– En este estadio, donde el gran americano Jesse Owens demostró que la superioridad racial era un embuste nazi, vemos hoy la prueba de otra victoria. Esta gran coalición de Aliados que ha ganado la guerra está ahora ganando la paz, juntos aún, decididos aún a demostrarle al mundo que podemos trabajar unidos. Y también jugar un buen partido de fútbol. -Hizo una pausa mientras los soldados que había a su alrededor reían-. Nuestro cometido aquí no es sencillo, pero ¿acaso puede dudar nadie, al ver a estos espléndidos muchachos, de que lo vamos a conseguir? Ayudaremos a este país a resurgir de las cenizas, tenderemos las manos a los buenos alemanes que rezaron por la democracia durante todos esos años oscuros, y construiremos un mundo en el que la guerra no volverá a tener lugar. Por eso luchamos ahora. Hoy, estos hombres están jugando, pero mañana volverán al trabajo. Un trabajo duro. Construir nuestro futuro. Si pudieran verlos aquí, en Berlín, como yo, sabrían que también van a ganar esa batalla.
Espontáneo, sin notas, la clase de discurso que se puede recitar de un tirón sin pensarlo. Bombos y platillos. Otro pedazo de patria. Jake lo miró y se preguntó cómo habría sido de pequeño; seguramente el niño que levantaba la mano en clase y se presentaba voluntario para limpiar los borradores y repartir las botellas de leche, destinado ya entonces a cosas mejores.
– Y ahora, según me cuentan, la Octogésima Segunda División Aerotransportada nos ha preparado un espectáculo para la media parte.
Ron hizo una señal de director de escena y las cámaras viraron hacia una abertura que había bajo las gradas. Una hilera de cascos blancos salió desfilando e interpretando una marcha de Sousa. Los soldados los vitorearon. Las cámaras siguieron a la banda hasta el campo de juego, cubierto de maleza: los metales brillaban en formación, el ruido era ensordecedor.
– ¿Dónde están las chicas con los pompones? -le dijo Jake a Ron.
– Muy gracioso -repuso éste. Señaló a los asientos-. Les encanta.
Era cierto. Jake miró al público, que pataleaba y silbaba ganando la paz para Movietone News. Entonces vio a Brian Stanley unas cuantas gradas más arriba, apoyado sobre los codos en un lugar donde daba el sol, con los ojos cerrados, el único personaje inmóvil de toda la gradería. La banda se había arrancado con otra marcha. Jake subió la escalera.
– ¿Disfrutas del partido?
Brian abrió los ojos un instante, después los volvió a cerrar.
– Hasta que ha llegado el Honorable.
Jake se sentó a su lado y miró a la banda, allá abajo. La música resonaba por todo el estadio.
– Dios mío -dijo Brian-. ¿Crees que podrían bajar un poco el volumen?
– ¿Trasnochaste ayer?
Brian consiguió emitir un gruñido y después se fue recobrando despacio mientras se frotaba la frente.
– ¿Sabes?, estoy preocupado por Winston. Últimamente no dice más que tonterías sobre las fronteras de Polonia. ¿Por qué?
– ¿Por qué no? -repuso Jake, dejando de mirar el campo.
La conferencia, casi se había olvidado de ella tomándose aquel café con Gunther.
– Porque quedaron decididas en cuanto el tío Stalin las cruzó. Tanto alargar el tema no es típico de él.
– A lo mejor intenta ganar tiempo.
– No, está distraído. Las elecciones, supongo. Una pena que coincidan con la conferencia. Creo que está afectando a su juego. No como tu Honorable. -Hizo un gesto en dirección a Breimer, que aplaudía a la banda mientras salía ya del campo sin dejar de atronar al público-. Todo un profesional, ¿no te parece? Cómo tiende la mano -dijo al tiempo que realizaba una imitación nada desdeñable.
– Tender la mano es lo que suele hacer. Siempre que tengas algo que dejar en ella.
Brian sonrió.
– Pues con eso los alemanes quedan excluidos. «Tenderemos las manos.» En el avión, creo recordar que habían recibido su merecido. Ah, paz, al fin. -Eso lo dijo mirando al campo, donde la banda había quedado finalmente sustituida por el pito de un árbitro que daba comienzo al tercer cuarto; apenas un ruido de fondo, en comparación. Brian volvió a apoyarse en los codos.
– ¿Y tú dónde has estado, por cierto? Te he buscado en la sesión informativa.
– Estoy con un artículo sobre el mercado negro.
– No lo dices en serio -repuso Brian cerrando los ojos-. Eso está pasado, pasadísimo.
– Como las fronteras de Polonia.
Brian suspiró y volvió a centrarse en el sol. Abajo, en el campo, Breimer se apartó de los periodistas y se dirigió hacia un soldado que lo aguardaba: el ligue de Liz, esta vez solo y con pose enérgica y grave. Breimer le puso una mano en el hombro y se lo llevó aparte en un abrazo de privacidad. Jake los observó unos minutos mientras sus cabezas gesticulaban, conversando. Era algo más que un chófer.
– Uña y carne, ¿verdad? -comentó Brian al seguir la mirada de Jake.
– Hmmm.
– ¿Por qué ese interés?
– Está saliendo con Liz.
– No puedes tomárselo a mal. A mí tampoco me importaría una oportunidad.
El público empezó a gritar de repente -otro touchdown -, pero las dos cabezas no se volvieron.
– Bueno, y ¿qué hace con Breimer?
Brian bostezó, indiferente.
– Construir nuestro futuro. Llevan días en ello, los dos. Lo fue a recoger al aeropuerto.
– ¿Ah, sí? -Jake miró a Brian, inmóvil como un lagarto-. No se te pasa ni una, ¿verdad?
– Bueno, es mi trabajo, ¿no? Lo único que hay que hacer es tener los ojos abiertos -respondió, y volvió a cerrar los suyos.
Los dos hombres se separaron entonces, habían concluido sus negocios. Breimer le hizo una seña a un soldado para comunicarle que estaba listo para marchar. Shaeffer se apresuró a salir del estadio sin mirar siquiera el partido.
– Eh, Brian -dijo Jake, reflexivo-. Tú ibas en el avión. ¿Recuerdas al chico que tenía miedo a volar?
– ¿El de las botas?
– ¿Quién fue a recogerlo? ¿Lo viste?
– No. ¿Por qué?
– ¿Hablaste con él en el avión? ¿Te fijaste en algo en concreto?
Brian abrió los ojos.
– Supongo que lo preguntas por algo.
– Ha aparecido muerto. En Potsdam.
– ¿Qué? ¿El que pescaron del agua?
Jake asintió.
– ¿Y qué?
– Pues que me gustaría descubrir por qué. Creo que ahí hay una historia.
– Querido Jake. Tú de vuelta a las andadas, y la pobre Polonia pendiendo de un hilo…
– Bueno, ¿sí o no? ¿Hablaste con él?
– Ni una palabra. No creo que nadie hablara. Por lo que recuerdo, fue el Honorable quien no paró. ¿Es ésa tu historia del mercado negro?
– Vino a hacer negocios. Se llevó unos cuantos billetes.
– ¿Ese agradable jovencito? -comentó Brian.
– A lo mejor no tan agradable. Entre cinco y diez mil dólares.
– ¿En serio? -dijo Brian, esta vez con interés-. ¿Con qué?
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, no llevaba equipaje. ¿Con qué hizo negocios?
– ¿No llevaba equipaje? -preguntó Jake intentando evocar la escena de Tempelhof.
– No. Me fijé porque me pareció extraño. Después pensé: «Bueno, será de Berlín».
– No, no era de aquí. ¿Te fijaste en algo más?
– Chaval, ni siquiera había reparado en ello hasta que has sacado el tema. Un tipo sin equipaje… ¿Qué más da?
Jake guardó silencio. ¿Qué vería Gunther, cuál era la clave evidente que se le pasaba por alto? Un negocio en el que no había nada que vender. Pero a nadie le daban diez mil a cambio de nada. Algo lo bastante pequeño, entonces, para que cupiera en un bolsillo.
– Mierda -exclamó Brian al oír otro rugido desde el campo-. También una de las nuestras, ahora tendré que escribir algo. -En las gradas inglesas, unos soldados enarbolaban una bandera del Reino Unido.
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