Donna Leon - Muerte en la Fenice

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El renombrado director de orquesta Helmut Wellauer aparece muerto, envenenado con cianuro potásico, durante una representación de La Traviata en el célebre teatro veneciano de La Fenice. Hasta el comisario Guido Brunetti, acostumbrado a la laberíntica criminalidad de Venecia, se asombra de la cantidad de enemigos que el músico ha dejado en su camino a la cumbre. Pero, ¿cuántos tenían motivos suficientes para matarle?
Conocido y querido ya por miles de lectores, el comisario Brunetti, armado tan sólo con su paciencia y sagacidad, resuelve en esta sugerente novela policíaca su primer caso.
Brunetti es un héroe corriente, es decir, un antihéroe cuya vida es feliz en lo personal y crecientemente desgraciada en lo profesional. Un vago izquierdismo lo une con su esposa Paola y les lleva a compartir de vez en cuando reflexiones amargas sobre la corrupción, la burocracia.
Muerte en La Fenice fue galardonada en Japón con el prestigioso Premio Suntory a la mejor novela de intriga y convirtió en poco tiempo a Donna Leon en el gran boom de la novela policíaca en Europa. Un excelente comienzo.
«El verdadero encanto de esta serie reside en el carisma de Brunetti y su apasionada identificación con el alma de Venecia.»
The New York Times Book Review.

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– No creo que eso cambiara nada -dijo-. Por lo menos, no significativamente. El daño había sido repentino y, por afectar tejido nervioso, era irreversible.

– ¿Está seguro, doctor?

El médico no se molestó en contestar.

– Dada la naturaleza de la afección, le pedí que volviera al cabo de dos semanas. Entonces repetí las pruebas y comprobé que el mal había avanzado.

– ¿En qué medida había avanzado?

– Yo diría que en otro diez por ciento -respondió el médico volviendo a mirar las cifras del gráfico-. Quizá más.

– ¿Pudo usted hacer algo para ayudarle?

– Le recomendé que usara uno de los nuevos audífonos. Confiaba en que pudiera servirle de ayuda, aunque no lo creía.

– ¿Y le sirvió?

– No lo sé.

– ¿Cómo?

– No ha vuelto a la consulta.

Brunetti hizo un cálculo. La segunda visita había tenido lugar cuando ya habían empezado los ensayos de la ópera.

– ¿Podría decirme algo más sobre ese nuevo audífono?

– Es muy pequeño y va montado en unas gafas que pueden llevar cristales normales o graduados. Funciona por el principio de… No sé qué importancia puede tener esto.

En lugar de explicárselo, Brunetti preguntó:

– ¿Cree que podía ayudarle en alguna medida?

– Eso es difícil de decir. Muchas cosas no las oímos con el oído. -Al ver el gesto de sorpresa de Brunetti, explicó-: Muchas cosas las leemos en los labios o las deducimos por el sentido de las palabras que oímos en realidad. La persona que lleva un audífono ha aceptado que tiene dificultad de audición y aguza los otros sentidos para captar las señales y mensajes que escapan al oído. Y, como ahora se ha dotado de audífono, cree que esto es lo que le ayuda, cuando en realidad lo que sucede es que los otros sentidos tratan de subsanar las deficiencias del oído.

– ¿Y eso sucedió en este caso?

– Como le digo, no puedo estar seguro. Cuando, durante la segunda visita, probó el audífono, me aseguró que oía mejor. Respondía a mis preguntas con más precisión, pero eso lo hacen todos, aunque no haya mejora. Yo estoy delante de ellos, les pregunto directamente, les miro, me miran. Durante las pruebas de audiometría, cuando los sonidos les llegan a través de los auriculares, sin señales visuales, casi nunca hay mejoría. Por lo menos, en casos como éste.

Brunetti reflexionó un momento y preguntó:

– Doctor, ha dicho usted que, en el segundo reconocimiento, advirtió una mayor pérdida de oído. ¿Sospecha cuál pudiera ser la causa de una pérdida tan repentina?

Por su sonrisa, era evidente que el médico esperaba esta pregunta. Juntó las manos encima de la mesa, con los dedos entrelazados, como un médico de serie de televisión.

– Podría influir la edad, aunque, tratándose de una pérdida tan repentina, no es probable. O una infección del oído, pero probablemente hubiera sentido dolor, o vértigo, y él dijo no haberlos sufrido. O, incluso, el uso continuado de diuréticos, pero no tomaba.

– ¿Le dijo usted todo esto, doctor?

– Naturalmente. Él parecía mucho más afectado de lo que es habitual en otros pacientes, y tenía derecho a toda la información que pudiera darle.

– Desde luego.

Apaciguado, el médico prosiguió:

– Otra de las posibilidades que apunté fue la de los antibióticos. Pareció muy interesado, por lo que le expliqué que las dosis hubieran tenido que ser muy fuertes.

– ¿Antibióticos?

– Sí. Uno de los efectos secundarios, no muy frecuente pero posible, es que pueden atacar el nervio auditivo. Pero, como le digo, la dosis tiene que ser masiva. Le pregunté si los tomaba, y me dijo que no. Así pues, excluidas todas estas posibilidades, sólo cabía atribuirlo a la edad. Como médico, no me satisfacía la explicación, ni me satisface. -Miró el calendario de sobremesa-. Si pudiera examinarlo ahora, con el tiempo transcurrido, por lo menos sería posible calibrar el deterioro. De haber continuado al ritmo que observé en el segundo reconocimiento, ahora la sordera sería casi total. A menos que me hubiera equivocado, desde luego, y se tratara de una infección que no vi y que no se apreciaba en las pruebas que le hice. -Cerró la carpeta-. ¿Existe la posibilidad de que venga a hacerse otro reconocimiento?

– Ese hombre ha muerto -dijo Brunetti llanamente.

No se advirtió nada en los ojos del médico.

– ¿Podría decirme la causa de la muerte? -preguntó y se apresuró a explicar-: Me gustaría conocerla, por si había algún tipo de infección que no supe detectar.

– Fue envenenado.

– Envenenado -repitió el médico, y agregó-: Ya entiendo, ya entiendo. -Meditó un momento y preguntó con una inseguridad insólita, reconociendo que la ventaja estaba ahora de parte de Brunetti-. ¿Podría decirme con qué veneno?

– Cianuro.

– Oh. -Parecía decepcionado.

– ¿Es importante, doctor?

– Con arsénico, hubiera habido una pérdida de oído como la que él parecía sufrir. Pero con cianuro, no. No, desde luego. -Con gesto pensativo, abrió la carpeta, hizo una breve anotación y trazó una gruesa línea horizontal debajo de lo que había escrito-. ¿Se hizo la autopsia? Creo que, en estos casos, es obligatorio.

– Sí.

– ¿Alguna observación sobre el oído?

– No creo que se indagara de modo especial.

– Lástima -dijo el médico, pero enseguida rectificó-. Pero probablemente no se hubiera apreciado nada. -Cerró los ojos, y a Brunetti le pareció verle repasar mentalmente libros de texto, deteniéndose aquí y allá a leer un pasaje con atención especial. Finalmente, abrió los ojos y miró al comisario-. No; no se hubiera apreciado nada.

Brunetti se levantó.

– Si tiene la amabilidad de decir a su enfermera que me dé una copia del expediente, no le robaré más tiempo, doctor.

– Sí, por supuesto -dijo el médico levantándose a su vez y siguiendo a Brunetti hasta la puerta. En la sala de espera dio la carpeta a la enfermera y le pidió que sacara una copia para el comisario, luego se volvió hacia una de las visitas que habían llegado mientras hablaba con Brunetti-: Signora Mosca, ya puede pasar. -Saludó a Brunetti con un movimiento de cabeza, entró en su despacho detrás de la mujer y cerró la puerta.

La enfermera volvió y entregó a Brunetti la copia del expediente, con el papel todavía caliente de la fotocopiadora. Él le dio las gracias y se fue. En el ascensor, que ahora recordó tomar, abrió la carpeta y leyó la última anotación: «Muerto de envenenamiento por cianuro. Resultado del tratamiento propuesto: desconocido.»

CAPITULO XXII

Brunetti ya estaba en casa antes de las ocho, pero no encontró a nadie. Paola había llevado a los niños al cine y le había dejado escrito que una mujer había llamado dos veces aquella tarde, pero no había dado su nombre. Miró en el frigorífico y sólo encontró salami, queso y una bolsa de aceitunas. Lo sacó todo, lo puso en la mesa, fue al armario y sacó una botella de vino tinto y un vaso. Se metió una aceituna en la boca, se sirvió vino y escupió el hueso en la mano. Buscó dónde ponerlo mientras comía la segunda. Y la tercera. Finalmente, echó los huesos a la basura, debajo del fregadero.

Cortó dos rebanadas de pan y se preparó un bocadillo de salami. En la mesa estaba el número de Época de aquella semana, que Paola debía de haber estado leyendo. Se sentó, abrió la revista y mordió el sándwich. Y sonó el teléfono.

Mientras masticaba, fue lentamente hacia la sala, con la esperanza de que el aparato dejara de sonar antes de que él llegara. A la séptima señal, descolgó y dio su nombre.

– Hola. Soy Brett -dijo rápidamente la mujer-. Perdone que le llame a su casa, pero me gustaría hablar con usted. Si es posible.

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