Kay Hooper - Afrontar el Miedo

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Riley Crane se despertó completamente vestida, cubierta de sangre y con una pistola bajo la almohada. Pero lo que resultaba más aterrador aún era que no recordaba lo sucedido la noche anterior. En realidad, apenas recordaba las tres semanas anteriores.
Riley es un camaleón: ex oficial del ejército y ahora agente federal asignada a la Unidad de Crímenes Especiales, posee el don de la clarividencia y la capacidad de fundirse con su entorno, de ser lo que elija. Especialista de la UCE en lo oculto, ha sido enviada por su jefe, el enigmático Noah Bishop, a una casa en la playa, en Opal Island, para investigar diversas noticias sobre fenómenos misteriosos.
Pero eso fue hace tres semanas. Ahora, al despertarse, descubre que no puede fiarse de su memoria, que ha perdido la clarividencia de la que siempre ha dependido para protegerse, y que en su vida hay un nuevo hombre muy atractivo. Para colmo, con los recursos de la UCE recortados al mínimo, Riley se encuentra sin refuerzos. Sola, se ve obligada a enfrentarse a tientas a un juego en el que nadie a su alrededor es quien parecer ser. Y un truculento asesinato es el primer aviso de lo mucho que arriesga.
Bishop quiere sacar a Riley del caso. Y también Ash Prescott, el poderoso fiscal del distrito. Pero tanto su ex compañero en el ejército, Gordon Skinner, como el sheriff Jake Ballard creen que Riley puede atrapar a un asesino feroz. Uno de esos cuatro hombres sabe qué está pasando en este pueblecito costero, y Riley necesita desesperadamente esa información. Porque lo que no recuerda basta para costarle la vida. Esta vez, la maldad no está más cerca de lo que cree: está ya aquí.

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El ninja había cometido un acto atroz: había secuestrado a la Barbie Malibú y pedido un rescate por ella. La batalla por atraparle y liberar a la rehén fue intensa.

A su madre todo aquello la desconcertaba un poco: temía con razón que aquellos juegos infantiles anunciaran una vida menos tradicional que la que ella, al menos, esperaba para su hija. En vez de pasar su época de universitaria integrada en una hermandad femenina y estudiando psicología infantil o algo por el estilo, Leah había estudiado psicología e investigación criminal y había hecho prácticas en la oficina de investigación del Estado.

Pero si a su madre la había decepcionado la elección profesional de su hija, la propia Leah había quedado un tanto desilusionada por los cuatro años que había pasado en la Policía de Columbia: allí descubrió que no le gustaba ser policía en una gran ciudad. Demasiada violencia. Demasiadas situaciones deprimentes con final trágico e infeliz.

Gordon decía que había elegido la carrera equivocada para una mujer que creía que las historias tenían que acabar con final feliz. Pero lo cierto era que Leah disfrutaba con su trabajo casi siempre. Disfrutaba ayudando a la gente. Así que, cuando Columbia se volvió demasiado deprimente, llegó a la conclusión de que un pueblo en la playa sería sin duda mucho más alegre y menos violento, y tendría además otros muchos alicientes.

Sobre todo porque era una de esas raras pelirrojas que se ponían morenas, en vez de llenarse de pecas.

Había recalado en el departamento de Policía del condado de Hazard gracias a un alfiler. Teniendo delante una lista de departamentos policiales de la costa sureste que buscaban agentes con experiencia, había cerrado los ojos y clavado un imperdible abierto en el papel.

Salió el condado de Hazard.

Tal vez fuera un modo estúpido de planear una carrera, y más aún una vida, pero a Leah le había salido bien. Porque ahora le gustaba su trabajo y le encantaba la vida en la playa. Y además tenía un hombre que estaba loco por ella. Miel sobre hojuelas.

– Y ahora -le dijo a Riley, concluyendo su historia con aire ofendido- un monstruo asesino ha tenido que venir a arruinarme el paraíso.

– Sí, los monstruos asesinos pueden amargarte la vida -dijo Riley, muy seria. Estaba sentada en un rincón de la mesa de reuniones, balanceando ociosamente un pie mientras esperaba a que el sheriff Ballard se reuniera con ellas provisto del informe de la autopsia. Entre tanto, había conseguido que Leah se pusiera a hablar con sólo hacerle una o dos preguntas sencillas sobre sí misma.

Leah suspiró.

– En fin, ya sabes lo que quiero decir. No es que me esté tomando este asesinato a la ligera. Cada vez que cierro los ojos, veo a ese pobre tipo allí colgado, en el bosque. Me pongo enferma. Y tengo miedo. Porque si el maníaco que lo mató no es un veraneante, cabe la posibilidad de que sea alguien que conozco.

Riley dio otro mordisco a la barrita energética que se estaba comiendo. Luego dijo:

– Si te sirve de algo, me sorprendería que el asesino fuera un veraneante.

– Mierda. ¿Por qué?

– Porque si de verdad practica, o practican, rituales satánicos, no es algo que uno se lleve por ahí cuando se va de vacaciones. Los rituales extremos, al menos. Además, la discreción es fundamental, y ese sitio estaba muy a la vista.

– Entonces puede que sea… ¿qué? ¿Un falso ritual?

– Una cortina de humo, tal vez. Para ocultar el verdadero motivo que hay tras el asesinato. Y, si es así, si alguien está usando la parafernalia ocultista para despistarnos es, casi con toda probabilidad, para desviar nuestra atención de alguien que de otro modo sería un sospechoso lógico del asesinato de ese hombre.

Leah se quedó pensando.

– Pero no podemos saber si tenía enemigos aquí hasta que averigüemos quién es. Quién era.

– Sí. Así que la identificación tiene que ser prioritaria.

– Y lo es. Pero, de momento, nada. El médico que nos sirve de forense nos dio un informe preliminar anoche. No ha encontrado marcas identificativas en el cadáver. No tenía cicatrices, ni tatuajes, ni marcas de nacimiento. Cotejamos sus huellas otra vez para asegurarnos, pero no ha habido suerte.

– Yo no esperaría encontrar sus huellas dactilares en los archivos -dijo Riley.

– ¿Por qué, si puede saberse?

Riley dobló cuidadosamente el envoltorio vacío de la barrita energética, convirtiéndolo en una tira cada vez más estrecha.

– Porque falta la cabeza -respondió.

Leah no pudo evitar hacer una mueca, pero dijo:

– ¿Y qué?

– Que nunca he oído hablar de un ritual ocultista en el que se decapitara a la víctima y desapareciera la cabeza. Y no veo por qué iba a hacer eso el asesino si no es para retrasar la identificación. Si es así, y si el asesino tuviera motivos para creer que sus huellas estaban registradas en los archivos policiales, y puesto que obviamente no es muy escrupuloso, habría destruido las yemas de los dedos. Se los habría cortado, o quemado, quizá.

Leah se aclaró la garganta.

– No es muy bonito el mundo en el que vives, ¿no?

Riley pareció ligeramente sorprendida. Luego sonrió con cierta desgana.

– Supongo que no. Pero no suelo pensarlo de ese modo.

– ¿Es sólo un trabajo?

– Bueno…, más o menos. A través de mi trabajo conozco a gente fantástica. Tengo algunas experiencias interesantes, y no todas son negativas. Viajo mucho. Y creo que el trabajo que hago es importante.

– Oh, de eso no hay duda. -Leah bajó la voz ligeramente, a pesar de que estaban solas en la sala de reuniones-. Y puedes usar tus facultades paranormales en algo realmente importante, en vez de trabajar en una feria o una de esas líneas de videntes.

– Una de las personas con poderes más asombrosos que conozco pasó años trabajando en una feria, diciendo la buenaventura.

– No quería decir…

Riley zanjó su respuesta con un ademán.

– Ya lo sé. Pero tienes razón: algunos de nosotros, quizá la mayoría, no tenemos muchas formas de ganarnos la vida decentemente usando esas habilidades. Suponiendo que puedas usarlas, y muchos no pueden.

– ¿Quieres decir que no pueden controlarlas?

– La mayoría no podemos controlarlas, o al menos no de forma fiable. Mi jefe dice que si alguna vez nace una persona con poderes parapsicológicos que pueda controlar sus capacidades, el mundo cambiará. Seguramente tiene razón.

– Pero esa persona no eres tú, ¿no?

– No. Llevo usando mis capacidades desde que tengo memoria, y sigue siendo una lotería. Aunque esté perfectamente concentrada y mi nivel de energía sea óptimo, puede que no capte nada. Otras veces ni siquiera lo intento y recibo un montón de información de emociones.

– ¿Captas emociones? ¿Las emociones de otras personas? -Leah no pretendía parecer recelosa, pero sintió en su tono que lo parecía.

Riley miró con el ceño fruncido el envoltorio vacío, convertido en una fina tira doblada. Lo ató pulcramente en un nudo.

– A veces. No como alguien con empatía, que siente lo que siente otro. Sólo sé si alguien está enfadado o triste…, o lo que sea. Aunque lo guarde dentro y no demuestre nada.

Leah la observó preguntándose cómo sería tener esa ventana hacia el interior de los demás. No era que quisiera saberlo de primera mano: bastante le costaba ya aclarar sus propias ideas y emociones sin tener que pensar en los demás.

A Riley, sin embargo, no parecía perturbarla. Era una mujer extrañamente serena, pensó Leah. Incluso el día anterior, en el bosque, en medio de aquella escena espantosa, se había mostrado tranquila y natural. Y hoy llevaba la pistola despreocupadamente en la cadera, con los vaqueros y una camiseta fina de verano.

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