Kay Hooper - Enfriar El Miedo

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Quentin Hayes, agente de la Unidad de Crímenes Espeluznantes del FBI, sigue atormentado por el misterioso asesinato de Missy, ocurrido hace veinte años en El Refugio, un hotel de Tennessee al que vuelve una y otra vez en busca de nuevas pistas.
Diana Brisco ha ido a El Refugio para participar en una terapia con la que espera resolver su pasado. Pero desde que está allí le asaltan terribles pesadillas y extrañas visiones de un niño desaparecido hace años. Además, un agente del FBI se empeña en convencerla de que no está loca, sino que posee un don especial para contactar con el más allá.
Quentin sabe que es su última oportunidad para resolver el homicidio de Missy y que necesita la ayuda de Diana, pero ¿cómo persuadir a la joven para que traspase el umbral y entre en el mundo del frío y la muerte?

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El radiante destello de un relámpago iluminó de pronto la ventana, cuyo cristal cubierto de mugre pareció refulgir, incandescente y multicolor, un instante.

Había alguien delante de él.

Ransom sólo logró vislumbrarlo a la luz del relámpago, y frunció el ceño cuando la oscuridad le envolvió de nuevo.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó.

No hubo respuesta y, por más que aguzaba el oído, Ransom no oía más que el retumbar de los truenos y el tamborileo disperso de la lluvia sobre el tejado, encima de su cabeza.

Esperó, mirando con denuedo la ventana. Y, con el siguiente relámpago, no vio nada, como esperaba.

– Un truco de la luz -masculló. Sentía, sin embargo, un desasosiego creciente, y no sólo porque no hubiera vuelto aún la luz. Normalmente hacía allí mucho calor, un calor asfixiante en aquella época del año, que era cuando por primera vez había entrado en el desván.

Ahora empezaba a hacer frío. Un frío desagradable.

Ransom, que no era hombre fantasioso, tuvo la súbita idea de que, si se ponía la mano en la nuca, descubriría que todo el vello se le había puesto de punta, como una advertencia primordial de que allí pasaba algo raro. Algo muy raro.

Una tabla del suelo crujió allí cerca y Ransom se giró bruscamente, pero estaba todo a oscuras y sólo pudo distinguir unas formas que se alzaban ante él.

Unas formas altas.

Era… extraño. Acababa de cruzar el desván siguiendo un pasillo despejado pero estrecho, hasta el centro de la estancia. Ahora, hasta donde podía distinguir forzando la vista, había allí una especie de barrera.

– Estoy viendo visiones -se dijo con la voz alta y empática que parecía decir «no tengo ni pizca de miedo» de quien atravesara un cementerio a medianoche-. Me he movido sin pensar, eso es todo. Aquí no hay nada más.

No se le ocurrió hasta más tarde que debería haber dicho «nadie más».

El retumbar estridente de un trueno casi le hizo brincar de miedo, y empezó a pensar en salir de allí, al menos hasta que volviera la luz.

Antes de que pudiera moverse volvió a centellear un relámpago y, a la luz de su brillo momentáneo, pudo ver qué era aquella barrera.

Mientras la oscuridad le envolvía de nuevo, Ransom intentó comprender lo que había visto. Tres viejos baúles apilados unos encima de otros. Baúles que estaba casi seguro de que, apenas unos momentos antes y desde hacía una eternidad, se hallaban bajo los aleros del extremo oeste del desván.

De hecho, estaba seguro de que era allí donde se encontraban porque formaban un juego de viejos baúles de camarote, cubiertos con pegatinas de viajes, como se hacía antaño, de ésos que hoy día los decoradores vendían por una fortuna. Se había fijado especialmente en ellos.

Y solían estar a casi treinta metros de donde estaban ahora.

Resonó un trueno que hizo vibrar las planchas del suelo bajo sus pies y Ransom deseó fervientemente que le siguiera un relámpago.

Crujió otra tabla del suelo. Tras él.

Se volvió bruscamente y el exabrupto que se le escapó sonó un poco demasiado agudo para su amor propio. Esta vez nada se cernía ante él, afortunadamente, pero ¿no era eso…?

Estaba de nuevo frente a la ventana y, mientras miraba, el destello de un rayo iluminó desde atrás, radiante, el cristal coloreado.

Había alguien de pie, ante él.

Alguien sin cabeza.

Atemorizado, Ransom dio un paso atrás y tropezó con los baúles que, indudablemente, apenas un minuto antes estaban algo más lejos de él.

Y las luces se encendieron.

Parpadeó mientras su vista se acostumbraba a la claridad, se quedó allí parado, mirando fijamente, y al cabo de un momento prorrumpió en una risotada temblorosa.

– Dios santo.

Se acercó a la ventana de cristales de colores hasta que, estirando el brazo, pudo tocar el viejo maniquí. La superficie que tocó estaba agrietada por el paso del tiempo, y el vestido que colgaba alrededor de la figura era antiguo, de seda y frágil encaje.

– Me acuerdo de ti -le dijo al maniquí, reconfortado por el sonido normal de su propia voz-. Llevas años aquí arriba. -Hizo una pausa y añadió inseguro-: Pero creo que no estabas delante de la ventana.

Con la mano todavía posada sobre el maniquí, se volvió a medias y miró los baúles, apilados ahora pulcramente en medio del desván.

– Y vosotros no estabais ahí, desde luego -añadió, sintiendo su propio desasosiego.

Se acercó a los baúles y los observó detenidamente. Sí, recordaba haberlos visto. Recordaba haberlos visto en el extremo oeste del desván, junto con otros cachivaches de los que nadie se preocupaba desde hacía años. Muebles viejos, y un trasto cubierto con un lienzo que parecía un espejo, y…

Y un maniquí de sastre.

Ransom miró por encima de su hombro, esperando a medias que el maniquí hubiera vuelto a su sitio. Pero seguía delante de la ventana, aparentemente inofensivo.

Hasta que un relámpago relumbró de nuevo más allá de la ventana, y el cristal multicolor produjo la impresión repentina y fugaz de que había allí una mujer con brazos y cabeza y el cabello suelto.

Ransom decidió revisar el resto de sus trampas en alguna otra ocasión, pasó junto a los baúles sin tocarlos y salió del desván sin perder un momento. Y no quiso admitir ni siquiera ante sí mismo que no pudo respirar tranquilo hasta que la puerta del desván estuvo cerrada tras él.

Con llave.

Las luces del salón parpadearon y se debilitaron sin llegar a apagarse, y aunque la tormenta crecía claramente en intensidad, allí su estruendo sonaba sofocado y apenas interrumpía las conversaciones.

– Entonces, crees que los muertos desaparecen para siempre -dijo Quentin, pensativo-. Lo cual significa que probablemente no eres religiosa.

– ¿Y?

Diana intentaba no hacer caso de la tormenta, ignorar la sensación de hormigueo, el cosquilleo que le había dejado su estallido incluso después de abandonar la terraza. Apartó la mirada de Quentin, se fingió vagamente interesada en la habitación que les rodeaba y parpadeó cuando vio a una mujer sentada en una mesa cercana, bebiendo té. La mujer la miró a los ojos, sonrió y levantó su taza en un sutil saludo.

Llevaba un vestido Victoriano.

– ¿Diana?

Ella se sobresaltó ligeramente y volvió a mirar a Quentin.

– ¿Qué?

– Sabemos por experiencia que a algunas personas con facultades extrasensoriales les resulta más fácil aceptar su don si tienen formación religiosa o espiritual. Sea por la razón que sea, la religión o la espiritualidad a veces ayudan a que, a algunos, lo imposible les parezca más… verosímil.

Diana lanzó una rápida mirada hacia la mesa cercana, sólo para descubrir que tanto la mesa como la mujer ya no estaban allí.

De pronto sintió ganas de beber algo mucho más fuerte que un té azucarado. Pero tomó un sorbo de la infusión y se sorprendió vagamente al ver que no le temblaba la mano.

– Entonces, si no puedes convencerme con tus presuntas teorías científicas, ¿recurrirás al misticismo? -Pensó que su voz también sonaba firme.

– Con gente distinta, funcionan cosas distintas -repuso él con una sonrisa tenue-. Todos acabamos encontrando un motivo para aceptar lo que tenemos que aceptar, Diana. Todos descubrimos tarde o temprano en qué creemos, cuál es nuestra filosofía. La ciencia no hace menos válidas las religiones o la espiritualidad, es otra opción. Lo que importa es que aceptemos lo que hay.

– Lo que tú dices que hay.

– Tú tienes pruebas de primera mano de que lo paranormal existe, eso lo sabemos los dos.

Ella no volvió a pasear la mirada por la habitación, a pesar de que sintió la tentación de hacerlo. Temía lo que pudiera ver.

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