Luego fue en busca de Luke.
Caitlin había pensado en abandonar la pequeña habitación del motel varias veces esa mañana, especialmente cuando uno de los canales locales que estaba viendo dio la noticia de la desaparición y probable secuestro del sheriff Metcalf. Se había limitado, sin embargo, a ir en coche a una cafetería cercana para tomarse un café y un gran bollo de canela mientras limpiaban su cuarto.
Los dos ayudantes del sheriff que seguían vigilándola (o posiblemente fueran otros dos distintos, los del turno de día) se mantuvieron al alcance de su vista sin entrar en la cafetería, y Caitlin tuvo que preguntarse hasta qué punto estarían molestos por tener que hacerle de guardaespaldas cuando sin duda estaban ansiosos por participar en la búsqueda del sheriff.
Llegó a compadecerse de ellos, al menos por tener que quedarse allí sentados sin hacer nada. Lo cual no era divertido.
Regresó a su habitación, que ahora olía fuertemente a desinfectante, y se resignó a pasar un día aburrido. Series estúpidas en la televisión, o películas tan viejas que sólo podían emitirse por la mañana, en horario de mínima audiencia, o noticias, o el pronóstico del tiempo… Aquéllas parecían ser sus únicas posibilidades de entretenimiento.
– Tengo que ir a una librería -dijo en voz alta-. Sabe dios cuánto tardará la policía en volver a dejarme entrar en el apartamento para hacer lo que tengo que hacer. Si voy a tener que quedarme aquí mucho tiempo…
De pronto se apagó la televisión.
Caitlin se quedó paralizada durante lo que le parecieron minutos. Después dijo, indecisa:
– ¿Lindsay?
Curiosamente, la sorpresa que sentía en ese momento se debía menos a la posibilidad de que su hermana muerta estuviera intentando comunicarse con ella que al momento del día. Por alguna razón, se le había metido en la cabeza que los espíritus se manifestaban en las horas de la madrugada o, al menos, después del anochecer, no en plena mañana.
Cosa que, pensó, quizá no fuera del todo tan descabellado, puesto que los minutos iban pasando sin que sucediera nada más.
– ¿Lindsay? -repitió. Empezaba a sentirse estúpida. Y a preguntarse cuánto tiempo tardarían en repararle su única fuente de entretenimiento.
De repente se apagó la luz. Y, dado que había corrido las pesadas cortinas del único ventanal de la habitación, la oscuridad se hizo completa.
– ¿Qué diablos…? -masculló. Se levantó de la silla, vaciló y dio un paso hacia la lámpara apagada de la mesilla de noche.
Algo le tocó el hombro.
Se volvió bruscamente, aguzó la vista… y no vio nada.
– ¿Lindsay? ¡Maldita sea, Lindsay, te estoy prestando atención, no hace falta que me des un susto de muerte!
Se quedó allí, a oscuras, entre enfadada y asustada, y se preguntó de pronto si no habría imaginado aquel contacto. Seguramente había sido eso. Seguramente.
Porque no había nada después de la muerte, nada, y el desear que lo hubiera era inútil. Lindsay no podía estar intentando comunicarse con ella porque estaba muerta, muerta y enterrada, y lo demás sólo era fruto de su mala conciencia y de su imaginación dolorida…
Oyó un leve arañar que hizo que el vello de la nuca se le erizara.
Pasaron largos segundos. Sólo aquel suave arañar turbaba el silencio.
Luego, bruscamente, las luces volvieron a encenderse. Con un chasquido, el televisor se puso en marcha. El sonido cotidiano de las voces humanas llenó la habitación.
Caitlin se quedó paralizada, parpadeó un momento, deslumbrada por la luz repentina, y fijó luego la mirada en la mesilla de noche. Incluso sin acercarse, vio que había algo escrito en la libreta que había sobre ella.
Antes de que se fuera la luz, la libreta estaba en blanco.
Respiró hondo, se acercó a la mesilla de noche y cogió la libreta con manos temblorosas.
Ayúdales, Cait.
Ayúdales a encontrar a Wyatt.
Sabes más de lo que crees.
– Señorita Burke, ¿es cierto que ayudó usted a la policía a localizar el cuerpo de la inspectora Lindsay Graham?
– No, no es cierto -contestó Samantha con calma a la periodista-. La inspectora Graham fue localizada gracias a un trabajo policial muy serio.
– Pero no a tiempo de salvarle la vida -masculló alguien.
– El asesino pretendía que muriera. A eso se dedican los asesinos. Obviamente, es un error considerar a esa… persona… como otra cosa que un asesino a sangre fría. -De nuevo su voz sonó serena y firme. Estaba de pie sobre el escalón de arriba de la entrada principal del departamento del sheriff y miraba desde allí a la pequeña manada de periodistas, ansiosos por oír lo que tuviera que decirles.
«No ha venido la televisión, menos mal.» Se preguntó cuánto tiempo le duraría la suerte en ese aspecto, de cuánto tiempo disponía antes de que su imagen apareciera en las noticias de las seis. De momento, había podido evitarlo porque las cadenas de televisión locales tenían su sede a casi doscientos kilómetros de allí, en Asheville, y durante las semanas anteriores habían dispuesto de unos cuantos crímenes llamativos en los que concentrar su atención. Habían mandado un reportero para cubrir los asesinatos y mantenerse al día de los avances de la investigación, pero de momento no se habían aventurado a lanzar especulaciones acerca de la feria o la vidente de paso por Golden.
Ya era suficiente con que la prensa local se hubiera ocupado ampliamente del caso, sin ahorrarse especulaciones. Pero para eso estaba preparada. Si las cadenas de televisión regionales empezaban a prestar atención a la historia, sólo sería cuestión de tiempo que la noticia cobrara alcance nacional… y se difundiera a los cuatro vientos.
Confiaba en que aquello no llegara a ocurrir, aun sabiendo que, con cada secuestro y cada asesinato, se acercaban a un foco de luz mucho más extenso y molesto.
– ¿Está ayudando ahora a la policía, señorita Burke? -preguntó la misma periodista. Sostenía su pequeña grabadora en alto y mantenía sus ojos verdes y ávidos fijos en Samantha.
Consciente de que tras ella se había abierto la puerta, Samantha dijo con premeditación:
– Ésa parece ser una cuestión susceptible de discusión en este momento.
– ¿Cómo podría ayudarles? -preguntó otro periodista agresivamente-. ¿Mirando su bola de cristal?
Samantha abrió la boca para contestar, pero Luke la agarró del brazo, la hizo volverse hacia la puerta y dijo dirigiéndose a los reporteros:
– La señorita Burke no tiene nada más que añadir. Les mantendremos informados de los avances de la investigación cuando el departamento del sheriff tenga algún dato que compartir con ustedes.
Los periodistas les lanzaron a gritos una andanada de preguntas, pero Lucas se limitó a entrar en el edificio tirando de Samanta y a doblar la esquina para quitarse de su vista antes de preguntar con aspereza:
– ¿Qué diablos estabas haciendo?
Estaba enfadado. Y se le notaba.
Samantha le miró un momento; después levantó la mano derecha para enseñarle la palma. Las marcas de quemadura que le habían dejado el volante, el anillo y el medallón de la araña seguían allí, más claras aún que antes.
– Es una lástima que me hayas interrumpido -dijo con suavidad-. Estaba a punto de enseñarles esto.
– ¿Por qué? -preguntó Lucas.
Ella se encogió de hombros.
– Bueno, el asesino ya me está vigilando. He pensado que es hora de que se haga una idea de lo que soy capaz.
– ¿Te has vuelto loca? Dios mío, Sam, ¿por qué no te pintas una diana en la espalda?
– ¿Y por qué no confundir un poco a ese hijo de puta, si podemos? ¿Por qué no hacer que se pregunte si tal vez, sólo tal vez, no controla tanto el juego como piensa? De momento todo ha salido exactamente como planeaba, así que tal vez sea hora de que hagamos algo por cambiar la situación. No sé si en el ajedrez hay algo parecido a un comodín, pero eso soy yo. Y creo que es hora de que le hagamos saber que hemos tirado las normas por la ventana.
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