Ese sordo rumor era llanto, ahogado por la almohada.
Sobre la cama había una carta, de la que entre el revoltijo de sábanas sólo se alcanzaba a leer los primeros párrafos.
Columbus, Ohio, 7 de abril de 1920
Queridísima Alys:
Espero que la presente te encuentre bien. No sabes lo mucho que te echamos de menos, pues ya quedan tan sólo dos semanas para que se inicie la temporada de bailes. Este año podremos ir todas las amigas juntas, sin nuestros padres pero con chaperona. ¡Al menos podremos ir a más de un baile al mes!
La noticia del año, empero, es el compromiso de mi hermano Prescott con una chica del este, Dotty Walker. Todo el mundo habla de la fortuna de su padre, George Herbert Walker, y de qué buena pareja hacen ambos. Mamá está de lo más contenta con la boda, ojalá pudieras estar aquí porque será la primera boda de la familia y tú eres una de nosotros.
La joven lloraba despacio, como si no terminase de reconocer las lágrimas como suyas. Con el brazo derecho se aferraba a una muñeca, y cuando se dio cuenta la arrojó al otro lado de la habitación.
Soy una mujer. Una mujer.
Lentamente, la misma mano que acababa de arrojar la muñeca buscó a tientas el borde del camisón, a mitad de sus muslos, y tiró de él hacia arriba. La otra mano peleó durante un instante con el elástico de sus bragas, abriendo hueco para que la derecha se colase dentro, pegada a la fina piel del estómago.
Empezó a moverse despacio.
Pensó en Prescott, o al menos en lo que recordaba del muchacho; estaban juntos bajo el camino de robles de la casa de Columbia, y él le susurraba al oído mientras la abrazaba. Su cuerpo estaba caliente y sudoroso. Pero cuando alzó la mirada descubrió que el chico no era moreno y fuerte, como Prescott, sino rubio y delgado. Un rostro que ella, envuelta en su ensoñación, no atinó a reconocer.
Sus manos se movieron más deprisa, y el sordo rumor del llanto fue cesando, hasta que comenzó otra vez.
Sólo que ya no era llanto.
Ocurrió tan deprisa que ni el destino podría haberlo preparado.
– ¿Maldita sea, Paul, dónde cojones estabas?
Paul acababa de llegar a Prinzregentenplatz con el carro lleno, y como siempre que trabajaban en los barrios de los ricos, Klaus estaba de un humor infernal. Allí el tráfico era terrible. Los coches y los tranvías libraban una eterna batalla rodante contra los carromatos de los cerveceros, las carretillas de mano pilotadas por resabiados repartidores e incluso las bicicletas de los funcionarios. Los guardias pasaban por la plaza cada diez minutos, intentando imponer orden en aquel caos, caras inescrutables bajo los cascos de cuero. Ya le habían avisado en dos ocasiones de que debían darse prisa para descargar, si no querían recibir una buena multa.
Los carboneros no podían permitírsela. Aunque aquel mes de diciembre de 1920 habían recibido muchos encargos, hacía tan sólo quince días la encefalomielitis se había llevado a dos de los caballos, y habían tenido que reemplazarlos entre las lágrimas de Hulbert, que vivía tan sólo para aquellos animales. Como no tenía familia, incluso dormía con ellos en la cochera. Klaus había usado hasta el último penique que había conseguido reunir para comprar las bestias, y ahora cualquier gasto imprevisto podría hundirles en la ruina.
No era de extrañar que aquella tarde el carbonero estuviese gritándole desde que el carro dobló la esquina.
– Había un atasco enorme en el puente, señor.
– ¡Me da igual! Baja aquí y ayúdanos con la carga antes de que vuelvan esos buitres.
Paul saltó del pescante y comenzó a acarrear cestas. Ahora lo hacía con mucho menos esfuerzo. Aunque, más cerca de los diecisiete que de los dieciséis, su desarrollo distaba mucho aún de ser completo y era más bien delgado, sus brazos y piernas eran pura fibra.
Quedaban apenas cinco o seis cestas para terminar la descarga, y empezaron a acelerar, escuchando cada vez más cerca el rítmico e impaciente clip clop clip de los caballos de los guardias.
– ¡Ya vienen! -chilló Klaus.
Paul bajó su penúltima carga casi a la carrera, la arrojó a la carbonera con las gotas de sudor rodándole por la frente, y volvió a correr escaleras arriba hacia la calle. Justo cuando asomaba la cabeza, un objeto le golpeó en plena cara.
Durante un instante el mundo se detuvo a su alrededor. Paul apenas notó cómo su cuerpo, llevado por la inercia, giraba en el aire durante medio segundo. Sus pies patinaron en las resbaladizas escaleras. Manoteó en el aire y luego cayó hacia atrás. No tuvo tiempo de sentir dolor, porque la oscuridad le cubrió antes.
Diez segundos antes, Alys y Manfred Tannenbaum bajaban por la plaza, paseando de vuelta de un parque cercano, donde la joven había llevado a su hermano para que corriera un poco antes de que la tierra estuviese demasiado helada. Aquella noche habían caído las primeras nieves. Aunque no habían llegado a cuajar, pronto el niño pasaría tres o cuatro semanas sin poder mover las piernas a gusto.
Manfred exprimía al máximo los últimos minutos. El día anterior había rescatado de un armario su vieja pelota de fútbol, y ahora iba dándole patadas y haciéndola rebotar en las paredes, ante las miradas reprobatorias de los viandantes. En otras circunstancias Alys les hubiera puesto mala cara -no soportaba a los que creían que los niños eran una molesta plaga- pero aquel día se sentía melancólica e insegura. Iba concentrada en el vaho que formaba su aliento en aquella tarde tan fría, perdida en sus pensamientos y prestando a Manfred la atención justa para que llevase el balón en la mano al cruzar las calles.
Justo cuando quedaban unos metros para llegar a casa, el chico vio abiertas las puertas del sótano, imaginó que era la portería del estadio de Grünwalder y chutó con todas sus fuerzas. La pelota, de cuero durísimo, trazó un arco perfecto y acertó en plena cara a un hombre, que desapareció escaleras abajo.
– ¡Manfred, cuidado!
A Alys el grito enfadado se le convirtió en chillido cuando vio que había golpeado a una persona. Su hermano se quedó clavado en la acera, muerto de miedo. La joven corrió hacia la puerta del sótano, pero uno de los compañeros del caído, bajito y con un amorfo sombrero, ya se le había adelantado.
– ¡Maldita sea! Siempre supe que el muy idiota se caería -dijo otro de los carboneros, un hombre mayor. Él no se había movido del carro, retorciéndose las manos y echando inquietas miradas hacia la esquina de Possartstrasse, como si temiese lo que pudiese aparecer por allí.
Alys se paró justo al borde de las escaleras del sótano, pero no se atrevió a bajar. Durante unos segundos horribles, se quedó mirando el rectángulo de oscuridad, hasta que una figura surgió, como si el color negro hubiese cobrado forma humana. Era el compañero del carbonero, el que había sobrepasado a Alys, y llevaba en volandas al que se había caído.
– Dios santo, si no es más que un crío…
Al herido el brazo izquierdo le colgaba en un ángulo extraño, y tenía rasgados los pantalones y la chaqueta. Tenía heridas en la cabeza y en los antebrazos, y la sangre formaba una mezcla marrón y espesa sobre su cara al mezclarse con el polvo de carbón. Sus ojos estaban cerrados, y no reaccionó cuando el otro le depositó en el suelo e intentó enjugarle la sangre con un trapo mugriento que se sacó del sombrero.
Espero que esté sólo inconsciente, pensó agachándose y tomando su mano buena.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Alys al del sombrero.
Éste se encogió de hombros, se señaló la garganta y meneó la cabeza. Alys comprendió.
– ¿Puedes oírme? -dijo temiendo que fuera sordo además de mudo- ¡Tenemos que ayudarle!
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