No a la del Casino de Munich; no era tan imbécil. Se había disfrazado con las ropas más modestas que consiguió encontrar y visitó un tugurio del Aldstadt. Un antro con serrín en el suelo y las putas con más pintura que la Alte Pinakothek. Pidió un aguardiente de maíz y comenzó a jugar en una mesa en la que la apertura era de tan sólo dos marcos. En el bolsillo llevaba quinientos, el máximo que se había permitido malgastar.
Le ocurrió lo peor que le podía ocurrir: ganó.
Incluso con aquellas cartas mugrientas que se pegaban entre sí como novios en la luna de miel, incluso con la borrachera que le causó la bebida casera y el humo que le escocía los ojos, incluso con el mal olor que flotaba en aquel sótano, ganó. No mucho, justo lo suficiente para salir del tugurio sin un navajazo en las tripas. Pero ganó, y ahora los aguijonazos del juego le venían aún con mayor frecuencia.
– Me temo que tendrá que confiar en mi criterio sobre el dinero, Tannenbaum.
El industrial soltó una risita escéptica.
– Veo que me quedaré sin dinero y sin boda. Aunque siempre podría ejecutar con anticipación la letra de préstamo que me firmó, barón.
Otto tragó saliva. No permitiría que nadie se llevase la carpeta del cajón de su escritorio. No sólo porque los dividendos estaban pagando poco a poco sus deudas.
No.
Aquella carpeta, acariciarla, imaginar lo que podía hacer con el dinero era lo único que le ayudaba a superar las largas noches.
– Como le dije antes, no hay necesidad de ser maleducado. Le prometí un matrimonio entre nuestras dos familias, y eso es lo que obtendrá. Tráigame a la novia y mi hijo estará esperándola en el altar.
Jürgen llevaba tres días sin hablarse con su madre.
Cuando una semana atrás fue a recogerle al hospital, el barón había escuchado el relato -profundamente sesgado- que el joven le hizo acerca de cómo había perdido el ojo. Se había mostrado preocupado y dolido por lo sucedido (incluso más que cuando Eduard había vuelto mutilado, pensó Jürgen estúpidamente), pero rehusó involucrar a la policía en el asunto, como le pidieron a gritos Jürgen y su madre.
– No podemos olvidar que fueron ellos quienes llevaron allí esa navaja -se justificó Otto.
Pero Jürgen sabía que su padre estaba mintiendo, y que escondía una poderosa razón. Intentó hablar con Brunhilda, pero ella esquivó el tema una y otra vez, confirmando sus sospechas de que le ocultaban algo. Jürgen se encerró en un mutismo absoluto, enfadado por no obtener respuesta, creyendo que así ablandaría a su madre.
Brunhilda sufrió, pero no cedió.
En lugar de eso contraatacó colmando de atenciones a su hijo, llevándole a todas horas regalos, dulces y sus manjares favoritos. Hasta el punto de que incluso alguien tan consentido, malcriado y acostumbrado a ser el centro del universo como Jürgen comenzó a sentirse asfixiado, deseoso de salir del palacete.
Por eso cuando Krohn vino a verle con una propuesta usual -que le acompañase a una reunión política- Jürgen dio una respuesta inusual.
– Vámonos -dijo cogiendo su abrigo.
Krohn, que llevaba años intentando sin éxito involucrar a Jürgen en política -él era miembro de varios partidos nacionalistas- se mostró encantado de la decisión de su amigo.
– Seguro que te ayudará a distraerte -dijo, avergonzado aún por lo que había sucedido en la cochera una semana atrás, cuando siete no habían podido con uno.
Jürgen no tenía demasiadas esperanzas. Aún seguía tomando calmantes para el dolor de la herida, y mientras viajaban en tranvía hacia el centro de la ciudad se tocaba nervioso el aparatoso vendaje que tendría que seguir llevando aún unos días.
Y después un parche el resto de mi vida, todo por culpa de ese cerdo miserable de Paul, pensaba, sintiendo enorme lástima por sí mismo.
Para colmo, el joven se había esfumado. Dos de sus amigos habían ido a espiar a la cochera, y descubrieron que ya no trabajaba allí. Jürgen dudaba que hubiera un modo de localizarle a corto plazo, y eso le quemaba las entrañas.
Perdido en el odio y la autocompasión, el hijo del barón apenas escuchó a Khron en su camino a la Hofbräuhaus.
– Es un orador extraordinario. Un gran hombre, Jürgen, ya lo verás.
Tampoco prestó atención a la magnificencia del lugar, una antigua fábrica de cerveza construida más de trescientos años atrás por los reyes bávaros, o a los frescos de las paredes. Se sentó en uno de los bancos del enorme salón junto a Krohn, y sorbió su jarra en hosco silencio.
Cuando el orador del que Krohn le había hablado subió a la palestra, Jürgen creyó que su amigo se había vuelto loco. Aquel hombrecillo de andares escocidos era cualquier cosa menos alguien con una opinión firme. Todo en él, desde su peinado y su bigote hasta su traje arrugado y barato desprendía el olor de lo que Jürgen despreciaba.
Cinco minutos después, Jürgen miraba asombrado a su alrededor. La muchedumbre congregada en la sala, no menos de dos mil personas, estaba completamente en silencio. Los labios apenas se despegaban, más que para susurrar algún «bravo» o un «tiene razón» . Eran las manos las que hablaban, subrayando con aplausos cada pausa del hombrecillo.
Casi contra su voluntad, Jürgen comenzó a escuchar. Apenas comprendía el tema del discurso, pues el joven vivía completamente al margen del mundo que le rodeaba, preocupado tan sólo de sus diversiones. Reconoció partes sueltas, retazos de frases que su padre soltaba durante el desayuno, parapetado detrás de su periódico. Maldiciones a los franceses, a los ingleses, a los rusos. Todo un enorme galimatías.
De aquella confusión, sin embargo, Jürgen empezó a extraer un significado común. No a través de las palabras, que apenas comprendía, sino a través de la emoción que transmitía la voz del hombrecillo, de sus ademanes exagerados, de los puños crispados con cada final de frase.
Había habido una tremenda injusticia.
Alemania había sido apuñalada por la espalda.
Los judíos y los masones habían sostenido ese puñal en Versalles.
Alemania estaba perdida.
La culpa de la pobreza, del desempleo, de los pies descalzos de los niños alemanes era de los judíos, que controlaban al gobierno de Berlín como un enorme y descerebrado títere.
Jürgen, a quien no le importaban en absoluto los pies descalzos de los niños alemanes; a quien le traía sin cuidado Versalles; a quien nunca le preocupó nadie que no fuera él mismo, se encontró de pie y aplaudiendo a rabiar al orador al cabo de un cuarto de hora. Antes del final de su discurso, el joven se dijo que le seguiría adonde fuera.
Tras el mitin Krohn se excusó y dijo que volvía enseguida. Jürgen volvió a permanecer en silencio, hasta que su amigo le tocó en la espalda. Venía acompañado por el orador, que de nuevo tenía un aspecto desvalido y pobre, una mirada huidiza y desconfiada. Pero el heredero del barón era ya incapaz de verlo así, y se adelantó a saludarle en cuanto Krohn le dijo, sonriendo:
– Querido Jürgen, permíteme presentarte a Adolf Hitler.
En el que el iniciado descubre una nueva realidad con nuevas reglas
Éste es el apretón de manos secreto del aprendiz, y sirve para que dos hermanos masones se reconozcan como tales. Se realiza presionando el pulgar contra la parte alta del nudillo del índice del saludado, que devolverá idéntico el apretón. Su nombre secreto es BOAZ, el de la columna que representa a la luna en el Templo de Salomón. Si un masón tiene dudas sobre otro que se presenta como tal, le pedirá que deletree este nombre. Los impostores comienzan por la letra B, mientras que el auténtico iniciado comienza por la tercera letra, de este modo: A-B-O-Z.
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