– Vaya, vaya… parece grande.
– ¡Nunca había visto uno!
– Un regalo de lo más personal, ¿eh Jürgen?
– ¿Es una proposición?
El joven sintió durante unos instantes que perdía su control sobre ellos, que de repente se creían en disposición de reírse de él. No es justo. No es justo en absoluto, y no voy a permitirlo. Notó crecer la rabia en su interior, y se giró hacia el que había hecho el último comentario. Colocó la planta de su pie derecho sobre el izquierdo de él y descargó todo su peso con fuerza. El otro se puso blanco, pero apretó los dientes.
– Estoy seguro de que querrás disculparte por esa broma tan desafortunada.
– Claro, Jürgen. Lo siento. Jamás se me ocurriría dudar de tu hombría. ¡Aaaah!
– Ya lo suponía -dijo el joven, levantando el pie despacio. El corro de adolescentes había hecho el silencio a su alrededor, un silencio subrayado por la fiesta que seguía en marcha en el salón-. Bien, no creáis que no tengo sentido del humor. De hecho este… artículo me será de lo más útil en breve -dijo guiñando un ojo en derredor-. Por ejemplo con ella.
Señalaba a una chica morena, delgada y de ojos soñadores, que sostenía un vaso de ponche perdida entre la gente.
– Menudas tetas -susurró uno de los acólitos.
– ¿Alguno de vosotros quiere apostar a que habré estrenado esto y regresado a tiempo para el brindis?
– Yo apuesto cincuenta marcos por Jürgen -se apresuró a decir el del pisotón, en un intento de congraciarse con él.
– Yo los veo -dijo otro a su espalda.
– Bien, compañeros, esperad aquí y aprended.
Jürgen tragó saliva despacio, procurando que los otros no se dieran cuenta. Odiaba hablar con las chicas, ya que siempre le hacían sentir torpe e inferior. Aunque era bien parecido, su único contacto real con el sexo opuesto había tenido lugar en un burdel de Schwabing, donde había sufrido más vergüenza que excitación. Le había llevado su padre hacía unos meses, vestido como él con discretos abrigo y sombrero negros. Durante la faena le esperó en el piso de abajo tomando coñac. Al terminar, le dio una palmada en la espalda y le dijo que ya era un hombre. Con eso comenzó y concluyó la educación de Jürgen von Schroeder acerca del amor y las mujeres.
Les enseñaré cómo actúa un hombre de verdad, pensó el joven, sintiendo los ojos de sus compañeros clavados en su nuca.
– Hola señorita. ¿Lo estás pasando bien?
Ella volvió la cabeza pero no sonrió.
– No mucho, en realidad. ¿Nos conocemos?
– Ya veo por qué no lo pasas bien. Me llamo Jürgen von Schroeder.
– Alys Tannenbaum -dijo ella estrechando su mano sin gran entusiasmo.
– ¿Quieres bailar, Alys?
– No.
Jürgen se quedó boquiabierto por la brusca respuesta de la chica.
– ¿Sabes que soy el anfitrión de la fiesta? ¿Que hoy es mi cumpleaños?
– Enhorabuena -dijo ella con una sonrisa socarrona-, seguro que hay un montón de chicas en este salón que estarán deseando que las saques a bailar. No quisiera entretenerte mucho tiempo.
– Pero al menos tienes que bailar conmigo una pieza.
– ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
– Es lo que dicta la buena educación. Cuando un caballero le pide a una dama…
– ¿Sabes lo que me fastidia de los prepotentes, Jürgen? La cantidad de cosas que dais por sentadas. Pues entérate bien: el mundo no es como tú te crees. Por cierto, creo que tus amigos están dándose codazos sin quitarte el ojo de encima.
Jürgen miró hacia atrás con el rabillo del ojo. No podía permitirse fracasar, no que le humillase aquella descarada mocosa.
Se está haciendo la dura porque en realidad le gusto. Debe de ser de esas que creen que la mejor manera de excitar a un hombre es rechazándole hasta que le vuelven loco. Bueno, yo sé cómo tratar a esas, pensó Jürgen.
El joven dio un paso hacia delante y, cogiendo a la chica por la cintura con la mano derecha y tomando su izquierda, la atrajo hacia él.
– ¿Qué demonios crees que estás haciendo? -dijo ella.
– Enseñarte a bailar.
– Si no me sueltas ahora mismo voy a gritar.
– No querrás hacer una escena, ¿verdad, Alys?
La joven intentó interponer los brazos entre su cuerpo y el de Jürgen, aunque no era rival para su fuerza. El hijo del barón la apretó aún más hacia sí, sintiendo sus pechos a través del vestido y una creciente erección contra el estómago de ella. Comenzó a moverse al ritmo de la música, con una sonrisa en los labios, sabiendo que Alys no gritaría. Montar un escándalo en una fiesta como aquella sólo sería un baldón en la imagen de la chica y de su familia. Vio como en los ojos de la joven se cristalizaba un odio frío, y de repente jugar con ella de aquel modo le pareció muy divertido, mucho más satisfactorio que si hubiese accedido a bailar con él sin más.
– ¿Desea una copa, señorita?
Jürgen se paró de golpe. Junto a él estaba Paul, sosteniendo una bandeja con varias copas de champán y los labios firmemente apretados.
– Vaya, mi primo el camarero. Piérdete, imbécil -ladró Jürgen.
– Bueno, primero me gustaría saber si la señorita tiene sed -dijo Paul, adelantando ligeramente la bandeja.
– Sí -se apresuró a decir Alys-. Ese champán tiene un aspecto excelente.
Jürgen entrecerró los ojos, intentado pensar. Si soltaba la mano derecha para tomar una copa de la bandeja, ella se separaría lo suficiente como para zafarse. Aflojó ligeramente la presión sobre su espalda, permitiéndole liberar el brazo izquierdo, pero apretando aún más en la mano derecha. Las puntas de los dedos de la chica se estaban poniendo moradas.
– Venga, Alys, coge una copa. Dicen que trae alegría -dijo aparentando jovialidad.
Alys se inclinó un poco hacia la bandeja. Intentó liberarse, pero era inútil. No le quedó más remedio que tomar el champán con la mano izquierda.
– Gracias -dijo débilmente.
– Tal vez la señorita desearía una servilleta -dijo Paul, levantando la otra mano, donde llevaba un platito con pequeñas piezas de tela. Se había movido alrededor de la pareja, y ahora ofrecía las servilletas desde el lado contrario.
– Eso sería estupendo -dijo Alys, mirando fijamente al hijo del barón.
Durante unos segundos, ninguno de ellos se movió. Jürgen estudió la situación despacio. Con la copa en la mano izquierda, la única forma que tenía ella de coger la servilleta era con la derecha. Finalmente, hirviendo de rabia, tuvo que darse por vencido. Soltó la mano de Alys, quien se separó un par de pasos de él y tomó la servilleta.
– Creo que voy a salir un poco a que me dé el aire -dijo la joven con mucha dignidad.
Jürgen, como desdeñándola, se dio la vuelta para regresar junto a sus amigos. Al pasar junto a Paul, le apartó con el hombro, susurrando:
– Pagarás por esto.
De alguna manera Paul consiguió mantener en equilibrio sobre la bandeja las copas de champán, que se limitaron a tintinear. Otro cantar era su equilibrio interior, que en estos momentos equivalía al de un gato encerrado en un barril de clavos.
¿Cómo he podido ser tan imbécil?
En la vida, él sólo tenía una regla: mantenerse lo más lejos posible de Jürgen. No era fácil de cumplir, dado que los dos vivían bajo el mismo techo, pero al menos era simple. No podía hacer gran cosa cuando su primo decidía hacerle la vida imposible, pero definitivamente podía evitar cruzarse en su camino y mucho más humillarle públicamente, como acababa de hacer. Aquello iba a costarle bastante caro.
– Gracias.
Paul levantó la vista y durante unos segundos se le olvidó absolutamente todo: el miedo a Jürgen, la pesada bandeja y el dolor que sentía en las plantas de los pies tras llevar trabajando doce horas seguidas para que todo estuviese a punto para la fiesta. Todo se esfumó, porque ella le estaba sonriendo.
Читать дальше