Quentin dejó de pasearse para mirar a su interlocutor.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que ahora mismo sufres una especie de visión en túnel. -Beau se apartó de su lienzo, dejó la paleta sobre una mesa de trabajo cercana y comenzó a limpiar su pincel-. Si te concentras en un solo elemento, puede que pases por alto otros elementos igualmente importantes. Si no te hubieras encontrado con Diana, ¿qué estarías haciendo ahora mismo?
– Pues, dado que hoy no puedo hablar con Cullen Ruppe, seguramente estaría… intentando conseguir permiso para revisar las cajas de papeles viejos que sé que se guardan en los almacenes y el sótano del hotel. No tengo autoridad legal para examinar nada considerado irrelevante respecto a un viejo crimen, así que nunca he conseguido acceso a los historiales del personal que tienen guardados, a los planos originales del edificio y a todo lo que haya allí.
– Puede que sea hora de que vuelvas a intentarlo.
Pasado un momento, Quentin dijo:
– Puede que sí.
– Me han dicho que la directora actual de El Refugio consiguió el trabajo el otoño pasado. ¿La conoces? -preguntó Beau.
– No, si empezó el otoño pasado.
– Puede que tenga una mentalidad más abierta que los anteriores directores. Más inclinada a dar su visto bueno si alguien le pide en términos razonables revisar unos cuantos papeles viejos.
– Eres tan sutil como el mástil de una bandera, Beau.
– Sólo estoy haciendo una sugerencia.
– ¿Pero no ofreciendo un atajo?
– No. Es un camino que tú habrías seguido por tu cuenta.
– Por una vez, sólo por una vez, me gustaría que algún miembro del equipo me diera una respuesta directa -repuso Quentin con considerable vehemencia.
Beau levantó las cejas.
– Eso era una respuesta directa.
– Santo dios. -Quentin se encaminó hacia la puerta; luego se detuvo y le miró frunciendo el ceño-. Mi instinto me dice que le dé a Diana un poco de tiempo para pensar. Pero no mucho. Por lo que me dijo antes, sus facultades son fuertes. Tan fuertes como para darle miedo. Quizá tanto que le resulte difícil controlarlas incluso cuando acepte su existencia. Y no sé sobre médiums tanto como desearía.
– Yo tampoco. Pero, como el resto de nosotros, son todos distintos entre sí en casi todo. Diferentes fuerzas y debilidades. En esto no hay reglas estrictas, supongo.
Quentin dijo con voz firme:
– Creo que puede tener la capacidad no sólo de abrir una puerta hacia la dimensión espiritual, sino de cruzarla ella misma.
– Eso -repuso Beau-, tiene que ser peligroso.
– Sí, de eso no tengo muchas dudas. Me temo que, si no tengo cuidado, podría perderla. Creo que tal vez necesite el consejo de un experto.
– Puede que sí. Miranda educó a una médium, tengo entendido.
– A su hermana, sí. Y con mucho éxito. Bonnie es una de las personas con facultades extrasensoriales más equilibradas que he conocido nunca.
– Salúdala de mi parte -dijo Beau.
Diana pasó casi toda la tarde escondida en su cabaña, pero cuando el sol comenzaba a ocultarse tras las montañas se hallaba tan nerviosa que no podía estarse quieta. Cogió el bolso en el que guardaba los dibujos de Quentin y Missy, vaciló en la puerta y luego, con cierto aire retador, cerró con llave tras ella.
Quentin tenía razón: había tenido que pedir que reprogramaran de nuevo su llave.
Durante sus años de adolescencia, cuando estaba muy mal, había oído la conversación de uno de sus médicos con su padre. El hablaba de los impulsos eléctricos «más fuertes de lo normal» que su cerebro había generado en el transcurso de un electroencefalograma. Otras pruebas habían mostrado también aquella «anormalidad».
Diana todavía torcía el gesto cuando recordaba cómo se había sentido al oír aquello.
«Anormal.» Ninguno de sus psiquiatras o psicólogos había empleado nunca esa palabra. Pero aquel doctor, frío y seguro de sí mismo, la había usado con perfecta certidumbre.
Ella era anormal. Le pasaba algo raro.
A no ser que… no le pasara nada.
¿Facultades extrasensoriales? Aquélla era una posibilidad que nunca, literalmente, había considerado. Jamás se le había pasado por la cabeza que, en el origen de sus problemas, pudiera haber algo que escapara hasta tal punto a su comprensión.
Y sin duda, pese a lo que decía Quentin, alguien se lo habría insinuado en todos esos años, si ello fuera posible. ¿No? Todos aquellos médicos y terapeutas, todos los expertos a los que su padre la había llevado a lo largo de su vida, no podían estar equivocados, ¿verdad?
¿Verdad?
Diana se alejó de El Refugio, camino del jardín formal. Aunque no lo pensara conscientemente, las pulcras hileras de setos recortados, los parterres simétricos, bordeados por senderos cuidadosamente rastrillados, las fuentes clásicas, todo aquello la reconfortaba en parte. Era tan… ordenado.
No como su mente. Los pensamientos desfilaban por ella vertiginosamente, a medio formar, como flecos o fragmentos. No lograba concentrarse, no podía prestar atención a nada, salvo a la angustiosa pregunta de si habría malgastado prácticamente veinticinco años de su vida en la búsqueda inútil de una «cura» que nunca había existido.
Porque nunca había estado enferma.
Se sentó en un banco de piedra, cerca de una hermosa fuente de tres senos y consideró y desechó después el impulso de sacar el cuaderno y dibujar algo. Se quedó mirando la fuente y procuró quitarse aquella cuestión de la cabeza, pero fracasó.
– Hola.
Diana vio con sobresalto a un niño pequeño delante de ella, a unos pasos de distancia. Tenía ocho años, quizás, y era un chiquillo angelical, con el pelo rubio y grandes ojos marrones.
– Hola -dijo.
– Siento que estés triste.
Diana compuso una sonrisa, con la esperanza de no mostrar una de esas expresiones que daban pesadillas a los niños.
– Es sólo que tengo un mal día, nada más.
El niño asintió con la cabeza solemnemente.
– Me llamo Jeremy -dijo-. Jeremy Grant.
– Hola, Jeremy. Yo soy Diana. -Nunca había pasado mucho tiempo rodeada de niños y se sentía un poco torpe con aquél-. ¿Dónde están tus padres?
Él señaló vagamente hacia el edificio principal de El Refugio.
– Allí. ¿Puedo enseñarte una cosa?
– ¿Enseñarme qué?
– Un sitio. -Ladeó la cabeza ligeramente, todavía con aire solemne-. Es un secreto.
Ella quiso preguntarle por qué quería enseñarle su lugar secreto a una desconocida, pero dijo:
– Pronto oscurecerá, ¿sabes?
– Lo sé. Tenemos tiempo. No está lejos.
– Está bien. Claro. -Cualquier cosa, pensó, era preferible ha quedarse allí sentada mientras su mente se movía en círculos, persiguiéndose a sí misma-. Adelante. -Se levantó y siguió ha Jeremy cuando éste dio media vuelta y echó a andar por el sendero de gravilla, hacia el extremo más retirado del jardín formal.
Se dijo lánguidamente que, si el niño quería salir de los jardines, protestaría. El sol se había puesto ya detrás de las montañas y el aire estaba impregnado de un frío creciente. Oscurecería en menos de una hora. Y no tenía intención de hacerse responsable del hijo de nadie, ni siquiera aunque hubiera tenido un buen día.
Mientras pensaba esto, se dio cuenta de que Jeremy se había detenido junto a uno de los parterres elevados para que ella lo alcanzara. Cuando llegó a su lado, el niño la cogió de la mano con confianza.
– Es justo ahí -le dijo.
Diana se dejó llevar por otro sendero, hasta donde el jardín formal se cruzaba con el jardín inglés. Aquella zona estaba llena de plantas y arbustos cubiertos de flores abigarradas y entre los cuales zigzagueaban ociosamente las veredas, y tenía un aire más natural, menos artificioso, que los demás jardines.
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