Aquello era inquietante, desde luego, y su padre se preocupaba cuando ella le contaba tal o cual suceso. Pero sólo cuando Diana llegó a la adolescencia los síntomas comenzaron a perturbar seriamente su vida.
Las pérdidas de conciencia eran lo más aterrador. Despertar y encontrarse en un lugar extraño, o haciendo algo que jamás habría hecho estando consciente. Cosas peligrosas, a veces. En una ocasión, al abrir los ojos, se había dado cuenta con horror de que estaba metida hasta la cintura en el lago que había cerca de su casa.
Completamente vestida. En plena noche. Avanzaba chapoteando hacia el centro del lago. Y en aquel entonces no sabía nadar.
Después de aquello aprendió.
Lo que los funcionarios escolares habían llamado «perturbaciones», la condujo a tutores privados que luchaban por completar su educación mientras que, a su vez, los médicos se esforzaban por dar con la combinación precisa de medicación y terapia que le permitiera desenvolverse con normalidad.
Había veces en que se medicaba tanto que era poco más que una zombi, razón por la cual apenas guardaba memoria de largos períodos de su existencia. En ocasiones, un nuevo fármaco causaba reacciones adversas, mucho peores que los síntomas que pretendía tratar. Y con frecuencia otro médico, provisto de otra teoría, le había ofrecido la esperanza de una cura sólo para acabar admitiendo su derrota.
Durante todo aquel tiempo, durante aquellos veinticinco años pasados entre médicos, clínicas, terapias y fármacos, Diana había aprendido al fin a seguirles el juego. Había aprendido, gracias a un doloroso proceso de intento y error, qué reacciones y respuestas conducían a más drogas y cuáles significaban «mejorías» según sus médicos.
Había aprendido a fingir.
Intentaba sinceramente ponerse mejor, desde luego. Procuraba hacer caso de lo que le decían. Se esforzaba por ser lo más honesta posible, aunque sólo fuera calladamente, para sí misma, al sopesar lo que pensaba y sentía.
Porque, a pesar de los sucesos inquietantes y aterradores de su existencia, a pesar de su confusión mental y de sus emociones en conflicto, en su fuero interno Diana creía de verdad que estaba cuerda.
Lo cual, a veces, era lo que más miedo le daba.
Beau se paseaba entre sus alumnos, ofreciendo aquí y allá una palabra dicha en voz baja o una sonrisa mientras avanzaba gradualmente hacia el rincón apartado en el que Diana había montado su caballete el primer día. Se preguntaba si ella era siquiera consciente de lo que indicaba aquello, de que se arrinconaba deliberadamente y miraba a quienes la rodeaban con expresión recelosa, como a la defensiva, de espaldas a la pared.
Probablemente, sí. A Diana no le faltaba conciencia de sí misma, pese a los esfuerzos aunados de los médicos convencionales por convencerla de que, para sanar, sólo tenía que comprenderse.
Lo cual, naturalmente, era una estupidez, al menos en sentido estricto. Diana no necesitaba comprenderse; necesitaba comprender sus facultades y aceptarlas como naturales y normales en ella.
Necesitaba dejar de creer que estaba loca.
Al acercarse a su rincón, Beau cobró conciencia de un repentino arrebato de satisfacción, no del todo exenta de inquietud. Diana tenía los ojos fijos en el cuaderno abierto sobre su caballete, pero al mismo tiempo su mirada era distante, desenfocada. Su rostro carecía de expresión, pero su mano se movía con rapidez y el roce del carboncillo sobre el papel estaba lejos de ser indeciso.
Sin decir una palabra, Beau se situó en un lugar desde donde podía ver lo que estaba dibujando. Lo observó un momento, miró a Diana el tiempo justo para darse cuenta de que tenía las pupilas dilatadas y se alejó luego con tanto sigilo como se había acercado.
Un minuto después, comenzó a despedir a los demás alumnos, uno por uno. Ya lo había hecho otras veces, así que nadie se sorprendió. Hablaba con cada uno brevemente, comentando su trabajo o su estado de ánimo, les escuchaba si deseaban hablarle, y luego los hacía salir del invernadero para que fueran a tomar el fresco, a hacer ejercicio o a meditar en alguno de los jardines, lo que fuera más apropiado para cada uno.
A Diana no la hizo salir; ni siquiera volvió a acercarse a ella.
Se apostó, en cambio, junto a la puerta abierta para que nadie que entrara en el silencioso edificio pudiera molestarla. Se apoyó contra el marco y se puso a contemplar los jardines mientras escuchaba el rasgueo constante del carboncillo sobre el papel y esperaba pacientemente.
Si algo había aprendido Quentin durante sus años en la Unidad de Crímenes Especiales, era que no existían las coincidencias. Por más fruto del azar que pareciera ser algo, siempre había una conexión. Siempre.
Diana Brisco había ido a El Refugio movida por una angustiosa búsqueda de respuestas; Quentin también había acudido allí en busca de algo. La posibilidad de que él pudiera ayudarla en su busca le decía que era también posible que ella pudiera ayudarle en la suya.
Quentin ignoraba cómo. Le parecía disparatado suponer que Diana pudiera tener alguna relación con lo ocurrido allí hacía veinticinco años, sobre todo teniendo en cuenta que ella misma le había dicho que aquélla era su primera visita a El Refugio. Pero su instinto, así como la voz que sonaba quedamente en su cabeza, insistían en que tal relación existía.
Lo único que tenía que hacer era encontrarla.
Otro quizá se habría acobardado, pero después de tantos años dando vueltas una y otra vez a los mismos datos sin encontrar ninguna respuesta, Quentin se sentía reanimado por la sola posibilidad de que hubiera una nueva vía que explorar. Tenía, sin embargo, que proceder con cautela, eso lo sabía. Diana, fuera lo que fuese, era emocionalmente vulnerable; si él la presionaba con demasiada vehemencia o demasiado pronto…
Así pues, por más que le costara cultivar la paciencia, se obligó a dejar que pasaran unas horas antes de ir en su busca. Desayunó y bajó luego a los establos con la esperanza de hablar con Cullen Ruppe, el hombre que había trabajado en El Refugio veinticinco años atrás.
Era el día libre de Ruppe.
Aquel destino malévolo otra vez.
Quentin estuvo un rato paseándose inquieto por los establos y los jardines, y por fin se dio por vencido y averiguó (con cierta dificultad, dada la célebre discreción del personal del hotel) dónde se celebraba el taller de pintura.
Al acercarse al invernadero, iba debatiendo en silencio consigo mismo acerca de cómo plantear aquel encuentro cuando le cogió por sorpresa un acontecimiento completamente inesperado.
– ¿Qué demonios haces tú aquí? -preguntó.
Beau Rafferty sonrió.
– Estoy impartiendo un taller.
Quentin lo miró con desconfianza.
– Ya. Y supongo que Bishop no tiene nada que ver.
– Estos talleres terapéuticos de pintura -contestó Beau amablemente-, empezaron hace años. Han tenido tanto éxito que se celebran por lo menos dos al año. En diferentes partes del país. Dirigidos por diferentes artistas. Todos somos voluntarios y nos comprometemos por adelantado, informando de la época del año o la zona del país en la que preferiríamos dar el taller. Luego todos pasamos por un curso de entrenamiento, para ir mejor equipados a la hora de enfrentarnos a nuestros conflictivos estudiantes.
– ¿Y cuándo te comprometiste tú? -inquinó Quentin en tono igual de afable.
– Hará unos seis meses.
– ¿Alegando que sospechabas que el mes de abril en Tennessee sería agradable?
– Bueno, y lo es, ¿no? Sugerí El Refugio. Me habían dicho que era el escenario ideal.
Quentin suspiró.
– Así que Bishop tuvo algo que ver.
– Con el hecho de que yo esté aquí, desde luego. Pero tú sabes tan bien como yo que lo que ocurre después siempre depende de nosotros. Y, a fin de cuentas, yo sólo estoy aquí para impartir un taller terapéutico.
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