Pero había dado en el clavo: la siguiente víctima había muerto en Birmingham. Y Riley había llegado justo a tiempo de contemplar otro escenario para una carnicería.
Para entonces, su ira por llegar de nuevo demasiado tarde para ayudar a la víctima estaba a punto de bloquearla. Pero a pesar de aquella furia había oído el susurro. «Nueva Orleans.»
«Estaré en Nueva Orleans, pequeña. Quedamos allí.»
No se lo había dicho a Bishop al informarle. De todos modos seguramente habían sido imaginaciones suyas, o de eso se había convencido. Porque ella no era telépata y no podía haber oído mentalmente la voz del asesino. Así que lo único que le dijo a su jefe fue que estaba segura de que Nueva Orleans sería su nuevo coto de caza.
Y allí estaba. Un mes después.
Y de momento, nada.
Era casi imposible aburrirse en Nueva Orleans, pero Riley sabía que se le estaba agotando la paciencia. Aquel asesino había actuado al menos nueve veces (Bishop creía que había seguramente víctimas anteriores que no habían encontrado o a las que no habían sabido relacionar con el caso, y en esas cosas solía tener razón), y lo único de lo que Riley estaba segura después de meses de esfuerzo exhaustivo era de que su objetivo era un agente comercial o un viajante de algún tipo.
– Tiene sentido -le había dicho Bishop-. Conoce las ciudades y los pueblos que visita. Así que sabe dónde cazar. Todos los garitos y locales. Seguramente no tarda más que un par de noches en reconocer a los clientes habituales.
– Y en elegir a su víctima, sí. Pero ¿por qué padres de familia, tipos que se paran a tomar una cerveza o dos cuando vuelven a casa del trabajo? ¿Por celos? ¿Porque tienen lo que él no tiene?
– Tal vez. Celos. Resentimiento. Envidia. O simple rabia. Porque es injusto. Porque ellos son normales y él no.
– ¿Crees que lo sabe? ¿Qué sabe que no es normal?
– Una parte de él lo sabe. -Bishop titubeó; luego añadió sombríamente-: Espero que sea ésa la parte con la que estás conectando, Riley. Porque la otra es más negra que el infierno, es pura maldad, y no conviene que te veas atrapada en ella.
– Yo no soy telépata.
– No, eres una clarividente ultrasensible y te has obsesionado con ese tipo. Lo que significa que estás dejando que su obra se introduzca en tu mente, en tus emociones, en los poros de tu piel. Es peligroso. Te lo advertí: no te acerques demasiado.
– Tú sabías que me acercaría -respondió ella, y no era un reproche-. Cuando empezó todo esto. Cuando me reclutaste.
– Sí. Lo sabía.
Riley oyó o percibió lo que podía ser un toque de pesar en su voz y dijo:
– No pasa nada. Yo también lo sabía.
– Ojalá eso ayudara -dijo Bishop-. Ten cuidado, Riley. Ten mucho, mucho cuidado.
Tres semanas después de esa conversación telefónica, Riley estaba tensa, nerviosa, y empezaba a familiarizarse en exceso con su entorno. Las noches en la calle Bourbon eran ruidosas y coloridas, y tenían un sabor peculiar que ninguna otra ciudad del planeta podía imitar.
La gente llenaba las calles, algunos se tambaleaban o avanzaban a trompicones, y sus carcajadas estridentes crispaban los nervios de Riley. El aroma especiado de la cocina cajún se mezclaba mal con el de los edificios viejos y enmohecidos, con el olor a humo de tabaco y gente. De vez en cuando cambiaba la brisa y el olor a lodo del río se añadía al conjunto.
En medio de la calle se había abierto hueco para que un malabarista de labia experta y bulliciosa entretuviera al gentío. La música que salía de los locales y los bares de alterne que flanqueaban la calle chocaba con el lamento de un cantante folk, la funda de cuya guitarra descansaba abierta sobre la acera, delante de él, para recoger contribuciones.
Y bajo las luces brillantes de la calle, la indumentaria de la multitud cubría toda la gama, desde unos pocos disfraces chillones, vestigio del Mardi Gras , a trajes de vestir de hombre y mujer. En medio había de todo: desde vaqueros y camisetas a las minifaldas, los pantalones cortos y las camisetas cortas que llevaban las adolescentes…, y las prostitutas.
Riley intentaba olvidarse de todo aquello, intentaba concentrar su mente sólo en su presa.
«Estás aquí, cabrón. La policía no lo sabe aún, no sabe que hay un cazador rondando por sus calles. Esta gente no lo sabe. Pero yo sí. Te siento, como un picor en la nuca. Te huelo, como el olor agrio de la colonia barata y el sudor rancio».
«Y la necesidad. Hueles a necesidad. Necesitas matar esta noche, ¿verdad? Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez. ¿Por qué has esperado tanto? Nunca habías esperado tanto. Tres semanas, máximo, nunca un mes entero. ¿Por qué has esperado un mes esta vez?»
«¿Es por mí? ¿Me conoces?»
«¿Me sientes como te siento yo a ti?»
Un extraño aturdimiento se apoderó de Riley. Tropezó. Miró parpadeando el mar de gente que pasaba y logró alejarse de su fluir lo justo para apoyar la mano en un edificio.
Se dio cuenta de que tenía arcadas, de que notaba en la boca un espantoso sabor metálico. Se llevó la mano libre a los labios y al mirarla vio sangre.
Se palpó la boca con la lengua, pero no encontró ninguna herida, ni motivo para que hubiera sangre. No sentía dolor. Así que ¿por qué…?
De pronto el olor de la sangre saturó sus fosas nasales y por un instante estuvo segura de que tenía las manos resbaladizas por aquella cosa viscosa, de que sólo sostenía con firmeza el cuchillo porque él sabía lo que hacía…
«Oh, Dios. Es él.»
Se dio cuenta de que se movía únicamente cuando pasó junto a los coches de policía que cada noche bloqueaban el final de la calle Bourbon. No se detuvo, ni siquiera vaciló. Al hacerse más fuertes el olor y el sabor de la sangre, apretó el paso hasta que por fin echó a correr, alejándose del gentío hacia algo que no quería encontrar.
En algún momento sacó el arma de la funda que llevaba al hombro. Apenas fue consciente de ello. Sólo pensaba en correr más y más deprisa. Cuando por fin lo encontró, le ardían los pulmones y sentía un dolor agudo en el costado.
Cuando por fin encontró lo que quedaba de él.
Estaba en una zona en construcción parcialmente despejada para alzar un nuevo edificio, pero en la que todavía no había nada, salvo enormes excavadoras que se elevaban, inmóviles y silenciosas a su alrededor. Estoicos e inhumanos testigos de las atrocidades cometidas allí.
Había una farola lo bastante cerca como para que viera lo que había dejado esta vez. Los restos de un cuerpo humano, desnudo y ensangrentado. Pero sólo parte de él.
No había nada del ombligo para abajo, excepto el amasijo pavoroso de las vísceras cortadas.
Demasiado tarde. Había llegado demasiado tarde. Otra vez. Y sentía aún el sabor de la sangre en la boca.
«Has fallado otra vez, ¿no? Pero no te preocupes, pequeña. Tendrás otra oportunidad. Nos veremos en Mobile.»
Habría jurado que oía el eco de una risa burlona, pero no empujado por la leve brisa que soplaba a su alrededor, sino dentro de su cabeza.
Y sabía que no era su imaginación.
En la actualidad
– No sabemos si es él. No estamos seguros -dijo Bishop.
Sentada en su coche, en el departamento del sheriff, con el teléfono móvil pegado a la oreja, Riley luchaba por mantener una voz calmada y firme.
– Está dejando monedas, ¿no? Monedas recién acuñadas en el interior de las víctimas.
– Eso no debería haberse filtrado a la prensa.
– Antes no se filtró, los dos lo sabemos. Lo que significa que el asesino no es un imitador.
La voz de Bishop contenía toda la calma que a Riley le faltaba, y más aún.
– Lo que sabemos es que en las investigaciones anteriores trabajaron cientos de personas durante mucho tiempo, así que no podemos estar seguros de que no se filtrara información, aunque no llegara a los periódicos.
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