Kay Hooper - Jaque al miedo

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Lucas Jordan es un reputado criminólogo con poderes paranormales que trabaja para el FBI, en la Unidad de Crímenes Especiales. Un secuestrador psicópata tiene en jaque a toda la Unidad: tras raptar a sus víctimas, y cobrar el rescate, las somete a una macabra situación letal sin escapatoria, mientras un reloj marca, inexorablemente, el tiempo de vida que les queda.
Samantha Burke, una médium que trabaja en un circo, con capacidad para ver el futuro, se cruza de nuevo en la vida de Lucas, con una inquietante premonición: el asesino conoce perfectamente el patrón mental de Lucas, y cada uno de sus movimientos forma parte de una retorcida partida de ajedrez en la que todos son piezas de tan macabro juego. Samantha se convertirá en la pieza clave del tablero y la única capaz de salvar no sólo la vida de Lucas, sino también su herido corazón.

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– Y a Samantha, sí. Lo que me inquieta del mensaje que le dieron es que no hay motivo razonable para que el asesino nos alerte de que la está vigilando. A no ser que…

– ¿A no ser qué?

– A no ser que fuera un juego de manos. Y, si es así, si Sam es el elemento de distracción…

– Entonces, ¿dónde está el truco? -concluyó Jaylene.

Eran más de las cinco y no había clareado aún cuando Samantha se removió y se incorporó ligeramente en la cama. Lucas yacía boca abajo, junto a ella, con un brazo echado sobre su cuerpo y la cara medio hundida en la almohada. Dormía profundamente, relajado por completo, como nunca lo estaba despierto.

Samantha lo observó largo rato a la luz de la lámpara, estudiando su rostro. Su oficio le envejecía: aparentaba más de los treinta y cinco años que tenía. Al mismo tiempo, la suya era una de esas caras a las que el paso de los años trataría con respeto. Siempre, pensó Samantha, sería un hombre guapo.

Y, naturalmente, también sería siempre un incordio.

Aquella idea cargada de ironía le hizo sonreír sin que pudiera evitarlo y, mientras sonreía, la lámpara que había junto a la cama parpadeó varias veces. Ella aguardó y observó la lámpara, que al cabo de un minuto volvió a parpadear.

Se apartó suavemente del brazo de Luke y salió de la cama. No se esforzó en exceso por no hacer ruido; cuando Luke dormía, hacía falta un gran estruendo o la percepción de un peligro para despertarlo.

Y, por más dudas que abrigara cuando estaba despierto, su subconsciente sabía que ella no suponía ningún peligro.

Samantha contaba con ello.

Se vistió rápidamente con ropa abrigada, se acercó a la puerta y apartó la silla que él había encajado bajo el picaporte. Se volvió hacia la ventana que había junto a la puerta y echó un vistazo fuera. El coche patrulla que debía vigilar el motel (o, mejor dicho, a Caitlin Graham) estaba aparcado en un extremo, cerca de la habitación de Caitlin. Samantha apenas distinguía a los agentes sentados en su interior. Mientras miraba, uno de ellos salió del coche, dio una vuelta, bostezó y se desperezó en un esfuerzo evidente por mantenerse despierto. El del lado del copiloto parecía haberse quedado dormido ya.

Samantha esperó hasta que el policía volvió al coche y quedó de nuevo de espaldas a ella; entonces recogió su llave y salió de la habitación sin hacer ruido. Sólo tardó unos segundos en desaparecer más allá de la esquina y perderse de vista.

Esperó allí un minuto más, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad; luego se orientó y se alejó del hotel en dirección a una bocacalle cercana. Cincuenta metros más allá, cruzó la calle y se detuvo a la sombra de un edificio desvencijado que ahora servía de almacén, pero que en sus inicios había sido algo mejor.

– Buenos días.

Samantha no se sobresaltó, pero su voz sonó algo tensa cuando dijo:

– Tenemos que hablar de estas pequeñas reuniones matutinas. ¿Y si tu sutil señal con la luz alertara a los ayudantes del sheriff o despertara a Luke?

– Los ayudantes del sheriff estaban poco menos que roncando y ni siquiera miraban hacia tu habitación. En cuanto a Luke, los dos sabemos que, cuando se queda dormido, duerme como un muerto. Y contaba contigo para que le hicieras dormir.

– Quentin, te juro que…

– No pretendía ofenderte. ¿Haría yo eso? Sólo quería decir que… En fin, da igual. Supongo que no sospecha nada -añadió rápidamente.

– Sospecha mucho. Sabe perfectamente que hay algo que no le cuento.

– Pues me sorprende, siendo tú tan buena actriz.

Samantha cambió un poco de postura para aprovechar mejor la poca luz que había, y levantó la mirada hacia él.

– ¿Esta mañana te has propuesto que me enfade contigo?

– Cálmate. Santo cielo, eres tan quisquillosa como Luke. Hacéis muy buena pareja. -Quentin sacudió la cabeza.

– Eso -dijo ella- está por ver. No puedo quedarme mucho tiempo. ¿Hay algo que deba saber?

– Sí. El jefe dice que se nos está agotando el tiempo.

– ¿Y le pagan una pasta por confirmar lo obvio?

Los dientes blancos de Quentin brillaron cuando sonrió.

– No vas a dejar que se vaya de rositas, ¿eh?

– No, si puedo evitarlo.

Él contuvo la risa.

– Bueno, no digo yo que en este caso no se merezca que le hagan pasar un mal rato, pero seguramente las cosas mejorarán con el tiempo. Habla en serio, Sam. Estamos en un punto crítico y, si no lo superamos con éxito, ese cabrón se nos escapará.

– ¿Y si se escapa?

– Ya sabes lo que pasará. Tú lo viste. Y lo que viste es… inaceptable. Tenemos que detenerle aquí, en Golden. Cueste lo que cueste.

– Para tu jefe es fácil decirlo. Él no está en el punto de mira.

– Sí lo está -repuso Quentin en voz baja-. Todos lo estamos.

Pasado un momento, Samantha asintió con la cabeza.

– Sí, lo sé. Pero eso no lo hace más fácil.

– No. Nunca.

– Mira… -Ella titubeó; después añadió-: No sé hasta qué punto podré controlar la situación de aquí en adelante. Lo que podré cambiar. La verdad es que las cosas ya se me han ido de las manos.

– ¿Te refieres a lo tuyo con Luke?

– No, eso no pasaba. No pasaba porque yo no estaba aquí. Y no sé de qué forma cambiará las cosas. Puede que cambie lo que no debía. Puede que cambie demasiadas cosas.

Quentin contestó pensativamente:

– Tengo que darle la razón a Bishop. Dijo que a estas alturas ya estarías dudando.

Ella se crispó.

– No estoy dudando.

– No era un insulto -repuso él en tono ausente-. Dijo que te recordara que, cuando decidimos dar el primer paso para intentar cambiar lo que viste, nos comprometimos. Si nos detenemos antes de que nuestra labor acabe, podríamos empeorar las cosas.

– ¿Hay algo peor que perder a Lindsay?

– Respecto a eso tú no podías hacer nada.

– ¿No? -Samantha dejó escapar un breve suspiro-. Ya no estoy tan segura. Lindsay no debería haber muerto, Quentin. No es eso lo que yo vi.

– Cuando todo esto empezó, no estabas segura de lo que habías visto. Al menos, de eso. De la mayoría de las víctimas. Viste los mecanismos, la… eficacia brutal de un asesino en cadena. Y le viste actuar muy lejos de Golden después de acabar lo que se había propuesto hacer aquí. Pase lo que pase, no podemos permitir que eso ocurra.

– Lo sé. No estaría aquí si no compartiera ese objetivo. Pero de algún modo la balanza comenzó a desequilibrarse con Lindsay. Recogí ese pañuelo en la feria y vi a otra víctima asesinada el día que murió Lindsay. Así que, ¿por qué no ocurrió lo que vi? ¿Por qué murió Lindsay?

– Quizá porque tú avisaste a la mujer a la que ese tipo se proponía matar.

Samantha no había considerado aquella posibilidad, pero, al hacerlo, sacudió la cabeza.

– Avisé a Mitchell Callahan y aun así murió. No, no es tan sencillo. Hay algo más. Tengo la impresión de que hay algo más.

– ¿Qué más?

– Si lo supiera… -contestó Samantha, exasperada.

– Está bien, está bien -dijo Quentin-. Mira, lo único que podemos hacer es… lo que podemos hacer. Puede que con el paso del tiempo descubras qué es lo que va mal. O puede que no. En todo caso, eso no cambia el plan de juego.

Samantha planteó una última objeción.

– No me gusta mentir a Luke.

– No le estás mintiendo, sólo estás… omitiendo algunos detalles.

– Y tú estás hilando muy fino.

Quentin suspiró.

– ¿Quieres detener al asesino?

– Claro que sí, maldita sea.

– Entonces juega con las cartas de que dispones, como has hecho desde que llegaste a Golden. No tienes elección, Sam. Ya ninguno de nosotros tiene elección.

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