Kay Hooper - Enfriar El Miedo

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Quentin Hayes, agente de la Unidad de Crímenes Espeluznantes del FBI, sigue atormentado por el misterioso asesinato de Missy, ocurrido hace veinte años en El Refugio, un hotel de Tennessee al que vuelve una y otra vez en busca de nuevas pistas.
Diana Brisco ha ido a El Refugio para participar en una terapia con la que espera resolver su pasado. Pero desde que está allí le asaltan terribles pesadillas y extrañas visiones de un niño desaparecido hace años. Además, un agente del FBI se empeña en convencerla de que no está loca, sino que posee un don especial para contactar con el más allá.
Quentin sabe que es su última oportunidad para resolver el homicidio de Missy y que necesita la ayuda de Diana, pero ¿cómo persuadir a la joven para que traspase el umbral y entre en el mundo del frío y la muerte?

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– Ahí fuera -concluyó él-, estábamos concentrados en la conversación y la tormenta nos cogió por sorpresa. Yo también suelo presentirlas. -Hizo una pausa mientras la miraba-. Y casi todos mis sentidos tienden a agudizarse durante una tormenta. Igual que los tuyos se afinaron hace un momento.

Diana pensó sin poder remediarlo que, en unas pocas horas, Quentin había adivinado más sobre ella y sus diversos estados de ánimo y peculiaridades que todos sus médicos en los muchos años que llevaban tratándola.

Si es que realmente estaba adivinando.

Aquello resultaba perturbador y, sin embargo, hacía que se preguntara si acaso no habría algo de verdad en las otras cosas que Quentin le había dicho. En aquellas posibilidades. ¿Sería posible? Después de todos aquellos años, de todas las pruebas, las terapias y las medicaciones… ¿podría ser tan sencilla la respuesta a la cuestión de qué era de veras lo que le sucedía? ¿Y tan increíblemente compleja?

– Diana, ¿qué has visto?

– A ella. La he visto a ella, a Missy. -No se dio cuenta de que iba a responder hasta que lo hizo, y, al hablar, se preparó inconscientemente para su reacción.

Pero Quentin no reaccionó en modo alguno, al menos abiertamente. Sin dejar de mirarla con intensidad reconcentrada, dijo:

– Describe lo que viste. Exactamente.

Diana se acordó de pronto de uno de sus muchos médicos, un hombre inexpresivo y decidido a no juzgarla dijera lo que dijese, pero que al mismo tiempo catalogaba mentalmente sus neurosis, y aquel recuerdo le hizo chirriar los dientes.

Cuanto antes terminara con aquello, tanto mejor.

Rápidamente, con voz átona, dijo:

– Había destellos, como de relámpagos o de sirenas, y ella se acercaba a mí, con cada destello estaba más cerca, y me parecía que decía «ayúdanos», pero su boca no se movía, y hacía frío y yo estaba sola con ella… -Tomó aliento rápidamente-. También estabas tú, pero sólo cuando aparecía uno de esos destellos, no en los momentos entre uno y otro, cuando todo era gris. Estabas allí, pero sólo porque yo te tocaba la mano, porque te mantenía… a medias allí.

– ¿Estábamos todavía en la terraza?

Ella escudriñó su cara en busca de algún indicio de que Quentin le estaba siguiendo la corriente, como habían hecho algunos médicos, y no supo si sentirse aliviada o alarmarse al no encontrar ninguno.

– Sí.

– ¿No había nadie más? ¿Sólo estábamos los tres?

– Sí.

– Cuándo había destellos, ¿entre destello y destello estabas completamente sola?

Diana hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– Había… No veía a nadie más cuando estaba todo gris. A ninguno de los huéspedes. Ni a ti. Ni a ella.

Quentin frunció el ceño repentinamente.

– Casi parece que has sido tú quien se ha colado en su mundo, y creo que eso es mucho más raro que lo contrario. Yo creía que los médiums ofrecían una puerta, pero no que la cruzaran ellos mismos. Al menos nunca he oído nada parecido. Pero ojalá supiera más.

– ¿Cómo? -Antes incluso de que él pudiera responder, Diana comenzó a mover la cabeza de un lado a otro-. No. No me digas que crees…

– Missy está muerta, Diana. Si la viste…

– Obviamente, no la vi. Está todo dentro de mi cabeza. -Oyó alzarse su propia voz y se detuvo un momento para recobrarse. Sabía de sobra que el excitarse demasiado o ponerse demasiado enfática le traía problemas-. Porque es imposible ver a los muertos. La vida del más allá no existe. Cuando uno muere, desaparece. Y punto.

– ¿De veras crees eso?

– De veras -contestó ella con firmeza.

Ransom Padgett subió trabajosamente las angostas escaleras del desván del edificio principal, refunfuñando en voz baja. Cada vez que había tormenta algo se averiaba en aquel viejo lugar. O había una gotera, o el agua llenaba los desagües de hojas y otras porquerías, o el suministro de agua de emergencia del hotel (diseñado por el dueño original, un hombre muy previsor, para que se llenara con agua de lluvia transportada desde las montañas de los alrededores) hacía aumentar la presión de las viejas tuberías hasta el punto de que rugían y chirriaban y molestaban a los clientes.

Esta vez, al menos tres huéspedes de la quinta planta, la más alta del edificio principal que se hallaba ocupada, se habían quejado de ruidos casi tan pronto como las primeras nubes oscurecieron el cielo.

Ransom opinaba que los clientes del hotel tenían, en su mayoría, demasiada imaginación y que la gerencia debería advertirles cuando se registraban que los edificios antiguos producían ruidos, eso no había forma de evitarlo. Pero, por suerte, tratar directamente con los clientes no era asunto suyo. Él sólo arreglaba cosas.

En este caso, sin embargo, dudaba que hubiera algo que arreglar. Las ardillas que anidaban en el desván le habían dado algún que otro quebradero de cabeza durante el invierno y, dado que no había descubierto aún cómo penetraban allí, supuso que alguna habría vuelto a entrar para cobijarse de la tormenta que se avecinaba.

De modo que había subido hasta allá arriba más que nada para revisar sus compasivas trampas (que, de momento, no habían conseguido atrapar a ninguna de aquellas astutas ardillas) y curiosear un poco para poder decirle a los de la gerencia que había echado un vistazo.

Usó su llave para abrir la puerta del desván, empujó ésta y pulsó el interruptor de la luz que había junto a ella. La iluminación consistía en bombillas peladas que, encajadas en celdillas de metal, se hallaban diseminadas por la amplia estancia; había muchas, pero las bombillas de mediana potencia apenas alumbraban. Tampoco servían de gran cosa las buhardillas y los grandes ventanales de las caras norte y sur, en parte debido a que los cristales emplomados estaban manchados y oscurecidos por el paso de los años. Y, con todos aquellos muebles viejos, baúles, cajas y trastos amontonados en la habitación, el desorden tampoco ayudaba.

Ransom había sugerido más de una vez que los propietarios del hotel mandaran a alguien a revisar todo aquello y se deshicieran de las cosas que, obviamente, nunca más volverían a usarse. Sencillamente, le parecía ilógico conservar cosas como ropa vieja y sábanas que se caían a pedazos de puro viejas, y herramientas antiguas y muebles rotos. Pero, naturalmente, no le habían hecho caso.

– Yo sólo trabajo aquí -masculló para sí mismo mientras se abría paso entre aquellos desechos del tiempo y de las vidas de otros, intentando recordar dónde había dejado exactamente las trampas.

Encontró una debajo de los aleros del lado oeste del edificio; estaba todavía vacía, pero la mazorca seca de maíz que había dejado como cebo había desaparecido.

– Pequeñas bastardas -dijo refiriéndose a las ardillas, perplejo porque hubieran logrado hacerse con el cebo sin disparar la trampa. A fin de cuentas, aquel chisme estaba diseñado para atrapar ardillas.

Probó el resorte y vio que estaba en buen estado.

– Ahora tendré que bajar otra vez al cobertizo del jardín a buscar más cebo. Mierda. -Pensó con añoranza en los días en que servía con un poco de veneno y deseó atreverse a desobedecer a la gerencia y eliminar a los roedores de una vez por todas.

Volvió a dejar la trampa sin cebo en su sitio y comenzó a abrirse paso hasta la siguiente, maldiciendo de nuevo, maquinalmente, el desorden por entre el que tenía que moverse, sallando por encima de los trastos o haciéndolos a un lado.

Estaba en la parte principal del desván, frente a una de las ventanas grandes, con cristales de colores, del extremo norte cuando se oyó el estruendo ensordecedor de un trueno y de pronto se apagaron todas las luces.

Como no quería romperse la crisma tropezando con alguna cosa en la oscuridad, aguardó donde estaba, confiando en que si la luz no volvía pasados un minuto o dos, el generador se pondría en marcha. Anotó mentalmente que la próxima vez llevaría consigo una linterna cuando subiera allí, o bien dejaría una junto a la puerta para tenerla a mano.

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