Donna Leon - Muerte en la Fenice

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Muerte en la Fenice: краткое содержание, описание и аннотация

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El renombrado director de orquesta Helmut Wellauer aparece muerto, envenenado con cianuro potásico, durante una representación de La Traviata en el célebre teatro veneciano de La Fenice. Hasta el comisario Guido Brunetti, acostumbrado a la laberíntica criminalidad de Venecia, se asombra de la cantidad de enemigos que el músico ha dejado en su camino a la cumbre. Pero, ¿cuántos tenían motivos suficientes para matarle?
Conocido y querido ya por miles de lectores, el comisario Brunetti, armado tan sólo con su paciencia y sagacidad, resuelve en esta sugerente novela policíaca su primer caso.
Brunetti es un héroe corriente, es decir, un antihéroe cuya vida es feliz en lo personal y crecientemente desgraciada en lo profesional. Un vago izquierdismo lo une con su esposa Paola y les lleva a compartir de vez en cuando reflexiones amargas sobre la corrupción, la burocracia.
Muerte en La Fenice fue galardonada en Japón con el prestigioso Premio Suntory a la mejor novela de intriga y convirtió en poco tiempo a Donna Leon en el gran boom de la novela policíaca en Europa. Un excelente comienzo.
«El verdadero encanto de esta serie reside en el carisma de Brunetti y su apasionada identificación con el alma de Venecia.»
The New York Times Book Review.

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Padovani interrumpió su discurso, echó el cuerpo hacia atrás y sonrió ampliamente cuando la signora Antonia les puso delante las fuentes ovaladas del antipasto .

– ¿Y qué dices en tus críticas? -preguntó Brunetti.

– Oh, eso depende -dijo Padovani pinchando un dado de pulpo-. Del hijo del médico digo que muestra «total ignorancia del color y de la forma». Pero el abogado es amigo de uno de los directores del periódico, por lo que su esposa «denota dominio de la composición y del dibujo», a pesar de que no podría dibujar un cuadrado que no pareciera un triángulo.

– ¿Y no te molesta?

– ¿Escribir cosas que no pienso? -preguntó Padovani partiendo otra barrita.

– Sí.

– Al principio, sí. Pero después comprendí que era la única forma de ser libre para escribir las críticas que de verdad me importan. -Al ver la expresión de Brunetti, agregó-: Vamos, Guido, no me digas que nunca has desestimado un indicio ni redactado un informe que sugiriera algo distinto de lo que revelaban las pruebas.

Antes de que el comisario pudiera contestar a esto, Antonia había vuelto. Padovani se comió la última gamba y sonrió a la mujer:

– Estaba exquisito, signora .

Ella le retiró el plato, y después el de Brunetti.

Al momento, les traía el risotto , humeante y perfumado. Al ver que Padovani alargaba la mano hacia el salero, Antonia declaró:

– Ya tiene su sal.

Él retiró la mano como si se hubiera quemado y empuñó el tenedor.

– Bueno, Guido, supongo que no me habrás invitado, a cargo de la ciudad, espero, para hablar de mi trabajo ni para examinar mi conciencia. Dijiste que querías más información.

– Me gustaría saber qué más has averiguado sobre la signora Santina.

Padovani se sacó de la boca con delicadeza un trocito de caparazón de gamba, lo dejó en el borde del plato y dijo:

– Pues en tal caso me parece que tendré que pagarme yo el almuerzo.

– ¿Por qué?

– Porque de ella no puedo decirte más. Narciso se iba de viaje cuando le llamé, y sólo tuvo tiempo de darme la dirección. De modo que lo único que sé es lo que te conté la otra noche. Lo siento.

A Brunetti le pareció un poco tosca la sugerencia de Padovani de pagarse el almuerzo.

– Si no puedes decirme nada de ella, quizá puedas decirme algo de otras personas.

– Confieso, Guido, que he indagado bastante. He llamado a amigos de aquí, de Milán y de Roma. De modo que no tienes más que decir un nombre, y seré una fuente de información.

– Flavia Petrelli.

– Ah, la divina Flavia. -Tomó un bocado de risotto y lo declaró excelente-. Supongo que también querrás saber algo acerca de la no menos divina Miss Lynch.

– Quiero saber todo lo que puedas decirme de las dos.

Padovani comió un poco más de risotto y apartó el plato.

– ¿Me preguntas o prefieres que chismorree a mi aire?

– Creo que será preferible el chismorreo.

– Sí. Desde luego. Es lo que suele decirse. -Bebió un sorbo de vino y empezó-: He olvidado dónde estudió Flavia. Probablemente, en Roma. En cualquier caso, ocurrió lo inesperado, como siempre, y una noche, en el último minuto, le pidieron que sustituyera a la Caballé, siempre tan propensa a las indisposiciones. Cantó, entusiasmó a la crítica y se hizo famosa de la noche a la mañana. -Se inclinó y tocó el dorso de la mano de Brunetti con un dedo-: Me parece que, para mayor dramatismo, hay que dividir la historia en dos partes: la profesional y la personal. -Brunetti asintió.

»Hasta aquí, la profesional. Flavia triunfó, y sigue triunfando. -Volvió a beber y se sirvió un poco más de vino-. Pasemos ahora a la vida personal. Entra en escena el marido. Dos o tres años después de debutar en Roma, Flavia cantaba en el Liceo de Barcelona. Él era un hombre importante en España. Fábricas de plásticos, me parece; en cualquier caso, algo muy prosaico pero muy rentable. Mucho dinero, desde luego, muchos amigos con grandes mansiones y nombres importantes. Un idilio romántico, carretadas de flores allí donde ella actuara, joyas, todas las tentaciones de rigor, y la Petrelli que, en realidad, es una chica de pueblo, de los alrededores de Trento, se enamoró y se casó con él. Y con sus fábricas, sus plásticos y sus importantes amigos.

Vino Antonia y se llevó los platos, mirando con evidente disgusto el de Padovani, en el que quedaba más de la mitad del arroz.

– Flavia siguió cantando y siguió triunfando. A él parecía gustarle viajar con ella, ser el marido latino de la diva, conocer a celebridades, ver su foto en los periódicos, en fin, las cosas que halagan a esa clase de gente. Llegaron los hijos, y ella seguía cantando y triunfando. Pero empezaron a observarse síntomas de que el idilio se enfriaba. Ella suspendió una actuación, luego otra. Poco después, dejó de cantar durante un año y estuvo viviendo en España con él. Sin cantar.

Antonia les trajo el branzino en una bandeja de metal que depositó en una mesa auxiliar. Cortó con destreza el blanco y tierno pescado y les sirvió las raciones.

– Espero que les guste. -Los dos hombres intercambiaron una mirada, en muda aceptación del reto.

– Muchas gracias -dijo Padovani-. ¿Será tan amable de traerme la ensalada?

– Cuando termine el pescado -dijo ella, volviendo a la cocina. Entonces Brunetti tuvo la confirmación de que éste era uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Padovani tomó varios bocados de pescado.

– Y luego reapareció, tan de repente como había desaparecido. Durante aquel año en el que no había cantado en público, su voz se había robustecido, convirtiéndose en esa voz potente y cristalina que ahora tiene. Pero el marido había desaparecido de escena, hubo una separación discreta y un divorcio más discreto todavía, que ella consiguió aquí, en Italia y, finalmente, cuando fue posible, también en España.

– ¿Cuáles fueron las causas del divorcio?

Padovani levantó una mano pidiendo calma.

– Cada cosa en su momento. Quiero dar a esto el aire y el ritmo de una novela del siglo XIX. Como te decía, nuestra Flavia volvió a cantar, y con una voz más maravillosa que nunca. Pero no se la veía. Ni en las cenas, ni en las fiestas, ni en las actuaciones de otros cantantes. Vivía retirada de la sociedad con sus hijos, en Milán, donde cantaba con regularidad. -Se inclinó sobre la mesa-. ¿Crece la intriga?

– Ya es insoportable -dijo Brunetti tomando otro bocado de pescado-. ¿Y el divorcio?

Padovani rió:

– Tenía razón Paola cuando me advirtió que eras un verdadero hurón. Está bien, sabrás la verdad. Desgraciadamente, como suele ocurrir, la verdad es bastante prosaica. Resulta que él le pegaba. Sistemática y brutalmente. Seguramente, debía de pensar que así es como un hombre de verdad debe tratar a la esposa. -Se encogió de hombros-. Quién sabe.

– ¿Ella lo dejó?

– No hasta que tuvieron que llevarla al hospital a consecuencia de una paliza. Incluso en España, hay gente que no transige con esto. Ella se fue a la Embajada de Italia con sus hijos. Sin dinero ni pasaportes. Nuestro embajador de aquel entonces, como todos ellos, era un pelota que trató de devolverla a su marido. Pero la esposa del embajador, una siciliana, y que nadie diga nada contra ellos, bajó hecha una furia a la sección consular y no se movió de allí hasta que se extendieron los tres pasaportes. Luego, ella misma llevó a Flavia y a sus hijos al aeropuerto, donde sacó tres billetes de primera clase para Milán con cargo a la embajada y esperó hasta que el avión despegó. Al parecer, había visto a Flavia en el papel de Odabella tres años antes y consideró que era lo menos que podía hacer por ella.

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