Donna Leon - Muerte en la Fenice

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El renombrado director de orquesta Helmut Wellauer aparece muerto, envenenado con cianuro potásico, durante una representación de La Traviata en el célebre teatro veneciano de La Fenice. Hasta el comisario Guido Brunetti, acostumbrado a la laberíntica criminalidad de Venecia, se asombra de la cantidad de enemigos que el músico ha dejado en su camino a la cumbre. Pero, ¿cuántos tenían motivos suficientes para matarle?
Conocido y querido ya por miles de lectores, el comisario Brunetti, armado tan sólo con su paciencia y sagacidad, resuelve en esta sugerente novela policíaca su primer caso.
Brunetti es un héroe corriente, es decir, un antihéroe cuya vida es feliz en lo personal y crecientemente desgraciada en lo profesional. Un vago izquierdismo lo une con su esposa Paola y les lleva a compartir de vez en cuando reflexiones amargas sobre la corrupción, la burocracia.
Muerte en La Fenice fue galardonada en Japón con el prestigioso Premio Suntory a la mejor novela de intriga y convirtió en poco tiempo a Donna Leon en el gran boom de la novela policíaca en Europa. Un excelente comienzo.
«El verdadero encanto de esta serie reside en el carisma de Brunetti y su apasionada identificación con el alma de Venecia.»
The New York Times Book Review.

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– ¿Y usted, signorina Lynch? -preguntó él, pronunciando el apellido correctamente, aunque tuvo que concentrarse para conseguirlo-. ¿Dónde ha estado durante la representación?

– Durante casi todo el primer acto, aquí, en el camerino. He bajado para el «Sempre libera», pero después he vuelto a subir. Y me he quedado aquí durante el resto de la función -respondió ella tranquilamente.

El comisario miró la desnuda habitación, buscando algo que pudiera haberla mantenido ocupada durante tanto rato. Ella advirtió la mirada y sacó del bolsillo de la falda un delgado tomo. Él vio que estaba escrito en caracteres chinos como los que había observado en el rótulo de la puerta.

– He estado leyendo -explicó, mostrándole el librito. Le sonreía afablemente, como si estuviera dispuesta a comentar el texto, si él se lo pedía.

– ¿Y ha hablado usted con el maestro Wellauer esta noche?

– Como le ha dicho la signora Petrelli, le hemos saludado al entrar. Después, no he vuelto a verlo. -Brunetti reprimió el impulso de objetar que no, signorina , la signora Petrelli no había dicho que hubieran llegado juntas, y la dejó continuar-. Desde donde yo estaba, entre bastidores, no se le veía, y durante los dos entreactos no me he movido de aquí.

– ¿Estuvo aquí, con la signora Petrelli?

Ahora fue la norteamericana quien miró a la otra mujer antes de contestar.

– Sí, con la signora Petrelli, como le ha dicho ella.

Brunetti cerró la libreta, en la que no había escrito más que el apellido de la norteamericana, como para plasmar todo el horror de una palabra de una sola sílaba y cinco consonantes.

– En el caso de que haya más preguntas, ¿dónde puedo encontrarla, signora Petrelli?

– Cannaregio 6134 -dijo ella. Era una zona residencial de la ciudad, lo que sorprendió al comisario.

– ¿Es su apartamento, signora ?

– No; es el mío -dijo la otra mujer-. También yo estaré allí.

Él volvió a abrir la libreta y anotó la dirección. A renglón seguido, preguntó:

– ¿Y el teléfono?

Ella se lo dio también, y agregó que no aparecía en la guía. Luego explicó que la casa estaba cerca de la basílica de Santi Giovanni e Paolo.

Asumiendo un aire oficial, el comisario se inclinó ligeramente y dijo:

– Muchas gracias, signore , y lamento mucho las dificultades del momento.

Si estas palabras les parecieron extrañas, ninguna de las dos mujeres lo dejó traslucir. Después de despedirse cortésmente, el comisario salió del camerino y precedió a los dos agentes que le esperaban en la puerta por la estrecha escalera que bajaba a los bastidores.

Al pie de la escalera esperaba el tercer agente.

– ¿Y bien? -le preguntó Brunetti.

El hombre sonrió, satisfecho de tener algo interesante que decir.

– Tanto Santore, el director, como la Petrelli hablaron con él en el camerino. Santore entró antes de la representación y ella, en el primer entreacto.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Un tramoyista. Según él, Santore parecía muy disgustado al salir, pero es sólo una impresión. No oyó gritos ni nada.

– ¿Y la signora Petrelli?

– Bueno, el hombre dice que no está seguro de que fuera la Petrelli, pero llevaba un vestido azul.

– Lleva un vestido azul en el primer acto -terció Miotti.

Brunetti le miró interrogativamente.

¿Había bajado la cabeza Miotti antes de responder?

– La semana pasada vi un ensayo, señor. Y, en el primer acto, lleva un vestido azul.

– Gracias, Miotti -dijo Brunetti con voz átona.

– Es mi chica, señor. Su primo canta en el coro y nos da pases.

Brunetti asintió con una sonrisa, pero hubiera preferido no enterarse del detalle.

El agente que hacía el informe se levantó el puño para mirar el reloj.

– Adelante -le dijo Brunetti.

– Dice que la ha visto salir hacia el final del entreacto, y que parecía disgustada, muy disgustada.

– ¿Al final del primer entreacto?

– Sí, señor. De eso está seguro.

Brunetti, que había captado el movimiento del agente, dijo entonces:

– Es tarde, y me parece que poco más podemos hacer aquí esta noche. -Los otros miraron el teatro vacío-. Mañana, vean si encuentran a alguien más que la haya visto. O haya visto entrar a otra persona. -Sus rostros se iluminaron al oírle hablar de mañana-. Esto es todo por hoy. Pueden marcharse. -Cuando los hombres se alejaban, gritó-: Miotti, ¿ya se han llevado el cadáver al hospital?

– No lo sé, señor -dijo el agente, casi contrito, como si temiera que su ignorancia pudiera hacerle perder el mérito adquirido hacía un momento.

– Espere aquí mientras voy a ver -dijo Brunetti.

Fue al camerino y abrió la puerta sin molestarse en llamar. Los dos sanitarios estaban sentados en los sillones, con los pies encima de la mesita del centro. A su lado, en el suelo, tapado con una sábana y completamente olvidado, yacía uno de los músicos más grandes del siglo.

Cuando entró Brunetti, los hombres levantaron la mirada, pero no se movieron.

– Ya pueden llevárselo al hospital, dijo, dio media vuelta y salió del camerino, cerrando la puerta.

Miotti seguía donde lo había dejado, hojeando una libreta similar a la que llevaba Brunetti.

– Vamos a tomar una copa -dijo Brunetti-. Probablemente, el hotel es lo único que estará abierto a esta hora. -Suspiró, ya cansado-. Y me vendrá bien un trago. -Echó a andar hacia la izquierda, pero vio que volvía a los bastidores. La escalera había desaparecido. Llevaba tanto rato en el teatro, subiendo y bajando escaleras y recorriendo pasillos que estaba totalmente desorientado y no tenía idea de cómo salir.

Miotti le tocó ligeramente en el brazo y le dijo:

– Por aquí, señor -llevándolo hacia la izquierda, donde estaba la escalera por la que habían subido hacía más de dos horas.

Abajo, el portiere , al ver el uniforme de Miotti, metió la mano debajo del mostrador frente al que estaba sentado y pulsó el botón que desbloqueaba la puerta de torno. Con un ademán, el hombre les indicó que sólo tenían que empujar. Como sabía que Miotti ya había interrogado al hombre acerca de quién había entrado y salido por aquella puerta durante la noche, Brunetti no se molestó en hacerle más preguntas, sino que salió directamente al desierto campo que se extendía más allá de la puerta.

Antes de entrar en la estrecha calle que conducía al hotel, Miotti preguntó:

– ¿Me necesitará para esto, señor?

– No tenga escrúpulos en tomar una copa yendo de uniforme -le dijo Brunetti.

– No es eso, señor. -Quizá el chico estuviera cansado.

– ¿Qué es entonces?

– Verá, señor, el portiere es amigo de mi padre, y he pensado que, si ahora vuelvo y le invito a tomar una copa, quizá me diga algo más. -Como Brunetti no respondiera, el muchacho agregó rápidamente-: Era sólo una idea, señor. No quiero…

– Una buena idea. Muy buena. Vuelva y hable con él. Le veré por la mañana. No hace falta que llegue antes de las nueve.

– Gracias, señor -dijo Miotti con una amplia sonrisa. El joven se llevó la mano a la gorra en un respetuoso saludo que Brunetti contestó agitando la mano con negligencia, y volvió al teatro, a seguir haciendo de policía.

CAPITULO IV

Brunetti subió hacia el hotel, todavía iluminado a esta hora de la noche en la que el resto de la ciudad estaba oscura y dormida. Venecia, que fuera la capital de la disipación de todo un continente, se había convertido en una ciudad provinciana y dormilona que, después de las nueve o las diez de la noche, prácticamente dejaba de existir. Durante el verano, mientras los turistas pagaban y el sol brillaba, desempolvaba sus fastos de cortesana, pero en el invierno era una vieja cansada, amiga de acostarse temprano, y dejaba sus calles silenciosas a los gatos y a los recuerdos.

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