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Robert Harris: El hijo de Stalin

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Harris: El hijo de Stalin» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1999, ISBN: 84-01-01267-8, издательство: Plaza & Janés Editores, категория: Исторический детектив / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Harris El hijo de Stalin

El hijo de Stalin: краткое содержание, описание и аннотация

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Rusia zozobra en el caos y muchos añoran un nuevo Stalin, alguien capaz de poner orden con mano dura e implacable. ¿Puede existir en la actualidad un personaje así? ¿Tal vez alguien por cuyas venas corra la misma sangre del dictador? Esta espeluznante hipótesis parece cobrar consistencia cuando Kelso, un profesor de Oxford, visita Moscú invitado a un congreso del gobierno y tiene noticia de dos hechos que podrían cambiar el curso de la historia: en algún lugar se oculta su hijo bastardo. Kelso emprende una peligrosa investigación a lo largo de cuatro días de pesadilla que le llevarán al centro de una verdad casi inimaginable… Obra maestra de su género, es un vibrante y descarnado thriller político. Su inquietante trama da lugar a la reflexión y su fuerza narrativa cautiva desde la primera página.

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—¿Hay una pala en el maletero? —preguntó de pronto.

Rapava contestó que sí. Había una para quitar la nieve.

—¿Y una caja de herramientas?

—Sí, jefe.

Una grande con gato, llave inglesa, llave en cruz, pinzas para batería…

Beria carraspeó y volvió a la lectura.

En el jardín de la casa, la tierra estaba dura como un diamante, cubierta de placas de hielo demasiado resistentes para la pala, y Rapava tuvo que ir a buscar un pico al cobertizo del fondo del jardín. Se quitó el abrigo y empuñó la herramienta como cuando trabajaba la tie- rra en el huerto de su padre, en Georgia: la levantaba por encima de la cabeza y dejaba que cayera con fuerza, de modo que el peso del pico hiciera el trabajo y la hoja se clavara en la tierra helada casi hasta el asa. Movía el pico adelante y atrás, lo desenterraba, calibraba otra vez la postura y volvía a dejarlo caer.

Trabajaba en el pequeño cerezal, a la luz de un farol que pendía de una rama cercana, a un ritmo frenético, consciente de que detrás de él, en la oscuridad, lejos de la luz, Beria lo vigilaba sentado en un banco de piedra. Al cabo de un rato, a pesar del frío de marzo, sudaba tanto que tuvo que parar, quitarse la chaqueta y subirse las mangas. Tenía la camisa pegada a la espalda e involuntariamente recordó a otros hombres que hacían lo mismo mientras él cargaba su rifle y vigilaba… otros hombres que en un día mucho más cálido cavaban en un bosque y después se tumbaban obedientes boca abajo, sobre la tierra recién removida. Recordó el olor a tierra húmeda, el silencio soñoliento del bosque, y se preguntó cuan fría estaría la tierra si Beria le decía que se tumbara.

—No lo hagas muy ancho —le llegó una voz de la oscuridad—. No es una tumba. Estás trabajando más de lo necesario.

Al cabo de un rato, empezó a alternar entre el pico y la pala y a meterse en el agujero para quitar los terrones. El foso se fue haciendo cada vez más profundo; al principio le llegaba a las rodillas, después a la cintura y cuando le llegó al pecho, apareció sobre él la cara de torta de Beria y le dijo que ya estaba, que había hecho un buen trabajo. El jefe sonreía y le tendió la mano para ayudarlo a salir. Y Rapava, en ese momento, mientras apretaba aquella mano blanda, sintió un amor tan grande, una gratitud y devoción tan inmensas como nunca volvería a sentir.

En la memoria de Rapava fue como si dos buenos amigos levantaran, uno por cada extremo, la larga caja de herramientas y la bajaran al foso. Después lo cubrieron de tierra y la pisotearon. Rapava terminó de aplanarla con el revés de la pala y esparció hojas secas sobre el lugar. Cuando cruzaron el jardín para volver a la casa, unos tenues rayos grises empezaban a filtrarse por el cielo del este.

Kelso y Rapava se habían acabado los botellines y pasado a una especie de vodka casera con pimienta que el hombre había servido de una petaca de metal abollada. Sólo Dios sabía de qué estaba hecho. Podía ser champú. Rapava lo olió, estornudó y le guiñó un ojo a Kelso mientras le llenaba hasta el borde un vaso grasiento. Al ver el color de pechuga de ave de la bebida de Kelso se le encogió el estómago.

—Y Stalin se murió —dijo para evitar tomar un trago. Se le trababan las palabras. Tenía la mandíbula entumecida.

—Y Stalin se murió. —Rapava sacudió la cabeza apenado. De pronto se inclinó hacia adelante y brindó—. ¡Por el camarada Stalin!

—¡Por el camarada Stalin!

Y bebieron.

Y Stalin se murió. Y todo el mundo lo lloró. Todos excepto el camarada Beria, que leyó el panegírico como si fuera un anuncio del ferrocarril ante miles de histéricos gimientes y después rió con los muchachos.

Eso fue lo que se decía.

Pero Beria era un hombre inteligente, mucho más listo que tú, muchacho… a ti te hubiera merendado enseguida. Pero los listos siempre cometen errores porque piensan que todos los demás son estúpidos. Y no todos lo son. Algunos necesitan un poco más de tiempo, eso es todo.

El jefe pensaba que estaría veinte años en el poder y duró tres meses.

Un día de junio, a última hora de la mañana, cuando Rapava estaba de guardia con el equipo de siempre —Nadaraia, Sarsikov, Dumbadze—, avisaron que había una reunión especial del Presidium en la oficina de Malenkov en el Kremlin. Como era en el despacho de Malenkov, el jefe no sospechó nada. Malenkov era un oso tonto y el jefe lo tenía pillado.

Así que subió al coche para ir a la reunión. Ni siquiera llevaba corbata. Iba con la camisa abierta y un traje viejo y gastado. ¿Para qué iba a ponerse corbata? Hacía calor, Stalin estaba muerto, Moscú estaba llena de chicas y él estaría veinte años en el poder.

El cerezal del fondo del jardín había florecido hacía poco.

Llegaron al ala de Malenkov y el jefe subió a verlo, mientras ellos se quedaban en la antesala, junto a la entrada. Uno por uno fueron llegando todos los peces gordos, todos los camaradas de los que Beria se reía por detrás: el viejo «Culo de Piedra» Molotov y aquel paleto gordo de Jruschov, el tontainas Voroshilov, y por último el engreído pavo real del mariscal Zhukov con todas sus medallas y cintas. Subieron todos y Nadaraia se frotó las manos y le dijo a Rapava:

—Bueno, Papú Gerasimovich, ¿por qué no vas a la cantina a traernos café?

Pasaban las horas y Nadaraia de vez en cuando subía para ver qué sucedía, y siempre volvía con el mismo mensaje: la reunión continuaba. ¿Qué tenía de raro? No era extraño que el Presidium se reuniera durante horas. Pero a las ocho de la tarde el jefe de guardaespaldas parecía preocupado, y a las diez, cuando caía la noche de verano, les dijo que subieran.

Pasaron estrepitosamente al lado de las secretarias de Malenkov y entraron en el salón a pesar de las protestas de éstas. Estaba vacío. Sarsikov probó los teléfonos pero estaban cortados. Había un silla caída y, al lado, en el suelo, unos trozos de papel plegados en los que, escrita en tinta roja con letra de Beria, se leía una sola palabra: «¡Peligro!»

Podían haber ofrecido resistencia, pero ¿para qué? Era una emboscada, toda una operación del Ejército Rojo. Zhukov hasta había sacado los tanques, estacionado veinte T34 en el fondo de la casa del jefe (Rapava se enteró más tarde). Había vehículos blindados dentro del Kremlin. Era inútil. No hubieran durado ni cinco minutos.

A los muchachos los separaron ahí mismo. A Rapava lo llevaron a una cárcel militar en los suburbios del norte donde lo molieron a palos y lo acusaron de suministrarle chiquillas, le enseñaron declaraciones de testigos, fotos de las víctimas y por último una lista de treinta nombres que Sarsikov (Sarsikov, el chulo grandullón, menudo tipo duro resultó) les había dado al segundo día.

Rapava no dijo nada. Todo ese montaje le daba asco.

Y entonces, una noche, unos diez días después del golpe, porque Rapava siempre lo había considerado un golpe, lo arreglaron, le dieron un uniforme limpio, le pusieron las esposas y lo llevaron al despacho del director de la cárcel para presentarle un pez gordo del Ministerio de Seguridad del Estado. Era un cabrón con pinta de tío duro de entre cuarenta y cincuenta años. Dijo ser un subsecretario y quería hablar de los papeles privados del camarada Stalin.

Rapava se sentó en una silla con las esposas puestas. El subsecretario se sentó al otro lado del escritorio del director. Detrás de ellos, en la pared, había una foto de Stalin.

Parece, dijo el subsecretario después de observar a Rapava durante un rato, que el camarada Stalin en los últimos años se había acostumbrado a tomar notas que lo ayudaban en su titánica tarea. Las escribía en hojas corrientes de papel o en un cuaderno de tapas de hule negro. Sólo unos pocos miembros del Presidium estaban al tanto de la existencia de esas notas, además del camarada Poskrebishov, el antiguo secretario del cama-, rada Stalin, a quien el traidor Beria había encarcelado hacía poco, acusado de falsos cargos. Todos los testigos coincidían en que el camarada Stalin guardaba esos papeles en una caja fuerte personal en su oficina privada, de la que sólo él tenía la llave.

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