Kay Hooper - Enfriar El Miedo

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Quentin Hayes, agente de la Unidad de Crímenes Espeluznantes del FBI, sigue atormentado por el misterioso asesinato de Missy, ocurrido hace veinte años en El Refugio, un hotel de Tennessee al que vuelve una y otra vez en busca de nuevas pistas.
Diana Brisco ha ido a El Refugio para participar en una terapia con la que espera resolver su pasado. Pero desde que está allí le asaltan terribles pesadillas y extrañas visiones de un niño desaparecido hace años. Además, un agente del FBI se empeña en convencerla de que no está loca, sino que posee un don especial para contactar con el más allá.
Quentin sabe que es su última oportunidad para resolver el homicidio de Missy y que necesita la ayuda de Diana, pero ¿cómo persuadir a la joven para que traspase el umbral y entre en el mundo del frío y la muerte?

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– Es un milagro que a Diana no le haya pasado ya -dijo Quentin.

– ¿Cómo sabes que no le ha pasado?

Aquello sorprendió a Quentin.

– ¿Podría ser?

– Desde luego. Sobre todo, si tiene antecedentes de pérdida de conciencia. A juzgar por lo que te dijo, conocía ese tiempo gris entre los destellos de luz hasta el punto de ser capaz de darle un nombre. Lo que significa que le ha ocurrido otras veces, seguramente muchas a lo largo de los años.

Quentin se reprendió para sus adentros por no haberse dado cuenta antes.

– ¿Sin un anclaje?

– Puede que su instinto baste para traerla de nuevo a nuestro lado de la puerta. Averigua si ha tenido pérdidas de conciencia. Si es así, y si han aumentado en intensidad o en duración con los años, entonces Diana podría estar alcanzando un punto en su desarrollo extrasensorial en que se haga necesario un amarre para su propia segundad. Al menos, hasta que aprenda a controlar mejor sus facultades.

Quentin cruzó con la mirada su bonita habitación, sin verla.

– Y sin un amarre, ¿una de esas visitas a ese tiempo gris podría ser… permanente? ¿Diana podría no volver?

– Es posible, Quentin. No lo sabemos a ciencia cierta. Hemos conocido a personas tan destrozadas que estaban en estado catatónico, fuera del alcance de cualquiera. A los que pudimos leerles el pensamiento eran como… como una pizarra en blanco. Vacía. ¿Eran cascarones físicos de médiums que quedaron atrapados psíquicamente en el otro lado? No lo sabemos. ¿Podría sufrir Diana ese destino? No lo sabemos.

Quentin respiró hondo y exhaló despacio.

– Hoy estás siendo un gran consuelo.

– Lo siento.

Él suspiró.

– Vosotros sabíais que Diana estaría aquí. Pero ¿no lo preparasteis todo para que estuviera?

– No -contestó Bishop-. Su médico ya la había apuntado al taller de pintura que iba a celebrarse esta primavera. Lo único que hicimos fue poner a Beau como instructor.

– ¿Y hacer que sugiriera El Refugio como escenario?

– Sí.

– ¿Para ayudarla?

– Para ayudaros a los dos.

– Esperad un momento -dijo Quentin, comprendiendo de pronto-. ¿Cómo conocíais a Diana? Para saber que su médico la había apuntado al taller, teníais que estar… ¿qué?… ¿vigilándola?

Hubo un breve silencio y luego Bishop dijo:

– Nos ha costado años formar la unidad, Quentin, ya lo sabes. Y también sabes que al principio pasé mucho tiempo revisando informes sobre sucesos extrasensoriales y paranormales.

– ¿Qué fue en el caso de Diana?

– Tengo una fuente en un importante hospital de investigación psiquiátrica, en el noreste. Fue esa persona quien me habló de Diana. Hace años.

– Supongo que no intentaste reclutarla.

– No.

– ¿Por qué?

– Porque en aquel momento tomaba tanta medicación que habría sido inútil y potencialmente dañino.

– Pero le seguiste los pasos.

– Sí.

– Está bien. -Quentin intentaba comprender aquel otro rompecabezas-. Pero ¿por qué estabas tan seguro de que tenía que estar aquí? ¿Tiene alguna relación con El Refugio? ¿Con lo que pasó aquí hace veinticinco años?

– Dímelo tú.

– Bishop…

– No intento ponerme misterioso a propósito, Quentin. No sabemos cuál es la relación, sólo sabemos que existe. Diana y tú estabais destinados a estar ahí, en este momento. Aparte de eso, no hay mucho que podamos decirte.

– ¿Se te ha ocurrido pensar -dijo Quentin amablemente-, que puede que algún día alguno de nosotros se canse de tus partidas de ajedrez?

– Yo no juego al ajedrez.

– Y un cuerno.

Bishop dijo con cierta desgana:

– Si alguna vez esto se convierte en un juego para mí, Quentin, confío sinceramente en que me des una patada en el culo.

– Eres cinturón negro -respondió Quentin-. Sólo te daré una patada en el culo si me dejas. O si voy armado.

– Es una suerte que suelas ir armado.

– Podría decirle a Galen que me echara una mano -dijo Quentin pensativamente, refiriéndose a uno de los miembros más enigmáticos de la unidad-. Estoy seguro de que lo haría encantado. Tengo la impresión de que siempre se ha preguntado quién es más duro de los dos, si tú o él.

– Él ya lo sabe -dijo Bishop.

– ¿Sí? Ojalá yo hubiera estado ahí para verlo.

– No hubo nada que ver. -Sin explicar aquella misteriosa afirmación, Bishop devolvió la conversación a su cauce-. Respecto a Diana, no hace falta que te advierta que tengas cuidado.

– Es muy fuerte, de veras, Bishop.

– En un sitio como El Refugio, con una historia tan larga y conflictiva, es probable que a una médium le resulte muy fácil dejarse arrastrar, aunque sea inconscientemente, hasta la puerta que separa nuestro mundo del mundo de los muertos. Por fuerte que sea Diana, es una situación peligrosa.

– Hay una cosa más que debes tener en cuenta, Quentin -dijo Miranda-. Dado que Diana no puede distinguir aún de manera fiable entre sus sentidos normales y sus sentidos paranormales, es muy posible que haya abierto esa puerta muchas veces desde su llegada, sin siquiera darse cuenta. Los médiums están preparados para hacerlo, para ofrecer una puerta. Y ella podría haberla dejado abierta el tiempo suficiente para permitir que esa energía espiritual la cruzara.

– Estás diciendo que posiblemente este sitio esté embrujado.

– A falta de un término mejor…

– La energía siempre tiene un propósito, recuérdalo -dijo Bishop-. Sea lo que sea lo que pueda haber traspasado la puerta que Diana abrió, actuará de manera muy concreta. El objetivo es casi siempre encontrar la paz, saldar una cuenta, asimilar el pasado. Resolver lo que les mantiene atrapados al otro lado de esa puerta y les impide seguir adelante. Un médium les ofrece esa oportunidad. Y puede que algunos lleven esperando mucho tiempo.

– Missy -dijo Quentin.

– Missy, casi con seguridad, dado lo que ha experimentado Diana hasta el momento. Lo que significa que tienes una oportunidad excelente de resolver el asesinato de Missy. Si puedes ayudar a Diana.

– Manteniéndola con los pies en la tierra.

– Sigue tus instintos, Quentin -dijo Miranda-. Son buenos. Y ella necesita tu ayuda.

– ¿Y cómo la persuado para que confíe en mí? Le estoy diciendo que lo que ha creído durante todos estos años es mentira, que los expertos que ha conocido se equivocaban, uno tras otro, aunque no fuera con mala intención. Que su propio padre puede haber empeorado su situación porque no tuvo en cuenta esta posibilidad. En su lugar… En fin, yo no me creería.

Miranda contestó inmediatamente, con voz firme:

– Crea un vínculo con ella. Tú la entiendes y entiendes por lo que ha pasado. La crees. Sabes que no está loca. Necesita tu convicción, Quentin, porque la han dejado sin ninguna.

Una suave llamada a su puerta llamó la atención de Quentin.

– Haré lo que pueda -dijo-. Y volveré a llamaros más tarde.

– Estaremos aquí -dijo Bishop.

Quentin cerró su teléfono móvil y se levantó de la cama para salir al cuarto de estar y contestar a la puerta. Normalmente, por pura costumbre, tenía la precaución de mirar por la mirilla, pero esta vez, en cuanto su mano tocó el pomo de la puerta, supo quién estaba al otro lado.

Diana estaba allí, visiblemente tensa, sujetando con ambas manos la tira del bolso que llevaba colgado del hombro. Tenía la cara pálida y sus ojos parecían enormes y oscurecidos.

Antes de que Quentin pudiera hablar, dijo con voz casi átona:

– ¿Puedes venir? Hay… algo que necesito enseñarte.

Capítulo seis

Nate McDaniel frunció el ceño mientras observaba cómo dos de sus agentes trabajaban con esmero al calor y el resplandor de los grandes focos de exterior.

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