»Me fui con mis amigos. A donde estaba ella. Ya se había hecho todo lo necesario, y el mismo día la enterramos. No vino ningún cura, por la forma en que había muerto, de modo que la enterramos sin más. Era una tumba muy pequeña. -Su voz se alejó, tras del recuerdo.
Brunetti había presenciado esto otras veces, y sabía que tenía que callar. Ahora que las palabras habían empezado a fluir, la mujer no podría detenerlas hasta que hubieran salido todas. Esperó con paciencia, reviviendo el pasado con ella.
– La vestimos de blanco. Y después la enterramos en aquella tumba pequeñita. Un agujero minúsculo. Después del entierro, volví a casa y me arrestaron. Pero no importaba, porque ya estaba arrestada. Les pregunté por el policía y me dijeron que estaba bien. Cuando volví a verlo le pedí perdón. Después de la guerra, cuando los aliados entraron en la ciudad, lo escondí en el sótano durante un mes, hasta que vino su madre y se lo llevó. No tenía por qué aborrecerlo ni quererle mal.
– ¿Cómo ocurrió?
Ella lo miró desconcertada, con auténtica incomprensión.
– Me refiero a lo de su hermana con Wellauer.
La mujer se humedeció los labios y se miró las retorcidas manos, apenas visibles entre las mantas.
– Yo los presenté. Él había oído hablar de cómo había empezado mi carrera, y cuando mis hermanas fueron a Alemania para oírme cantar, me pidió que le presentara a Clara y a la pequeña Camilla.
– ¿Ustedes ya tenían relaciones?
– ¿Quiere decir si éramos amantes?
– Sí.
– Sí. Lo nuestro empezó casi inmediatamente de llegar yo a Alemania para cantar.
– ¿Y la aventura con su hermana? -preguntó él.
La mujer volvió la cabeza como si hubiera recibido una bofetada. Se inclinó hacia adelante, y Brunetti pensó que iba a pegarle. Pero le escupió. Una espumilla clara le cayó en el muslo y, poco a poco, atravesó la tela del pantalón. Él se quedó estupefacto, sin poder ni limpiarse.
– Malditos seáis todos. Sois todos iguales. Todos iguales, todavía -le gritó con voz cascada-. Miráis una cosa y sólo veis la basura que queréis ver. -Su voz se hizo más chillona todavía al repetir sus palabras-: Su aventura con mi hermana. Su aventura. -Le acercó la cara con los ojos entornados sobre una mirada de odio y susurró-: Mi hermana tenía doce años. Doce años. La enterramos con el vestido de la primera comunión. Era muy pequeña, era una niña.
»Porque él la violó, señor policía. Él no tuvo una aventura con mi hermana. La violó. La primera vez y todas las demás, cuando la amenazaba con decirme lo mala que había sido. Y después, cuando quedó embarazada, nos envió a las dos a Roma. Yo no sabía nada. Seguíamos siendo amantes. Se acostaba conmigo y violaba a mi hermana pequeña. ¿Ahora entiende, señor policía, por qué me alegro de que haya muerto y por qué digo que merecía la muerte? -Tenía la cara desfigurada por la rabia que la había consumido durante medio siglo.
»¿Quiere saber los detalles, señor policía?
Brunetti asintió. Ahora veía, ahora comprendía.
– Él vino a Roma a dirigir aquella Norma que yo tenía que cantar. Y ella le dijo que estaba embarazada. No nos lo contó a nosotras porque tenía miedo de que le dijéramos que era mala. Entonces él preparó el aborto, la acompañó y luego la llevó al hotel. Allí la dejó. Y ella murió desangrada. Sólo tenía doce años.
El comisario vio cómo una mano salía de entre las mantas y las toquillas y venía hacia él. No hizo más que mover la cabeza y el golpe se perdió en el vacío. Esto enfureció a la mujer, que golpeó con la mano el brazo de madera del sillón y dio un grito de dolor.
Se levantó bruscamente, tirando al suelo la ropa que la envolvía.
– Fuera de mi casa, cerdo. Cerdo.
Brunetti saltó para esquivarla, tropezó con la pata de la silla y corrió por el pasillo delante de ella. La mujer mantenía la mano levantada y él huía de una ira desatada. Mientras él descorría los cerrojos con dedos torpes, ella se paró, jadeando. Desde el patio se la oía chillar y maldecirlos a él, a Wellauer y al mundo. Sin dejar de gritar, cerró y aseguró la puerta. Él se paró en medio de la niebla, estremecido por el arrebato que había provocado. Aspiró profundamente, para tranquilizarse, para olvidar aquel primer instante en el que había tenido verdadero miedo de aquella mujer, miedo de la fuerza del recuerdo, que la había catapultado hacia él.
Brunetti tuvo que esperar en el embarcadero casi media hora y, cuando llegó el 5, estaba helado hasta los huesos. El tiempo no había cambiado y durante la travesía de la laguna hasta San Zaccaria, viajó encogido en la apenas caldeada cabina, contemplando las ventanillas blancas y húmedas. Al llegar a la questura , subió a su despacho, sin contestar a los que le saludaban. Cuando llegó al despacho, cerró la puerta pero conservó el abrigo puesto, para entrar en calor. Las imágenes se agolpaban en su cerebro. Veía a la anciana gritar en el húmedo pasillo, hecha una furia; veía a las tres hermanas, colocadas en forma de V, en artificial pose, y veía a la niña amortajada con el vestido de la primera comunión. Y veía la trama, veía la coherencia.
Por fin se quitó el abrigo y lo arrojó sobre el respaldo de una silla. Fue al escritorio y empezó a revolver entre los desordenados papeles. Apartó carpetas, hurgando hasta encontrar el informe de la autopsia, con sus tapas verdes.
En la segunda página vio lo que sabía que encontraría: Rizzardi mencionaba unas pequeñas marcas en un brazo y una nalga que describía como «señales de pequeñas hemorragias subcutáneas de causa desconocida».
Ninguno de los dos médicos con los que había hablado dijo haber administrado inyecciones a Wellauer. Pero un hombre casado con una doctora en medicina no tenía que pedir hora para recibir una inyección. Y tampoco tendría que pedir hora para hacerse visitar por esa doctora.
Volvió al montón de papeles, sacó el informe de la policía alemana y estuvo leyendo hasta que encontró la confirmación de un dato que le bailaba por la cabeza. El primer marido de Elizabeth Wellauer, el padre de Alexandra, además de enseñar en la Universidad de Heidelberg, era director del departamento de Farmacología. Ella había pasado a verlo al venir a Venecia.
– ¿Sí? -dijo Elizabeth Wellauer al abrir la puerta.
– De nuevo le pido perdón por la molestia, signora , pero tenemos nueva información y me gustaría hacerle varias preguntas más.
– ¿Sobre qué? -preguntó ella, sin hacer ademán de dejarle entrar.
– Los resultados de la autopsia de su marido -dijo él, seguro de que esto bastaría para franquearle la entrada. Con un movimiento brusco y desabrido, ella acabó de abrir la puerta y se hizo a un lado. En silencio, lo llevó hasta la habitación en la que habían mantenido las dos conversaciones anteriores y señaló la que el comisario empezaba a considerar su butaca. Él esperó mientras ella encendía un cigarrillo, un gesto ya tan habitual que casi ni se fijó.
– Cuando se hizo la autopsia -empezó él sin preámbulos-, el forense dijo haber encontrado en el cuerpo de su esposo pequeños hematomas causados por inyecciones. Así se menciona en el informe. -Hizo una pausa, para darle ocasión de ofrecer una explicación. En vista de que ésta no llegaba, prosiguió-: El doctor Rizzardi dijo que podían ser debidos a varias causas: analgésicos, vitaminas o antibióticos. Dijo también que, por la situación de las marcas, su esposo no pudo habérselas administrado por sí mismo. Era diestro, ¿verdad?
– Sí.
– Las señales del brazo también estaban en el lado derecho, por lo que él no pudo ponerse esas inyecciones. -Se permitió una mínima pausa-. Es decir, suponiendo que fueran inyecciones. -Otra pausa-. Signora , ¿puso usted esas inyecciones a su esposo? -No hubo respuesta-. ¿Ha comprendido mi pregunta? ¿Le puso usted esas inyecciones?
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