Michael Crichton - Esfera

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En las profundidades del Océano Pacífico se descubre una misteriosa nave espacial de grandes dimensiones. Las autoridades norteamericanas envían a un grupo de científicos para que investigue el inquietante hallazgo. ¿Procede la nave de alguna civilización extraterrestre? ¿De un universo diferente? ¿Del futuro? La respuesta desafía la imaginación y escapa a cualquier intento de explicación lógica: un extraordinario y terrible poder amenaza toda la vida existente en torno al enigmático objeto.

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– … se les llevará abajo en el submarino y, una vez que estén en el módulo-hábitat, se les someterá a una presión de treinta y tres atmósferas. En ese momento haremos que cambien a una mezcla de gases, ya que, más allá de las dieciocho atmósferas, no es posible respirar la atmósfera de la Tierra…

Norman dejó de escuchar, pues lo único que lograban estos detalles técnicos era aterrorizarlo. Volvió a quedarse dormido; pero se despertaba de tanto en tanto.

– … pues el carácter tóxico del oxígeno sólo se hace presente cuando el PO2 va más allá de cero coma siete ATA durante períodos prolongados…

»La narcosis causada por el nitrógeno, en la que éste se comporta como anestésico, se produce en atmósferas compuestas por mezclas de gases, si, en el tenor de DSD, el valor de las presiones superiores llega más allá de uno coma cinco ATA…

»… en general, es preferible el circuito abierto de demanda, pero ustedes usarán un circuito semicerrado, con fluctuaciones de inspiración comprendidas entre seiscientos ocho y setecientos sesenta milímetros…

Norman volvió a dormirse.

Cuando terminó la sesión regresaron andando a sus camarotes.

– ¿Me perdí algo? -preguntó Norman.

– En verdad, no. -Harry se encogió de hombros-. Tan sólo un montón de física.

Norman llegó a su diminuto cuarto gris y se metió en la litera. En la pared brillaba un reloj que marcaba: 23:00. Norman tardó un rato en entender que eso quería decir «11 p.m.» [ [12] ] «Dentro de nueve horas -pensó- comenzaré a descender.» Después, se durmió.

EN LO PROFUNDO

EL DESCENSO

A la luz de la mañana, el submarino Charon V cabeceaba en la superficie del mar, montado en la plataforma de un pontón. Era de color amarillo brillante y parecía un juguete infantil para bañera que se hubiera posado sobre una cubierta de bidones de petróleo.

Una lancha «Zodiac» de goma recogió a Norman; el psicólogo subió a la plataforma y estrechó la mano del timonel, el cual no podía tener más de dieciocho años; era más joven que Tim, el hijo de Norman.

– ¿Listo para partir, señor? -preguntó el muchacho.

– Por supuesto -respondió.

Nunca se había sentido tan dispuesto.

Visto de cerca, el submarino no parecía un juguete: era increíblemente macizo y fuerte. Norman vio una sola portilla, de acrílico curvo, que se mantenía en su sitio mediante pernos grandes como sus puños. El psicólogo los tocó para percibir su resistencia.

El timonel sonrió.

– ¿Quiere patear los neumáticos, señor?

– No; confío en usted.

– La escalerilla está por aquí, señor.

Norman subió los estrechos peldaños, llegó a la parte superior del submarino y vio que la pequeña escotilla circular se abría. Vaciló.

– Siéntese aquí, en el borde -le indicó el timonel-, y deje caer las piernas hacia adentro; después, siga la caída con todo el cuerpo. Puede ser que tenga que contraer un poco los hombros y meter para adentro su… Eso es, señor.

A través de la pequeña escotilla, Norman serpenteó hacia un interior tan bajo, que no se podía permanecer de pie. El submarino se hallaba atestado de diales y maquinaria. Ted ya estaba abajo, en la parte de atrás, encorvado, y sonriendo como un niño.

– ¿No es fantástico?

Norman le envidiaba el fácil entusiasmo, porque él se sentía enclaustrado y un poco nervioso. Por encima de su cabeza, el timonel cerró la pesada escotilla, que retumbó como una campana, y se dejó caer para tomar los controles.

– ¿Están bien?

Los científicos asintieron con la cabeza.

– Lamento lo del panorama -dijo el timonel, echándoles un vistazo por encima del hombro-. Lo que ustedes, caballeros, van a ver más que nada son mis cuartos traseros. Empecemos. ¿Les parece bien escuchar algo de Mozart? -Apretó el botón de un grabador de cinta y sonrió-. Tenemos treinta minutos de descenso hasta el fondo del mar y la música lo hace un poquito más fácil. Si no les gusta Mozart, les podemos ofrecer alguna otra cosa.

– Mozart está bien -aceptó Norman.

– Mozart es maravilloso -manifestó Ted-. Sublime.

– Muy bien, caballeros.

El submarino siseó. Hubo un parloteo en la radio; el timonel habló con suavidad por un micrófono. En la portilla apareció un buzo autónomo, que saludó con la mano; el timonel le correspondió con un movimiento de la suya.

Se produjo un sonido de chapoteo; después, el ruido profundo y prolongado de algo que rodaba, y comenzaron el descenso.

– Como pueden ver, toda la narria desciende -explicó el timonel-. El submarino no es estable en la superficie, por lo que se lleva arriba y abajo deslizándolo por la narria. A unos treinta metros, más o menos, la abandonamos.

A través de la portilla vieron al buzo, de pie, en la cubierta; ahora el agua le llegaba a la cintura; después el agua cubrió la portilla, y del equipo respirador autónomo del buzo salieron burbujas.

– Estamos bajo el agua -dijo el timonel mientras ajustaba varias válvulas que tenía por encima de la cabeza. Oyeron el silbido del aire, que sonaba alarmantemente alto, y otro gorgoteo. Desde la portilla llegaba al submarino una luz de un hermoso color azul.

– Maravilloso -dijo Ted.

– Ahora abandonamos la narria -informó el timonel.

Los motores ronronearon y el submarino se desplazó hacia adelante; el buzo desapareció por uno de los costados. En ese momento, a través de la portilla, solamente se veía agua de un azul uniforme. El timonel dijo algo por radio y encendió el grabador. Se oyó música de Mozart.

– No tienen más que sentarse, caballeros. Descendemos a razón de veinticuatro metros por minuto.

Norman oía el zumbido sordo de los motores eléctricos, pero no había una verdadera sensación de movimiento. Todo lo que ocurría era que el ambiente exterior se volvía cada vez más oscuro.

– ¿Sabes? -dijo Ted-, en realidad somos muy afortunados al habernos tocado este sitio. La mayoría de los lugares que conforman el fondo del Pacífico son tan profundos que podría suceder que nunca llegásemos a posarnos en ellos. El vasto océano Pacífico, que cubre la mitad de la superficie de la Tierra, tiene una profundidad promedio de más de tres mil metros. Sólo existen unos pocos lugares en los que esa profundidad es menor. Uno de ellos es el relativamente pequeño rectángulo delimitado por las Samoa, Nueva Zelanda, Australia y Nueva Guinea, rectángulo que, en realidad, es una gran planicie submarina similar a las del oeste de Norteamérica, con la diferencia de que ésta del Pacífico tiene una profundidad media de seiscientos metros. Eso es lo que estamos haciendo ahora: descendemos a esa llanura.

Ted hablaba con rapidez. ¿Estaña nervioso? Norman no lo podía discernir; lo que sí sentía era cómo latía con fuerza su propio corazón. El exterior estaba oscuro por completo; el panel de instrumentos brillaba con una luz verde. Haciendo un movimiento rápido y leve, el timonel encendió luces interiores rojas.

El descenso continuaba.

– Ciento veinte metros. -El submarino dio un bandazo y luego prosiguió con suavidad-. Éste es el río.

– ¿Qué río? -preguntó Norman.

– Señor, estamos en una corriente de salinidad y temperatura diferentes que se comporta como si fuera un río dentro del océano. Tenemos la costumbre de detenernos en esta zona, señor. El submarino se mete en el río y nos lleva a dar un paseíto.

– Ah, sí -dijo Ted. Introdujo la mano en el bolsillo y le dio al timonel un billete de diez dólares.

Norman echó a Ted una mirada interrogativa.

– ¿No te lo han dicho? Es una antigua tradición: cuando se está descendiendo, siempre se le paga al timonel para atraer la buena suerte.

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