Lo último en aparecer, lo que correspondía a la capa arqueológica más profunda, fueron dos servilletas de papel con manchas de la cera roja que había goteado sobre ellas. Pertenecían a la cena de nuestra boda, dos meses atrás. Shiloh había desenterrado una vieja vela usada y la había encendido, en un irónico gesto de celebración, mientras le colocaba dos servilletas debajo para que la cera derretida no cayera sobre la mesa.
No había ninguna nota.
Retrocedí hasta la entrada. Era mejor empezar por el principio. La verdad, no pensaba que Shiloh hubiera sido herido o asesinado en casa. No obstante, eché un vistazo.
No había marca de palancas en la puerta principal. El cerrojo no había sido forzado y no noté nada extraño cuando lo abrí.
Recorrí cada habitación, mirando las ventanas en busca de posibles roturas. No las había. Los espacios que quedaban detrás de los muebles no contenían nada sino motas de polvo. Nada de valor había desaparecido. Tampoco nada de bajo precio. Los estantes permanecían cargados con los libros de Shiloh. Sus intereses eran extremadamente variados: ficción y ensayos, Shakespeare, textos de investigación, una Biblia, algunos ligeros volúmenes de poesía de autores absolutamente desconocidos para mí: Saunders Lewis, Sinclair Goldman.
Nada parecido a sangre seca o a manchas de sangre.
El dormitorio estaba ordenado, aunque no tanto como cuando Shiloh se había ido, ya que yo no había hecho la cama tras la llamada matinal de Vang.
Cuando desaparece un niño, suelo mirar debajo de su cama antes que nada. Los pequeños tienden a pensar que es un sitio para esconderse que denota gran astucia por su parte. A menudo, allí está el diario íntimo de la chica. Los adultos tenemos más cuidado a la hora de ocultar nuestros objetos de valor.
Aun así, me puse en cuclillas y retiré la manta para repasar con las manos la superficie del colchón.
– ¡Oh, no! -exclamé.
No estaba escondida, sino sólo empujada un poco hacia adentro por razones de comodidad. Si hubiera mirado la noche anterior, hubiera apreciado el brillo apagado del cuero negro justo debajo de la cama.
Tiré hacia afuera de la vieja maleta de Shiloh. Pesaba: era evidente que estaba llena. La abrí. Los instrumentos para afeitarse estaban allí, y el cepillo de dientes con ellos. Shiloh había sido eficiente. Había hecho el equipaje con antelación y luego había colocado la maleta donde no le molestara el paso, en cualquier rincón de nuestro estrecho dormitorio.
Sobre los pliegues de las ropas había un ejemplar en rústica de un texto sobre investigación, y dentro de éste, a modo de punto de lectura, un billete para el vuelo de las 2:35 hacia Washington D.C., de la compañía Northwest Airlines.
No había salido para el aeropuerto. De algún modo, eso lo hizo real.
No sé cuánto tiempo permanecí sentada en la cama, sin pensar, sólo intentando asumir lo ocurrido. Después de un buen rato me levanté y volví a dirigirme a la cocina, donde me quedé de pie, en el centro de la casa y de la vida que Shiloh había dejado en Minneapolis.
Una persona desaparecida, un varón adulto. ¿Qué es lo primero que Genevieve y yo hubiéramos investigado?
Dinero. ¿Cómo iba su economía? ¿Tan mal como para marcharse de la ciudad? ¿Cómo era la relación con su mujer? ¿Tenía alguna amiguita? ¿Problemas con el alcohol o las drogas? ¿Podía estar involucrado en actividades delictivas? ¿Tenía antecedentes? ¿Alguna relación con delincuentes? ¿Tenía enemigos peligrosos? ¿A quién beneficiaría su muerte? ¿Disponíamos de alguna idea acerca del lugar de donde había desaparecido? En caso negativo, ¿qué aspecto tenía la casa? ¿Dónde estaba el coche?
Era un campo abonado para las preguntas. El problema era que yo las había contestado en un minuto.
La economía de Shiloh era la mía, y yo sabía que el problema no era ése.
¿El estado de nuestro matrimonio? A partir de mi experiencia interrogando esposas había aprendido que ninguna otra pregunta estaba tan cargada de posibilidades de auto- engaño.
Pero entre Shiloh y yo todo iba bien. Sólo llevábamos dos meses de casados. Realmente, hubiéramos tenido que esforzarnos mucho para estropear la relación en tan corto plazo.
Había dos Heineken en la nevera por si venían visitas. Allí estaban las botellas, en su sitio, siempre las mismas, ya que nosotros no las tocábamos. A pesar de haber renegado de la religión de su infancia, en muchos aspectos la personalidad de Shiloh se acercaba a lo monástico. Aunque bebía cuando lo conocí, había dejado por completo el alcohol; en lo referente a drogas, jamás lo había visto meterse en el cuerpo algo más fuerte que una aspirina.
Cualquier antecedente delictivo habría acabado con sus posibilidades en el FBI, y él había pasado las rigurosas pruebas. Se había relacionado con delincuentes, pero sólo en calidad de detective que trataba con informantes.
¿Enemigos? Supongo que Annelise Eliot, a quien había pillado después de trece años de prófuga, tenía una buena razón para detestarlo. No obstante, todo lo que del caso había llegado a mis oídos me sugería que Eliot había dirigido su hostilidad hacia blancos más importantes y políticos, como eran los abogados de California que habían basado sus carreras en su acusación y a los que denunció en los medios de comunicación al tiempo que proclamaba su inocencia.
Nadie, por lo que yo sabía, podía beneficiarse de la muerte de Shiloh.
En cuanto a la casa, no resultaba un sitio plausible para una operación violenta. Lo había escudriñado todo, y todo estaba en orden. Mordí el extremo del lápiz.
Quizás estaba tomando el camino equivocado. De hecho, pensaba en Shiloh de una manera distanciada, como si se tratara de un caso más. Pero es que yo lo conocía, seguramente mejor que nadie. Aunque de una manera perversa, se trataba de la situación ideal.
¿Qué había hecho el día y medio en que yo estuve fuera?
Tenía que marcharse a Virginia temprano. Había hecho el equipaje, para asegurarse. Tal vez puso una lavadora. Posiblemente salió a buscar comida, ya que solíamos llenar la nevera cada semana en lugar de hacerlo cada día.
Habitualmente, Shiloh salía a correr todos los días. Por consiguiente, era probable que emprendiese una de esas largas carreras en que solía aprovechar mi ausencia, ya que yo solía abandonar al cabo de seis kilómetros. ¿Y qué más? Es probable que leyera un rato o que mirara algún partido de baloncesto. Debió de irse a dormir temprano, en un tranquilo sábado por la noche en el que tenía toda la casa para él solo.
Se trataba de una sucesión de acontecimientos segura, sensata y aburrida. En apariencia, ninguna de esas actividades podía conducir a la desaparición de Shiloh. Excepto…
De las actividades habituales que acababa de reconstruir para un fin de semana, el hecho de salir a correr era lo que podía presentar algunos peligros. Por lo general, los que salen a correr sólo se encuentran con algún perro fastidioso, pero también hay excepciones. A veces, esa gente se interna en lugares tranquilos y oscuros, lejos de las luces de las ciudades. En ocasiones el personal paramèdico los encuentra en algún parque, sin el dinero que llevaban y con heridas o golpes en la cabeza. Shiloh, con su metro noventa, joven y atlètico, no era un objetivo probable para un atracador, pero no por eso había que descartar la hipótesis.
Volví junto a la maleta de Shiloh y la abrí. Tanteando entre sus prendas de vestir, vi la camiseta de color gris verdoso del Departamento de Búsqueda y Rescate de Kalispell, la que solía ponerse para jugar al baloncesto.
Aplastadas contra el borde e introducidas en una bolsa de plástico para que no se manchara la ropa estaban las zapatillas que utilizaba para correr. Sólo tenía un par.
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