Fielding tenía un modo de ser abierto, jovial y pomposo. Por pertenecer al JLP[ [9] ], había aparecido en televisión toda vez que se hacía un vuelo de circunvalación en una nave espacial y, a causa de ello, el astrofísico gozaba de cierto renombre. No hacía mucho se había vuelto a casar con una locutora que leía el pronóstico meteorológico en un canal de televisión de Los Angeles; tenían un hijo pequeño.
Ted era un viejo partidario de la teoría de que había vida en otros mundos, y también defensor del SETI[ [10] ], al que otros científicos consideraban una pérdida de tiempo y de dinero. Dirigió a Norman una amplia sonrisa.
– Siempre supe que esto iba a ocurrir, que tarde o temprano habríamos de obtener pruebas de vida inteligente de otros planetas. Ahora, por fin, las tenemos, Norman. Este es un momento grandioso. Y me complace, de manera especial, la forma.
– ¿La forma de qué?
– Del objeto que hay allá abajo.
– ¿Qué pasa con la forma?
Norman no había oído ningún comentario respecto a ella.
– Estuve en la sala de monitores observando la información televisual que envían los robots. Están empezando a definir la forma del objeto que se encuentra debajo del coral… y no es redonda. No es un platillo volante -dijo Ted-. ¡Gracias a Dios! A lo mejor esto hace que se llame a silencio el grupo de fanáticos de los platillos volantes. -Sonrió-. A quien sabe esperar le llega su recompensa, ¿eh?
– Creo que sí-concedió Norman.
En realidad no sabía bien qué quería decir Fielding, pero Ted tenía tendencia a hacer citas literarias, pues se veía a sí mismo como un hombre del Renacimiento, y las citas al azar, de Rousseau y Lao-tsé eran una manera de recordárselo a su interlocutor. Sin embargo, en Fielding no había maldad alguna. En una ocasión, alguien había dicho que Ted era «un tipo que se conocía todas las marcas registradas», y eso también se hacía extensivo a su manera de hablar. En Ted Fielding había una inocencia, casi una ingenuidad, entrañable y genuina. A Norman le caía simpático.
Pero no estaba tan seguro respecto de Harry Adams, el reservado matemático de Princeton, a quien Norman no había visto durante seis años. Harry era un hombre de color, alto y muy delgado, que usaba gafas con montura metálica y tenía el entrecejo siempre fruncido. Llevaba una camiseta con la leyenda: «Los matemáticos lo hacen en la forma correcta», que era la clase de prenda que se pondría un estudiante y, por cierto, Adams aparentaba tener menos de los treinta años que tenía; resultaba evidente que era el miembro más joven del grupo… y se podía demostrar que el más importante.
Muchos teóricos argumentaban que la comunicación con seres extra-terrestres sería imposible porque los humanos no tendrían nada en común con ellos. Estos pensadores sostenían que así como el cuerpo humano representaba el resultado de muchas y sucesivas evoluciones, lo mismo ocurría con el pensamiento; al igual que pudo haber pasado con nuestro cuerpo, nuestra forma de pensar también pudo haber seguido un cauce diferente, no había nada de inevitable en nuestra manera de mirar el Universo.
Los hombres ya tenían problemas para comunicarse con seres inteligentes del propio planeta, como los delfines, por la sencilla razón de que estos animales viven en un ambiente muy distinto y poseen aparatos sensoriales también muy diferentes.
No obstante estas consideraciones, los hombres y los delfines podrían parecer casi idénticos, comparados con las vastas diferencias que nos separaban de un extra-terrestre, un ser que era el producto de miles de millones de evoluciones divergentes ocurridas en otro ambiente planetario. Sería poquísimo probable que un ser así viera el mundo tal como lo vemos nosotros; de hecho, lisa y llanamente podría suceder que ni siquiera lo viese; tal vez fuera ciego, y conociera el mundo a través de un muy desarrollado sentido del olfato, o de la temperatura o de la presión. Podría no existir manera de comunicarse con un ser así, podría ser que no hubiera una base común de diálogo directa. Según lo planteó uno de esos científicos, «¿cómo se le explicaría el poema de Wordsworth sobre los narcisos a una culebra acuática ciega?».
El conocimiento que era más factible que pudiera ser compartido con los extra-terrestres sería el de las matemáticas. Por eso el matemático del equipo iba a desempeñar un papel decisivo. Norman lo había seleccionado porque, a pesar de su juventud, Adams ya había hecho importantes contribuciones en varios campos diferentes.
– ¿Qué piensas de todo esto, Harry? -preguntó Norman, dejándose caer sobre una silla que tenía a su lado.
– Pienso que está clarísimo -respondió Harry-. Es una pérdida de tiempo.
– ¿Y esa aleta que hallaron bajo el agua?
– No sé lo que es, pero sí sé lo que no es: no es una nave espacial procedente de otra civilización.
Ted, que estaba de pie cerca de ellos, se volvió con gesto de disgusto. Era evidente que Harry y Ted ya habían sostenido esta misma conversación.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Norman.
– Un sencillo cálculo dijo Harry, agitando la mano con desdén-. Trivial, en realidad. ¿Conoces la ecuación de Drake?
Y aunque Norman la conocía ya que era una de las famosas propuestas que figuraban en la bibliografía sobre vida extra-terrestre, pidió:
– Refréscame la memoria.
Harry suspiró con irritación y sacó una hoja de papel.
– Es una ecuación para un cálculo de probabilidades.
Escribió:
p=fp nh fl fi fc
– Esto quiere decir -continuó- que la probabilidad de que en cualquier sistema cuyo centro sea una estrella se desarrolle vida inteligente es función de la probabilidad de que esa estrella tenga planetas, de la cantidad de planetas habitables, de la probabilidad de que formas simples de vida se desarrollen en un planeta habitable, de la probabilidad de que las formas inteligentes de vida se desarrollen a partir de las simples, y de la probabilidad de que esas formas inteligentes de vida intenten establecer una comunicación interestelar dentro de cinco mil millones de años. Eso es todo lo que dice la ecuación.
– Ya -murmuró Norman.
– Pero la cuestión es que no tenemos pruebas -continuó Harry-. Tenemos que hacer conjeturas sobre cada una de estas probabilidades, sin salvarnos de ninguna. Y es muy fácil conjeturar en un solo sentido, como hace Ted, y llegar a la conclusión de que es probable que haya miles de civilizaciones inteligentes. Es igualmente fácil conjeturar, como hago yo, que es probable que haya nada más que una sola civilización: la nuestra. -Alejó de sí el papel-. Y, en ese caso, sea lo que sea lo que está allá abajo, no proviene de una civilización extra-terrestre, por lo que todos estamos malgastando nuestro tiempo aquí.
– Entonces, ¿qué es lo que hay allá abajo? -volvió a preguntar Norman.
– Es una absurda expresión de esperanza romántica -dijo Adams mientras se subía las gafas que se habían deslizado por la nariz.
En el matemático había una vehemencia que preocupaba a Norman. Seis años atrás, Harry Adams todavía era un chico de la calle, cuyo oscuro talento lo había llevado, en un solo paso, de un hogar deshecho de los barrios bajos de Filadelfia, hasta los cuidados prados verdes de Princeton. En aquel entonces, Adams era juguetón, estaba contento por el giro que había dado su suerte. ¿Por qué lo veía tan agrio ahora?
Adams era un teórico extraordinariamente dotado; su reputación era firme por sus estudios sobre las funciones de densidad probabilística pertenecientes a la mecánica cuántica, que estaban más allá de la comprensión de Norman, aunque Adams las había resuelto cuando tenía diecisiete años. Pero lo que sí podía entender Norman era a Adams mismo, y éste ahora parecía tenso y crítico, incómodo en el grupo. O quizá eso tenía que ver con la presencia del matemático. A Norman le había preocupado cómo se integraría Harry, ya que había sido un niño prodigio.
Читать дальше