Donna Leon - Muerte en la Fenice

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El renombrado director de orquesta Helmut Wellauer aparece muerto, envenenado con cianuro potásico, durante una representación de La Traviata en el célebre teatro veneciano de La Fenice. Hasta el comisario Guido Brunetti, acostumbrado a la laberíntica criminalidad de Venecia, se asombra de la cantidad de enemigos que el músico ha dejado en su camino a la cumbre. Pero, ¿cuántos tenían motivos suficientes para matarle?
Conocido y querido ya por miles de lectores, el comisario Brunetti, armado tan sólo con su paciencia y sagacidad, resuelve en esta sugerente novela policíaca su primer caso.
Brunetti es un héroe corriente, es decir, un antihéroe cuya vida es feliz en lo personal y crecientemente desgraciada en lo profesional. Un vago izquierdismo lo une con su esposa Paola y les lleva a compartir de vez en cuando reflexiones amargas sobre la corrupción, la burocracia.
Muerte en La Fenice fue galardonada en Japón con el prestigioso Premio Suntory a la mejor novela de intriga y convirtió en poco tiempo a Donna Leon en el gran boom de la novela policíaca en Europa. Un excelente comienzo.
«El verdadero encanto de esta serie reside en el carisma de Brunetti y su apasionada identificación con el alma de Venecia.»
The New York Times Book Review.

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– ¿Es una pérdida considerable, doctor?

– No; no lo es.

– ¿Es perceptible?

– ¿Perceptible?

– ¿Podía dificultar su trabajo con la orquesta?

– Eso exactamente quería saber Helmut. Le dije que no; que la pérdida apenas podía medirse. Él me creyó. Pero aquella misma mañana tuve que darle otra noticia, que le afectó profundamente.

– ¿Qué noticia?

– Me había enviado a una joven cantante que tenía una afección en la garganta. Le aprecié nódulos en las cuerdas bucales que había que extirpar quirúrgicamente. Dije a Helmut que tardaría seis meses en volver a cantar. Él deseaba que cantara con él en Munich esta primavera, pero era imposible.

– ¿Recuerda algo más?

– Nada en particular. Me dijo que vendría a verme cuando regresara de Venecia, pero supuse que se refería a una visita de amigo, para reunirnos los cuatro.

Brunetti percibió una leve vacilación en la voz del médico:

– ¿Algo más, doctor?

– Me preguntó si podía recomendarle a alguien en Venecia, un médico. Le dije que no tenía que preocuparse, que estaba más fuerte que un oso y que, si enfermaba, la ópera le enviaría el mejor médico que hubiera. Pero él insistió, quería que le recomendara a alguien.

– ¿Un especialista?

– Sí. Finalmente, le di el nombre de un médico al que he llamado a consulta varias veces. Da clases en la Universidad de Padua.

– ¿Cómo se llama?

– Valerio Treponti. También tiene consultorio particular, pero no tengo su número. Helmut no me lo pidió. Pareció que tenía bastante con el nombre.

– ¿Y tomó nota?

– No. En aquel momento, pensé que era simple tozudez. Además, había venido para hablar de la cantante.

– Una última pregunta, doctor.

– ¿Sí?

– Las últimas veces que le vio, ¿notó usted en él algún cambio, un signo de preocupación o de inquietud?

La respuesta del médico llegó después de una larga pausa:

– Quizá hubiera algo, pero no sé a qué podía ser debido.

– ¿Le hizo usted alguna pregunta?

– A Helmut no se le hacían esa clase de preguntas.

Brunetti estuvo a punto de responder que más de cuarenta años de amistad bien podían dar derecho a ello, pero se limitó a preguntar:

– ¿Y usted no imagina qué podía ser?

Esta pausa fue tan larga como la anterior.

– Creí que tal vez fuera algo relacionado con Elizabeth. Por eso preferí callar. Helmut era muy susceptible en todo lo relacionado con su mujer y con la diferencia de edad. Pero quizá usted, comisario, pueda preguntárselo a ella.

– Es lo que pienso hacer, doctor.

– Bien. ¿Desea algo más? Me esperan mis pacientes.

– Nada más. Ha sido muy amable y me ha ayudado mucho.

– Me alegro. Deseo que descubra usted al que lo haya hecho y lo castigue.

– Haré cuanto pueda, doctor -dijo Brunetti cortésmente, aunque sin agregar que su cometido se reducía a la primera parte y que la segunda le tenía sin cuidado. Pero quizá los alemanes veían estas cosas de otro modo.

Tan pronto como la línea quedó libre, el comisario marcó el número de información y pidió el teléfono del doctor Valerio Treponti, de Padua. En el consultorio le dijeron que el doctor estaba con un paciente y no podía ponerse al teléfono. Brunetti se dio a conocer y dijo a la recepcionista que era un asunto urgente y que esperaría.

Mientras esperaba, el comisario hojeó la prensa de la mañana. La muerte de Wellauer había desaparecido de la mayoría de periódicos; estaba presente en Il Gazzettino , en la segunda página de la segunda edición, porque en el conservatorio se iba a crear una beca con su nombre.

En la línea se oyó un chasquido y una voz sonora y áspera que decía:

– Treponti.

– Comisario Brunetti, de la policía de Venecia.

– Eso me han dicho. ¿Qué desea?

– Saber si durante este último mes fue a consultarle un hombre alto, mayor, que hablaba bien el italiano pero con acento alemán.

– ¿Edad?

– Unos setenta.

– Ah, sí, el austriaco. ¿Cómo se llamaba? ¿Doerr? Sí; Hilmar Doerr. No era alemán, sino austriaco. Aunque es lo mismo. ¿Qué quiere saber de él?

– ¿Podría describírmelo, doctor?

– ¿Está seguro de que es importante? Tengo seis visitas esperando y he de estar en el hospital dentro de una hora.

– ¿Podría describirlo, doctor?

– ¿No lo he descrito ya? Alto, ojos azules, sesenta y tantos años.

– ¿Cuándo fue a verle?

Al otro extremo del hilo, Brunetti oyó una voz de fondo y luego cesó todo sonido porque el médico había cubierto el micro con la mano. Al cabo de un minuto, éste dijo en tono aún más impaciente:

– Comisario, ahora no puedo hablar. Tengo cosas importantes que hacer.

Brunetti, sin alterarse, preguntó:

– ¿Podrá recibirme hoy en su despacho, doctor?

– Esta tarde, a las cinco. Puedo dedicarle veinte minutos. Aquí. -Colgó antes de que Brunetti pudiera preguntarle la dirección. Obligándose a sí mismo a mantener la calma, el comisario volvió a marcar y preguntó a la mujer si haría el favor de darle la dirección del consultorio. Cuando se la hubo dado, Brunetti le dio las gracias con exquisita cortesía y colgó.

Se puso a pensar en el medio más fácil para ir a Padua. Patta, por supuesto, pediría un coche, chofer y dos motoristas, por si aquel día era muy denso el tráfico de terroristas en la autostrada . Brunetti tenía derecho a coche; pero el deseo de ganar tiempo le hizo llamar a la estación para preguntar el horario de los trenes. El expreso de Milán le dejaría en Padua con tiempo suficiente para estar en el despacho del doctor a las cinco. Pero tendría que salir para la estación inmediatamente después de almorzar con Padovani.

CAPITULO XX

Padovani ya aguardaba en el restaurante cuando llegó Brunetti. El periodista estaba de pie, entre la barra y la vitrina de los antipasti : bígaros, sepia, gambas… Se estrecharon la mano y fueron conducidos a la mesa por la signora Antonia, la monumental camarera que era el alma del establecimiento. Una vez instalados, dejando para más tarde el tema del crimen y los chismorreos, deliberaron con la signora Antonia sobre el almuerzo. Aunque el restaurante disponía de menú impreso, pocos clientes habituales se molestaban en consultarlo; muchos ni lo habían visto. La selección de los platos del día la llevaba en la cabeza Antonia, que procedió a recitar la lista velozmente, aunque Brunetti sabía que esto no era sino puro formulismo, porque a renglón seguido ella decidió que lo que deseaban era antipasto di mare , el arroz con gambas y, después, branzino a la parrilla, fresquísimo, del día, les aseguró. Padovani preguntó si podría tomar también una ensalada verde, si la signora podía recomendársela. Ella prestó a la consulta la atención que requería, asintió, dijo que, para beber, desearían sin duda una botella de vino blanco de la casa y fue en su busca.

Una vez servida la primera copa de vino, Brunetti preguntó a Padovani si le quedaba todavía mucho trabajo antes de marcharse de Venecia. El crítico respondió que tenía que hacer la reseña de dos exposiciones, una en Treviso y la otra en Milán, pero que probablemente las haría por teléfono.

– ¿Quieres decir que las darás por teléfono a Roma, a la redacción?

– No -respondió Padovani partiendo una barrita de pan y metiéndose en la boca la mitad-. Hago las críticas por teléfono.

– ¿Críticas de arte? ¿De pintura?

– Desde luego. No pretenderás que pierda el tiempo en ir a contemplar esa basura, ¿verdad? -Al ver la cara de perplejidad de Brunetti, explicó-: Conozco la obra de los dos pintores, y sé que no vale nada. Los dos han alquilado la galería, y los dos invitarán a sus amistades, que les comprarán los cuadros. Una es la esposa de un abogado milanés, y el otro hijo de un neurocirujano de Treviso que dirige la clínica privada más cara de la región. Los dos tienen mucho tiempo y nada que hacer, y han decidido ser artistas. -Dijo la última palabra con evidente desdén.

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