En el pasado Jürgen había canalizado sus pulsiones con la violencia, pero tras la victoria en las elecciones del Partido Nazi el año anterior, los indeseables se mostraban más cautos. A Jürgen cada día le costaba más mantener su propio control. Intentó respirar despacio en el trayecto. No quería llegar agitado y nervioso.
Y menos si voy a recibir un ascenso, como dice mamá.
– Francamente, mi querido von Schroeder, usted me provoca muchísimas dudas.
– ¿Dudas, señor?
– Acerca de su lealtad.
Jürgen notó como la mano volvía a temblarle y tuvo que apretar con fuerza los nudillos para controlarse.
La sala de reuniones estaba completamente vacía a excepción de Reinhard Heydrich y él. El jefe del Servicio de Seguridad, el órgano de inteligencia del Partido Nazi, era un hombre alto y de frente despejada, tan sólo un par de meses mayor que Jürgen. A pesar de su juventud se había convertido en uno de los hombres más poderosos de Alemania. Su organización se encargaba de encontrar amenazas, reales o imaginarias, contra el partido. Jürgen había oído que el día que le entrevistó para el cargo, Himmler le pidió que le describiera cómo organizaría una agencia de inteligencia nazi y que Heydrich le había respondido con un refrito de todas las novelas de espías que había leído. Proviniese de la ficción barata o de un talento innato, el Servicio de Seguridad era ya temido en toda Alemania.
– ¿Por qué dice eso, señor?
Heydrich echó mano de una carpeta que tenía ante él, con el nombre de Jürgen escrito en la solapa.
– Usted comenzó en las SA en los primeros días del movimiento. Eso está bien, es interesante. Sorprende, no obstante, que alguien de su… alcurnia pidiese específicamente un puesto en un batallón de las SA. Y después están los constantes episodios de violencia reseñados por sus superiores. He consultado a un psicólogo acerca de usted…
¡Ha consultado a un psicólogo acerca de mí!
– … y me indica que puede tener un grave trastorno de personalidad. En fin, eso por sí mismo no es un delito aunque podría -remarcó el «podría» con una media sonrisa y un alzamiento de cejas- ser un incapacitador. Pero ahora llegamos a la parte que más me preocupa. Usted había sido convocado como el resto del Stosstrupp para el evento especial en la Burgerbräukeller el día 8 de noviembre de 1923. Sin embargo… no se presentó.
Heydrich hizo una pausa, dejando que las últimas palabras flotasen en el aire como una siniestra acusación. Jürgen comenzó a sudar. Tras la victoria en las elecciones, había comenzado una lenta pero sistemática venganza de los nazis contra todos aquellos que impidieron el alzamiento de 1923, retrasando una década la ascensión al poder de Hitler. Jürgen vivía con el miedo de que alguien le señalase con el dedo desde hacía meses.
Cuando Heydrich continuó, su voz había adquirido un tono más oscuro.
– Su superior informó que usted no se presentó en el lugar de la cita como era su obligación. Sin embargo parece que, y cito «el SA Jürgen von Schroeder se encontró con un escuadrón de la 10ª compañía en la noche del 23 de noviembre. Su camisa estaba empapada de sangre y dijo haber sido atacado por varios comunistas y que la sangre pertenecía a uno de ellos al que había acuchillado. Solicitó unirse al escuadrón, que mantuvo bajo control una comisaría de policía del distrito de Schwabing hasta que el golpe finalizó». ¿Es esa versión cierta?
– Hasta la última coma, señor.
– Ya. Eso debió de pensar la comisión de revisión de los hechos, ya que le concedieron la insignia de oro del partido y la medalla de la Orden de la Sangre -dijo Heydrich señalando al pecho de Jürgen.
La insignia de oro del partido era una de las condecoraciones más deseadas de Alemania. Consistía en una bandera nazi de forma circular, rodeada por una corona de laurel de oro. Distinguía a los miembros del partido que se habían inscrito antes de la victoria de Hitler en 1933. Hasta ese día, los nazis tenían que solicitar que la gente se apuntase a sus filas. Desde aquel día, las colas para solicitar la admisión eran interminables en las sedes del partido. Y no se le concedía a todo el mundo.
En cuanto a la Orden de la Sangre, era la más valiosa de las medallas del Reich. Sólo la ostentaban quienes habían participado en el golpe de estado de 1923, que se había saldado trágicamente con la muerte de dieciséis nazis cuando la policía llevó a término la aventura. El propio Heydrich no tenía esa condecoración.
– Me pregunto -continuó el jefe del Servicio de Seguridad, dándose pequeños golpecitos con el borde de la carpeta en los gruesos labios- si no habría que abrir una comisión de investigación acerca de usted, amigo mío.
– No creo que eso sea necesario, señor -dijo Jürgen, con un hilo de voz, sabedor de lo breves y concluyentes que solían ser las comisiones de investigación en aquellos días.
– ¿No? Los últimos informes sobre usted dicen que ha estado un poco «frío en el cumplimiento del deber», «falto de implicación»… ¿Quiere que siga?
– ¡Eso es porque me han apartado de las calles, señor!
– Es posible que esté usted despertando inquietud en más gente, ¿no le parece?
– Le aseguro que mi compromiso es total, señor.
– Bueno, hay una forma de que usted se gane de nuevo la confianza de esta oficina.
Jürgen por fin cayó en la cuenta. Heydrich le había llamado con un propósito. Quería obtener algo de él, y por eso le había estado presionando con fuerza desde el principio. Probablemente no supiese nada de lo que Jürgen había estado haciendo en realidad aquella noche de 1923, pero lo que supiese o dejase de saber Heydrich no importaba en absoluto. Su palabra era la ley.
– Haré lo que sea, señor -dijo, ya algo más tranquilo.
– Verá, Jürgen. ¿Puedo llamarle Jürgen, verdad?
– Claro, señor -dijo Jürgen, tragándose la rabia al ver que el otro no le devolvía la cortesía.
– ¿Ha oído hablar de la masonería, Jürgen?
– Por supuesto. Mi padre fue miembro de una logia en su juventud. Creo que luego se cansó.
Heydrich asintió. Aquello no le sorprendía, y Jürgen dedujo que ya lo sabía.
– Algo muy apropiado.
– ¿A qué se refiere, señor?
– Desde que estamos en el poder los masones han sido… fuertemente desmotivados.
– Lo sé, señor -dijo Jürgen, sonriendo ante el eufemismo. En Mein Kampf, un libro que cada alemán había leído (y que tenía en casa bien a la vista si sabía lo que le convenía) Hitler ya había proclamado su odio visceral a la masonería.
– Una buena parte de las logias se disolvieron voluntariamente o se reconvirtieron. Esas logias eran poco importantes para nosotros. Todas ellas eran logias prusianas, con miembros arios y de tendencia nacionalista. Al disolverse voluntariamente y entregar las listas de sus miembros no se tomarán medidas contra ellos… por ahora.
– ¿Deduzco que hay unas logias preocupantes, señor?
– Nos consta que hay una buena cantidad de logias que aún continúan en activo. Son las autodenominadas logias humanitarias. El grueso de sus miembros son gente de ideología liberal, judíos y ralea de ese tipo.
– ¿Por qué no prohibirlas simplemente, señor?
– Jürgen, Jürgen -dijo Heydrich, condescendiente-. Eso sólo impediría su actividad, en el mejor de los casos. Mientras conserven una pizca de esperanza, seguirán reuniéndose y hablando de sus compases y sus escuadras y toda esa mierda judaica. Yo quiero los nombres de cada uno de ellos en una tarjetita de catorce por siete.
En el partido eran famosas las fichas de Heydrich. Una gigantesca habitación junto a su despacho en Berlín guardaba información sobre aquellos a los que el partido consideraba «indeseables»: comunistas, homosexuales, judíos, masones y en general cualquiera al que se le ocurriese comentar que el Führer parecía cansado en su discurso de hoy. Siempre que alguien estuviese dispuesto a denunciar a otro alguien, una nueva ficha se uniría a otras decenas de miles. El destino de los que aparecían en una de esas tarjetas era aún desconocido, pero desde luego nada tranquilizador.
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