Repentinamente sin fuerzas, soltó al prestamista y se dejó caer en el primer asiento que encontró.
El viejo Metzger se puso en pie, masajeándose el cuello.
– Loco. Se ha vuelto loco -dijo alejándose a toda prisa.
El barón no se dio cuenta de su marcha. Seguía sentado, la cabeza entre las manos, sumido en negros pensamientos.
Ilse estaba barriendo el pasillo cuando la luz de los apliques recortó la sombra del visitante contra el suelo. Supo quién era antes de alzar la cabeza, y se detuvo.
¿Dios bendito, cómo nos habrá encontrado?
Cuando llegó a aquella pensión junto a su hijo, Ilse debía pagar con su trabajo parte de la estancia, pues el trabajo de Paul como carbonero no era suficiente. Más tarde, al convertir Paul el colmado de Ziegler en un banco, el joven había insistido en que buscasen un alojamiento mejor. Ilse se negó. Había habido demasiados cambios en su vida, y se aferraba a lo poco que le concedía seguridad.
Una de esas cosas era el palo de la escoba. Paul -y la dueña de la pensión, a quien Ilse le resultaba de escasa ayuda- habían insistido en que dejase de trabajar, pero ella no había hecho caso. Necesitaba sentirse útil de alguna manera. El mutismo distante en el que se había hundido tras la expulsión del palacete había sido al principio fruto de la tensión nerviosa, pero más tarde se había convertido en una manifestación voluntaria de su amor por Paul. Rehuía la conversación con él porque tenía miedo de sus preguntas. Cuando hablaba lo hacía de cosas sin importancia, a las que procuraba poner toda la ternura de la que era capaz. El resto del tiempo se limitaba a admirarle en silencio y a distancia, y a lamentarse por lo que le habían arrebatado.
Por eso su congoja fue enorme al encontrarse con una de las personas responsables de su pérdida.
– Buenos días, Ilse.
Ella dio un paso atrás, con cautela.
– ¿Qué quieres, Otto?
El barón tamborileó en el suelo con la contera de su bastón. No estaba cómodo en aquel lugar, era obvio, como también que su visita traía un propósito siniestro.
– ¿Podemos hablar en un sitio más privado?
– No quiero ir a ninguna parte contigo. Di lo que tengas que decir y márchate.
El barón soltó un bufido contrariado ante la negativa de ella. Luego señaló con desprecio a su alrededor. El papel pintado enmoheciéndose en las paredes, el suelo levantado en algunos puntos, las lámparas mortecinas que creaban más sombras que luces.
– Mírate, Ilse. Barriendo los pasillos de una pensión de tercera clase. Deberías avergonzarte.
– Barrer es barrer, da igual un palacete o una pensión. Y hay linóleos más honrados que mármoles.
– Ilse querida, ya sabes que cuando te acogimos estábamos en mala situación. Yo no hubiera querido…
– No sigas, Otto. Ya sé de quién fue la idea. Pero no creas que voy a aceptar esa comedia que representas de barón marioneta. Eres tú quien ha controlado a mi hermana desde el principio, haciéndole pagar con creces por el error que cometió. Y por lo que tú hiciste escudándote en el de ella.
Otto dio un paso atrás, asustado ante la ira que destilaban las palabras de Ilse. El monóculo le cayó del ojo, y quedó bailando sobre la pechera de su abrigo, como un condenado colgando de la horca.
– Me sorprendes, Ilse. Me habían dicho que estabas…
Ilse soltó una carcajada sin sombra de alegría.
– ¿Ida? ¿Loca? No, Otto. Estoy muy cuerda. He elegido callar todo este tiempo porque tengo miedo de lo que mi hijo podría hacer si supiese la verdad.
– Entonces detenle. Porque está yendo demasiado lejos.
– Así que a eso has venido -dijo ella, sin poder contener su desprecio-. Tienes miedo de que te alcance el pasado.
El barón avanzó hacia Ilse. La madre de Paul se echó atrás, chocando con la pared, mientras Otto acercaba su rostro hasta que ella pudo sentir su respiración.
– Ilse, ahora escúchame bien. Tú eres el único vínculo que hay con aquella noche. Si no le detienes antes de que sea demasiado tarde, tendré que romper ese vínculo.
– Adelante, Otto -dijo Ilse fingiendo un valor que no sentía-. Mátame. Pero quiero que sepas que he escrito una carta en la que lo cuento todo. Todo. Si me ocurre algo, Paul la recibirá.
– Pero… no puedes hablar en serio. ¡No puedes poner eso por escrito! ¿Y si cayese en las manos equivocadas?
Ilse no respondió. Se limitó a mirarle fijamente, pues todo el atrevimiento del que había hecho gala para enfrentarse al barón se había agotado. Otto intentó aguantarle la mirada, un hombre alto, grueso y bien vestido frente a la mujer frágil de ropas descoloridas que se aferraba a la escoba para no caerse.
Finalmente, el hombre perdió.
– Esto no quedará así -dijo Otto, girándose y saliendo con pasos apresurados.
¿Me has llamado, padre?
Otto dirigió a Jürgen una mirada recelosa. Llevaba varias semanas sin verle, y aún le costaba identificar como a su hijo a aquella figura uniformada que ocupaba el centro del comedor. De repente fue consciente de cómo los hombros de Jürgen llenaban la camisa parda, cómo el brazalete rojo con la cruz gamada enmarcaba un grueso bíceps, cómo las botas negras aumentaban la estatura del joven hasta hacer que tuviese que inclinar ligeramente la cabeza para no chocar con los marcos de las puertas. Sintió un asomo de orgullo, pero al instante fue ahogado por un ramalazo de lástima por sí mismo. No pudo evitar compararse con él y sentirse viejo y cansado a sus cincuenta y dos años.
– Hace mucho tiempo que no vienes a casa, Jürgen.
– Tengo ocupaciones importantes.
El barón no contestó. Aunque apreciaba los ideales de los nazis, jamás había creído demasiado en ellos. Como la gran mayoría de la sociedad de Munich los consideraba un partido con pocas posibilidades, condenado a su propia extinción. Si habían llegado tan lejos, era sólo porque contaban a su favor con una situación social tan dramática que los desfavorecidos creían a pies juntillas a los extremistas que hacían promesas descabelladas. Pero en aquel momento él no tenía tiempo para hacer distingos, pues su propia situación era aún más dramática.
– ¿Tanto como para desatender a tu madre? Ha estado preocupada por ti. ¿Se puede saber dónde duermes ahora?
– En los cuarteles de la SA.
– Deberías haber iniciado este curso tus estudios en la universidad, ¡con dos años de retraso! -dijo Otto, meneando la cabeza-. Ya estamos en noviembre, y aún no te has presentado a una sola clase.
– Ocupo un puesto de responsabilidad.
Escuchándole hablar, Otto vio cómo los restos de la imagen que conservaba de aquel adolescente malcriado -que no hacía mucho arrojaba una taza contra el suelo de mármol porque el té estaba demasiado dulce para su gusto- se rompían en pedazos. Se preguntó cuál sería la mejor manera de abordarle. De que el joven cumpliese sus órdenes dependían muchas cosas.
Había pasado varias noches sin dormir, dando intranquilas vueltas en el colchón y meditando sobre el asunto antes de decidirse a llamar a su hijo.
– Un puesto de responsabilidad, dices.
– Protejo al hombre más importante de Alemania.
– El hombre más importante de Alemania -remedó su padre-. Tú, el futuro barón von Schroeder, como el rompecráneos de un oscuro cabo austríaco con ínfulas de grandeza. Estarás orgulloso.
Jürgen se estremeció como si acabase de recibir una bofetada. Por un instante su mirada osciló como una llama agitada por un viento fuerte. Su único ojo temblaba de furia.
– No comprendes…
– Basta. Quiero que hagas algo importante. No puedo confiar en nadie más que en ti para hacerlo.
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