus planes. Pero aceptó regresar a Venecia para celebrar su primer aniversario.

Ruth confiaba en que el corte de dos semanas reviviría los recuerdos de su visita anterior, e incluso inspiraría a Max, cuando regresara a Jersey, para decidirse por un local. En realidad, el aniversario no pudo ser más diferente de la luna de miel que habían compartido el año anterior.

Estaba lloviendo cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Venecia, y se sumaron, temblorosos, a una larga cola para esperar taxi. Cuando llegaron al hotel, Ruth descubrió que Max pensaba que ella se había encargado de la reserva. Perdió los nervios con el inocente encargado y salió como una tromba del edificio. Después de vagar bajo la lluvia durante una hora, cargados con el equipaje, acabaron en un hotel apartado que solo pudo proporcionarles una habitación pequeña con camas individuales, encima del bar.

Aquella noche, mientras tomaban unas copas, Max confesó que se había dejado sus tarjetas de crédito en Jersey, y esperaba que a Ruth no le importaría abonar las facturas hasta que volvieran a casa. Ruth pensó que, en los últimos tiempos, daba la impresión de que solo era ella la que abonaba las facturas, pero decidió que no era el momento más adecuado para hablar del asunto.

En Florencia, Ruth mencionó con cierta vacilación durante el desayuno que confiaba en que la suerte de Max mejoraría al llegar a Jersey, y que encontraría el local para la empresa. Preguntó con toda inocencia si la firma se estaba inquietando por la falta de progresos.

Max montó en cólera de inmediato y salió del comedor, mientras le decía que dejara de acosarle en todo momento. No le vio durante el resto del día.

En Roma continuó lloviendo, y Max tomó la costumbre de marchar sin avisar, y a veces llegaba al hotel cuando ella ya estaba acostada.

Ruth se sintió aliviada cuando el avión despegó con destino a Jersey. En cuanto regresaron a St. Helier, se esforzó por no acosarle, intentó prestar todo su apoyo a Max y comprender su falta de progresos, pero todos sus esfuerzos eran recibidos con un silencio hosco o estallidos de cólera.

A medida que transcurrían los meses, se iban distanciando más y más, y Ruth ya no se molestaba en preguntar cómo iba la búsqueda de local. Ya había dado por sentado que la idea había sido abandonada, y se preguntaba por qué habían asignado a Max aquella misión.

Una mañana, durante el desayuno, Max anunció de repente que la firma había decidido olvidar la apertura de una sucursal en St. Helier, y había escrito para decirle que, si quería seguir como socio, debía regresar a Londres y recuperar su antiguo cargo.

– ¿Y si te niegas? -preguntó Ruth-. ¿Hay alguna alternativa?

– Han dejado muy claro que sería presentar mi dimisión.

– Me gustaría mucho mudarme a Londres -sugirió Ruth, con la esperanza de que un cambio de ambiente solucionaría sus problemas.

– No, creo que eso no funcionaría -dijo Max, quien por lo visto ya había decidido cuál era la mejor solución-. Lo más práctico será que pase la semana en Londres, y luego me reúna contigo los fines de semana.

Ruth pensó que no era una buena idea, pero sabía que cualquier protesta sería inútil.

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