Jodi Compton - 37 horas

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La regla básica en la investigación de casos de desaparecidos es recopilar toda la información y los indicios posibles en las primeras 36 horas tras el suceso, cuando la memoria de los testigos no está contaminada y las pistas todavía pueden ser fiables.
Sarah Pribek, una detective de la policía de Minneapolis especializada en este tipo de casos, conoce bien esta circunstancia. Cuando descubre que su marido, Shiloh, lleva desaparecido 48 horas y se pone a investigar, salen a la luz mu chas cosas que no sabía de él.

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Llamé de inmediato a Vang.

– Tardaré cosa de una hora en llegar allí -le anuncié-. Tengo que arreglar un asunto. Lo siento.

– ¿Algo respecto a un caso determinado?

– Un asunto personal -respondí evasivamente-. Espero llegar pronto -volví a disculparme antes de colgar.

Shiloh no estaba en Quantico. ¿Qué significaba esto?

Si hubiera cambiado de planes, si hubiera decidido no ingresar en la Academia,.me lo habría dicho. Y se lo habría comunicado a ellos. Pero no era ése el problema, porque no había razón para que cambiase de planes. Él deseaba ir allí. Si no estaba en Quantico, algo malo habría pasado.

¿Se había ido más allá de Virginia?

De modo que la primera indagación que era necesario hacer era si estaba en Virginia o en Minnesota. Si no podía así limitar las posibilidades, me vería obligada a emplear una enorme cantidad de tiempo, ya que no podía desarrollar dos planes a la vez.

Busqué en el listín telefónico el número de Northwest Airlines.

– Necesito una comprobación acerca de un pasajero del vuelo 235 a Reagan del domingo -le expuse a la empleada.

– ¿Cómo dice? -respondió-. Es imposible, no podemos…

– Darme esa información ya lo sé. Soy una detective del condado de Hennepin. -Me cambié el auricular de oreja mientras escarbaba en uno de mis bolsillos-. Dígale al supervisor de billetes que mi nombre es Sarah Pribeck y que estaré allí dentro de veinticinco minutos con una solicitud firmada en papel oficial.

Capítulo 6

El tráfico no era demasiado denso a media mañana. Había oscurecido un poco; desde el oeste se acercaban nubes amenazadoras. Al girar hacia el este por la 494, los familiares aviones rojos y grises de la Nortwest despegaban y se lanzaban al cielo justo sobre mí.

La supervisora de billetes de las oficinas de la Northwest Airlines se llamaba, según su placa de identificación, Marilyn. Me condujo a un despacho no lejos del mostrador principal.

Puse la solicitud sobre su escritorio y ella la examinó rápidamente, desde el cuerpo del texto hasta el membrete.

– ¿Puede mostrarme su identificación? -me preguntó.

Saqué mi placa y la puse ante sus ojos.

– ¿Podría repetirme qué es exactamente lo que quiere? -Se sentó del otro lado del escritorio.

– Estoy siguiendo los pasos de un pasajero que se supone debía de tomar el vuelo 235 a Reagan el domingo. No estoy segura de que lo hiciera.

– ¿El domingo? -Giró un poco la silla de su escritorio y abrió un mueble con archivadores que había junto a éste.

– ¿Nombre? -preguntó mientras colocaba el documento impreso sobre el escritorio.

– Michael Shiloh. Shiloh con una hache al final.

Me identifiqué como Sarah Pribeck, y opté por no mencionar que Michael Shiloh era mi marido. Me pareció más conveniente presentarme como un importante agente de la ley.

– Sí. -Marilyn interrumpió mis pensamientos-. Sí que estaba en lista de embarque del vuelo 235 del domingo, tal como usted pensaba -dijo-. Sólo que no se registró para ese vuelo.

– ¿No viajó en él?

– No.

– ¿Cuál fue el siguiente vuelo?

– ¿Hacia Reagan o hacia Dulles? El próximo en términos absolutos fue el 255 con destino Dulles.

– ¿Puede revisarlo?

– Hay un par de vuelos más para ambos aeropuertos. Puedo revisarlos todos -dijo inclinándose una vez más hacia los archivadores; tenía el cajón abierto y enterraba sus dedos entre la documentación. Tras lamerse el pulgar, comenzó a recorrer varios de ellos.

Yo esperaba recostada contra la pared, mirándola leer. Cada vez que examinaba un documento, acababa meneando la cabeza en un gesto negativo. Cuando acabó su trabajo, volvió a girar la silla y me miró a los ojos.

– No se registró en ningún vuelo.

Asentí con un gesto.

– A veces algunos viajeros van a Baltimore -dijo pensativa, pero yo negué con la cabeza.

– No -dije-. No creo que sea el caso. Gracias, me ha sido usted muy útil.

Me dirigí hacia la escalera mecánica tras haberle dado las gracias una vez más.

Shiloh podía haber volado a Baltimore, podía haber elegido otra compañía aérea, pero no había ningún motivo para ninguna de las dos cosas. Porque él ya tenía un billete. Además si hubiese perdido el vuelo 235, cosa que en él me parecía sumamente extraña, hubiera cogido el siguiente y ahora estaría en Quantico. Kim tendría noticias de él. No sabía cuáles habían sido sus planes de vuelo, pero no podía imaginarme dónde podía estar al cabo de tanto tiempo.

¿Había descartado por completo la posibilidad de que Shiloh estuviera en Virginia? No necesariamente. Era posible que tuviera que encararse con una situación en la que dos factores habían fallado a la vez. Shiloh había perdido el vuelo y había cogido el siguiente en otro embarque, lo cual lo hubiera llevado a Virginia. En ese caso, si yo dirigía toda mi atención a Minnesota, sería un desastre. Era absolutamente necesario estrechar el cerco de los posibles lugares en que Shiloh podía haber desaparecido.

Desaparecido. Hasta entonces no había pensado en esos términos. En ese momento sentí una pequeña sacudida y un estremecimiento.

Me senté un momento en un banco mirando pasar a los pasajeros.

Sobre mi cabeza había una cámara de seguridad discretamente disimulada por una viga transversal. Si las cosas se complicaban, tendría que recurrir a las cintas de seguridad. Quizás acabaran siendo la única forma de comprobar que Shiloh había estado allí.

«Desaparecido» era el término adecuado. Por mucho que me resistiera a admitirlo.

Unos dos años atrás, un padre sobreprotector de Edina, un barrio periférico de Minneapolis, envió a su brillante hija mayor a la Universidad de Tulane, en Louisiana. No quería que condujese pero, en una lotería del campus, la chica ganó una plaza de aparcamiento al lado de su residencia y estaba emocionada por ello. No hubo manera de disuadirla de llevarse su pequeño Honda.

No obstante, el padre estaba siempre preocupado porque su hija viajara sola por esas carreteras. Insistió en que ella llamase cada noche desde la habitación de un motel, cosa a la que la chica accedió. Por la tranquilidad de su padre.

Lo que ella no recordó era que, poco menos de un año atrás, los prefijos de su localidad habían cambiado. La chica ni se había enterado. En tres años no había pasado una sola noche fuera de la ciudad y, por lo tanto, nunca había puesto una conferencia.

Cuando trató de llamar a casa, su primera noche en la carretera, se escuchó una grabación en la que se decía que ese número no figuraba en el registro. Desconcertada, volvió a intentarlo. Después, una vez más. No tenía ni idea de lo que pasaba. Envió un mensaje al buzón de voz de su padre, en el trabajo, a pesar de que era sábado por la noche y sabía que no lo recibiría a tiempo. Después, con mucha sensatez de su parte, fue a por algo de comida.

Cuando el padre no tuvo noticias de ella, nos llamó. Genevieve y yo éramos escépticas. La chica se había ido hacía sólo doce horas. Tenía 18 años, estudiaba lejos de su casa, saboreaba por primera vez la libertad. Ambas estábamos seguras de lo que había sucedido: la hija se había olvidado de llamar.

– No, eso es imposible -insistió el padre-. Prometió que me llamaría. Ella siempre cumple sus promesas.

– Sé que no querrá creerlo -le había dicho Genevieve-, pero existe una explicación perfectamente lógica, aunque aún no la conozcamos.

– No -dijo-, eso es imposible.

La hija llamó el domingo por la tarde. Apenas estuvo fuera del estado de Louisiana recordó el nuevo prefijo e intentó llamar una vez más. Esta vez habló directamente, desconcertada y risueña. A continuación nos llamó el padre, también desconcertado.

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