El del sombrero no le hizo caso y se dio la vuelta, mirando hacia los carros del carbón y abriendo los ojos como platos. El otro carbonero, el viejo, se había subido al pescante del primer carro, el que estaba lleno, y buscaba las riendas desesperado. Hizo restallar la fusta, trazando en el aire un ocho desmañado. Los dos caballos arrancaron con un bufido.
– ¡Vamos, Hulbert!
El del sombrero dudó un momento. Dio un paso hacia el otro carro, luego pareció arrepentirse y se giró. Puso el trapo manchado de sangre en las manos de Alys, que no salía de su asombro ante la canallada de aquellos hombres. Luego se dio la vuelta y siguió el ejemplo del viejo.
– ¡Vuelvan! ¡No pueden dejarle aquí solo!
La joven dio una patada en el suelo. Rabiosa, furiosa e inútil.
Para Alys la parte más complicada no fue convencer a los guardias de que le dejaran atender al herido en su casa, sino vencer la resistencia de Doris a dejarle entrar. Tuvo que gritarle casi tan fuerte como había gritado a Manfred para que se moviera de una maldita vez y buscara ayuda. Finalmente su hermano obedeció y dos criados se abrieron paso entre el círculo de curiosos y cargaron al joven en el ascensor.
– Señorita Alys, ya sabe que el señor no quiere a extraños en casa, y mucho menos cuando él no está. Me opongo firmemente.
El carbonero colgaba desmadejado e inconsciente entre los criados, que eran demasiado mayores para sostenerle mucho rato. Estaban en el rellano de la escalera, y el ama de llaves les bloqueaba el paso.
– No podemos dejarle aquí, Doris. Tiene que verle un médico.
– No es nuestra responsabilidad.
– Lo es teniendo en cuenta que el accidente ha sido culpa de Manfred -dijo ella señalando al niño, que estaba pálido a su lado, sosteniendo la pelota muy lejos del cuerpo como si temiera que pudiera volver a hacer daño a alguien.
– He dicho que no. Hay hospitales para… para gente como él.
– En casa estará mejor atendido.
Doris le miró fijamente, como si no creyera lo que estaba oyendo. Después torció la boca en una sonrisa condescendiente. Sabía perfectamente qué palabras pronunciar para enfurecerla y las escogió con crueldad.
– Señorita, es usted demasiado niña para…
Hasta aquí podíamos llegar, pensó Alys, sintiendo como el enfado y el rubor le coloreaban el rostro. Pero esta vez no te va a funcionar.
– Doris, con todo el respeto del mundo, apártese.
Avanzó hacia la puerta y la empujó con ambas manos. El ama de llaves intentó cerrarla, pero era demasiado tarde y la madera le golpeó en el hombro. Cayó de culo sobre la alfombra del recibidor, mirando impotente como los hermanos Tannenbaum encabezaban a los dos criados al interior de la casa. Éstos esquivaron su mirada, y Doris estuvo segura de que intentaban no reírse.
– Esto no quedará así. Le diré a vuestro padre lo que ha ocurrido -dijo enfurecida.
– Puede estar tranquila, Doris. Cuando vuelva mañana de Dachau se lo diré yo misma -respondió Alys sin volverse.
Interiormente no estaba tan segura como dejaban traslucir sus palabras. Sabía que habría problemas con su padre, pero en aquel momento no estaba dispuesta a permitir que el ama de llaves se saliese con la suya.
– Cierre un poco más los ojos. No quiero que le entre yodo. Así.
Alys entró despacio a la habitación de invitados, procurando no interrumpir al doctor, que limpiaba la frente del herido. Doris estaba hecha una furia en la esquina de la habitación, y no perdía ocasión de carraspear, agitar los pies y mostrar su impaciencia en todo momento. Al ver que Alys entraba, redobló sus esfuerzos. La joven la ignoró y observó al carbonero tendido sobre la cama.
La colcha está completamente echada a perder, desde luego, estaba pensando Alys cuando sus ojos se encontraron con los del herido y le reconocieron.
¡El camarero de la fiesta! No, no puede ser él.
Pero sí lo era, porque le vio abrir mucho los ojos y alzar las cejas. Había pasado más de un año, pero ella seguía recordándole. De repente comprendió cuál era el rostro de cabellos rubios que se colaba en sus fantasías cuando ella intentaba visualizar a Prescott. Comprobó con el rabillo del ojo que Doris no le quitaba la vista de encima, así que fingió un bostezo y abrió la puerta de la habitación. Usándola como pantalla entre ella y el ama de llaves, miró a Paul y se llevó un dedo a los labios.
– ¿Cómo está? -preguntó Alys cuando el médico salió por fin al pasillo.
Éste era un hombrecillo flaco de ojos saltones que cuidaba de los Tannenbaum desde antes de que Alys naciera. Cuando su madre murió de gripe, la joven pasó muchas noches en vela odiándole por no haberla salvado, aunque ahora su extraño aspecto tan sólo le producía escalofrío, similar al del estetoscopio sobre la piel.
– Tiene el brazo izquierdo roto, aunque parece una fractura limpia. Le he puesto una férula y vendas, debería estar bien en seis semanas. Procuren que no lo mueva.
– ¿Qué hay de la cabeza?
– El resto de heridas son superficiales, debió hacérselas al rasparse con el borde de los escalones, aunque ha sangrado bastante. Le he desinfectado la de la frente, aunque debería darse un buen baño lo antes posible.
– ¿Puede marcharse ya, doctor?
El médico saludó con la cabeza a Doris, que acababa de cerrar la puerta tras él y parecía ansiosa de librarse cuanto antes del enfermo.
– Yo recomendaría que durmiese aquí esta noche. Buenas noches -dijo calándose el sombrero.
– Así lo haremos, doctor. Muchas gracias -le despidió Alys, mirando a Doris desafiante.
Paul se retorció en la bañera, incómodo. Tenía que dejar el brazo izquierdo fuera del agua para que no se le mojase la férula, y con el cuerpo lleno de moratones no había postura en la que no le doliese algo. Miraba a su alrededor asombrado del lujo que le rodeaba. El palacete del barón von Schroeder, pese a que en su día fue una de las fincas más cotizadas de Munich, no tenía las comodidades de las que disponía aquel piso, empezando por el agua caliente directamente desde el grifo. A menudo era él quien tenía que acarrear el agua caliente desde la cocina cada vez que alguien de la familia quería bañarse, lo que ocurría a diario.
Eso por no comparar aquel cuarto de baño con el armario con lavabo y taza que tenían en la pensión.
Y es la casa de ella. Creí que nunca volvería a verla. Es una pena que se avergüence de mí, pensó, recordando entristecido cómo ella le había mandado callar.
– El agua está muy negra.
Paul alzó la vista, sorprendido. Alys estaba en la puerta del baño, con una mueca divertida en la cara. A pesar de que el nivel de la bañera le llegaba casi hasta los hombros y de que la superficie del agua estaba cubierta de espuma grisácea, el joven no pudo evitar ponerse colorado.
– ¿Qué haces aquí?
– Equilibrar la balanza -dijo ella, sonriendo ante el pobre intento de Paul de cubrirse con una sola mano-. Te debía una por haberme rescatado.
– Teniendo en cuenta que fue un balonazo de tu hermano el que me tiró por esas escaleras yo diría que me sigues debiendo una.
Alys no respondió. Le miró detenidamente, fijándose en sus hombros y en el brazo fibroso y de músculos marcados. La piel, desprovista del polvo del carbón, era muy clara.
Me pregunto si será suave. Desde luego lo parece, pensó Alys.
– De todas maneras, gracias, Alys -dijo Paul, tomando el silencio de ella como un mudo reproche.
– Recuerdas mi nombre.
Ahora le tocó a Paul no responder. El brillo en los ojos de Alys era extraño, y tuvo que apartar la mirada.
– Te has ensanchado bastante este año -siguió ella al cabo de un rato.
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