– No. Llevaba diez mil dólares encima -dijo Jake para cebar el anzuelo.
Gunther se lo quedo mirando, luego le hizo un gesto en dirección a una silla de la mesa.
– Siéntese. -Él se desplomo en el sillón, apartando el libro-. Cuénteme.
Tardó diez minutos. No había mucho que explicar, y la expresión de Gunther desalentaba cualquier especulación. Se había quitado las gafas y sus párpados habían quedado convertidos en ranuras. Escuchaba sin inmutarse, la única señal de vida que daba era el movimiento constante de su mano: de la taza de café al vaso de coñac.
– Sabré más cuado Bernie me dé noticias -terminó de relatar Jake.
Gunther se pellizcó el puente de la nariz y se lo frotó, reflexionando, después se puso otra vez las gafas.
– ¿Qué es lo que sabrá? -preguntó.
– Quién era, cómo era.
– Cree que eso será útil -comentó Gunther-. Quién era.
– ¿Usted no?
– Normalmente sí -dijo, y bebió-. Si esto fuera como antes. ¿Ahora? Deje que le cuente una cosa. Salvé el mapa. -Ladeó la cabeza en dirección a la pared-. Pero todo lo demás se perdió. Archivos de huellas dactilares. Archivos de fotografías de delincuentes. Archivos generales. En Berlín ya no se sabe quién es nadie. No hay archivos con direcciones. Se han perdido. Cuando roban algo, ya no se puede buscar en las casas de empeño ni en los lugares habituales. Han desaparecido. Si le venden la mercancía a un soldado, él la envía a su país. Sin dejar pistas. En Berlín ya no hay policías capaces de resolver un crimen. Ni siquiera uno retirado.
– No es un crimen alemán.
– Entonces, ¿por qué ha venido a verme?
– Porque usted conoce el mercado negro.
– ¿Eso cree?
– Tiene muchos regalos.
– Sí, nado en la abundancia -dijo el hombre, levantando una mano hacia la habitación-. Carne de ternera en conserva. Una fortuna.
– Usted sabe cómo funciona, o no tendría qué comer. Sabe cómo funciona Berlín.
– Cómo funciona Berlín -repitió Gunther, gruñendo de nuevo.
– Incluso ahora, el mercado lo dirigen alemanes. Seguramente los mismos que controlaban las cosas antes. Usted los conocerá. Así que ¿a quién conocía Tully? No iba a cerrar un trato cualquiera. No estaba destinado en Berlín, vino a Berlín.
Gunther sacó un cigarrillo, despacio, y miró a Jake mientras lo encendía.
– Bien. Ésa es la primera clave. Ya la ha encontrado. ¿Qué más?
Parecía un detective poniendo a prueba a un recluta. Jake se inclinó hacia delante.
– La clave es el dinero. Llevaba demasiado dinero.
Gunther meneó la cabeza.
– No, ahí no encontrará la clave. La clave es que aún lo llevaba encima.
– No le sigo.
– Herr Geismar. Un hombre vende algo. El comprador le pega un tiro. ¿No recuperaría el dinero? ¿Por qué iba a dejarlo allí?
Jake se reclinó en el respaldo, desconcertado. La pregunta más evidente, la que todos habían pasado por alto excepto un policía corrupto que seguía ejerciendo tras la bruma del coñac.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que el comprador y el asesino no tienen por qué ser la misma persona. De hecho, no lo son. ¿Cómo iban a serlo? Busca al hombre equivocado.
Jake se levantó y se acercó al mapa.
– Lo uno lleva a lo otro. Tiene que ser así. Aún está lo del dinero.
– Sí, el dinero -dijo Gunther, siguiéndolo con la mirada-. Eso le interesa a usted. A mí me interesa el otro punto clave. El dónde.
– Potsdam -dijo Jake sin entusiasmo, mirando el mapa.
– Potsdam -repitió Gunther-. Que está acordonado por los rusos. Hace días que nadie va allí. Ni siquiera la gente que cree usted que conozco. -Echó otro trago-. Para ellos es una verdadera molestia. Si no hay día de mercado, tienen muchas pérdidas. Pero no pueden entrar, y su soldado pudo. ¿Cómo?
– A lo mejor lo invitaron.
Gunther asintió con la cabeza.
– La clave definitiva. Para usted, también el final. ¿Un ruso? Niños con armas. No necesitan una razón para disparar. Nunca lo encontrará.
– El mercado negro no funciona por sectores. Está por toda la ciudad. Con tanto dinero, aunque fuera un ruso, alguien sabría algo. La gente habla. -Jake regresó a su silla y volvió a inclinarse hacia delante-. Con usted hablarían. Lo conocen.
Gunther alzó la cabeza.
– Puedo pagar -dijo Jake.
– No soy un soplón.
– No, es policía.
– Retirado -dijo Gunther con amargura-. Con pensión.
Levantó el vaso hacia las cajas del rincón.
– ¿Cuánto cree que le durará eso? En cuanto la policía militar empiece… Ha muerto un americano, tendrán que hacer algo al respecto. Limpiarán el mercado, al menos durante un tiempo. Le iría bien un pequeño seguro.
– De los americanos -dijo Gunther, inexpresivo-. Para encontrar a alguien que ellos no quieren que se encuentre.
– Sí querrán. Tendrán que encontrarlo si alguien se pone a armar jaleo. -Calló, sosteniéndole la mirada-. Nunca se sabe cuándo un favor puede resultar útil.
– Es usted el alborotador, ya veo. -Gunther miró hacia otro lado y se quitó otra vez las gafas-. ¿Y yo qué salgo ganando? Por mis servicios. ¿Un Persilschein?
– ¿Persil? -preguntó Jake, desconcertado, intentando traducir-. ¿Como el detergente?
– Persil lo lava todo -explicó Gunther, limpiando las gafas con la. chaqueta-. ¿Recuerda los anuncios? El Persilschein también lo lava todo, incluso los pecados. Un norteamericano firma un certificado y… -chasqueó los dedos-… la hoja de servicio queda limpia. Sin pasado nazi, podría volver a trabajar.
– Eso no puedo conseguirlo -dijo Jake, aunque luego dudó-. A lo mejor podría hablar con Bernie.
– Herr Geismar, no lo digo en serio. No me hará un Persil. Pertenecí al partido y él lo sabe. Ahora estoy metido en… negocios. Mis manos están… -Se interrumpió, se las miró-. Sea como sea, no quiero volver a trabajar. Esto está acabado. Cuando se vayan ustedes, los rusos se harán con el control. Ni siquiera un Persilschein me haría trabajar para ellos.
– Pues trabaje para mí.
– ¿Por qué? -preguntó el hombre, más como declinación que como pregunta.
Jake contempló la habitación mal ventilada. No estaba muy lejos de su antigua oficina; los teletipos y las llamadas de la radio ya no eran más que un mapa en la pared.
– Porque aún no está para retirarse, y sin usted pasaré por alto todas las claves. -Hizo un gesto en dirección al libro-. Puede quedarse sentado todo el día leyendo a Karl May. Ya no escribe libros.
Gunther lo miró un instante con el ceño fruncido de agotamiento, después se puso las gafas y cogió el libro.
– Déjeme en paz -espetó, y volvió a retirarse tras la bruma.
Sin embargo, Jake permaneció sentado, esperando. Durante unos minutos sólo se oyó el sonido del quedo tictac del reloj de pared, un silencio de callejón sin salida, como el de la portada del libro, con un revólver de seis tiros. Al fin, Gunther miró por encima de las gafas.
– Puede que haya otra clave.
Jake enarcó las cejas, seguía esperando.
– ¿Hablaba alemán?
– ¿Tully? No lo sé. Lo dudo.
– Sería una dificultad añadida en una transacción de ese tipo -dijo Gunther con cautela, como si comprobara puntos de una lista-. Si iba a ver a un alemán. Que son quienes dirigen el mercado. Según usted.
– Está bien. ¿Quién más?
– Esta conversación ¿es privada? Tengo que proteger mi pensión -comentó el hombre.
– Como en un confesionario.
– ¿Conoce Ronny's? ¿En la Ku'damm?
– Puedo encontrarlo.
– Vaya allí esta noche. Pregunte por Alford -dijo, pronunciando correctamente en inglés-. Le gusta ir a Ronny's.
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