Gastón Leroux - El Fantasma de la Opera

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El Fantasma de la Opera: краткое содержание, описание и аннотация

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El fantasma de la Ópera no solamente es la obra más famosa de Gaston Leroux, sino también la que ha logrado más perdurabilidad e interés, sobre todo por dos elementos muy especiales: el aspecto visual de la novela, que la predisponía a las futuras adaptaciones cinematográficas, y -la música, determinada por el ambiente de la Ópera de Paris, donde se desarrollan las correrías del fantasma. La historia, una mezcla de La Dama de las Camelias y los ambientes góticos de Nuestra Señora de Paris, relata los amores del vizconde Raoul de Chagny y la cantante Chistine Daaé, y su rapto por Erik, el Fantasma de la Ópera, quien mora en los subsuelos de ese enorme edificio, el teatro más grande del mundo, con sus más de 2.000 puertas y su lago subterráneo, construido por el famoso arquitecto Garnier. Una novela a la que la arquitectura y la música harán mantener siempre su interés, con un héroe al mismo tiempo diabólico y vulnerable, fiel heredero del romanticismo.

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– Porque sufro, Erik.

– Creí que te había asustado…

– Erik, aflójeme estas ataduras… ¿no soy acaso tu prisionera?

– Volverás a desear la muerte…

– Me ha dado usted tiempo hasta mañana por la noche, a las once, Erik…

Los pasos seguían arrastrándose por el suelo.

– Después de todo, ya que debemos morir juntos…, y que tengo tanta prisa como tú…, sí, yo también estoy cansado de esta vida, ¿entiendes?… ¡Espera, no te muevas; voy a desatarte!… No tienes más que decir una palabra: ¡no!, y todo se habrá acabado, para todo el mundo… ¡Tienes razón…, tienes toda la razón! ¿Para qué esperar hasta mañana por la noche a las once?… ¡Ah, sí, porque habría sido mucho más bonito… He tenido siempre la enfermedad del decorado… de lo grandioso… ¡que infantil!… No hay que pensar más que en uno mismo, en la vida…, en la propia muerte…, el resto es superfluo… ¿Ves lo mojado que estoy?… ¡Ah, querida, es que hice mal en salir!… Hace un tiempo de perros… Además, Christine, creo que tengo alucinaciones… Sabes, el que llamaba hace un rato donde la sirena, vete saber si suena en el fondo del lago, pues bien, se parecía… Así, vuélvete… ¿Estás contenta? ¡Ya estás libre!… ¡Dios mío, tus muñecas, Christine! ¿Les he hecho daño? Dime… Esto sólo merece la muerte… A propósito de muerte, ¡debo cantarle su misa!

Al oír aquellas frases terribles, no pude evitar un horrible presentimiento… También yo había llamado una vez a la puerta del monstruo… ¡y sin saberlo!… había debido poner en marcha algún timbre de alarma… Y me acordaba de los dos brazos que salieron de las aguas negras como la tinta… ¿Quién habría sido ahora el pobre desgraciado perdido en aquellas orillas?

El recuerdo de aquel desgraciado casi me impedía regocijarme por la comedia que representaba Christine y, sin embargo, el vizconde de Chagny murmuraba a mi oído esta palabra maravillosa: ¡libre!… ¿Quién, pues? ¿Quién era el otro? ¿Aquel por el que oíamos ahora la misa difuntos?

¡Qué canto más sublime y arrebatado! Toda la mansión del Lago retumbaba… Todas las entrañas de la tierra se estremecían… Habíamos pegado la oreja contra la pared de espejo para oír mejor la comedia de Christine Daaé, a que se entregaba para salvamos, pero sólo oíamos la misa de difuntos… ¡Era más bien una misa de condenados!… Allí, en el fondo de la tierra, parecía una ronda de malditos.

Recuerdo que el Dies Irae que él cantó nos envolvió como una tormenta. Sí, a nuestro alrededor había rayos y centellas… Sí, le había oído cantar otras muchas veces… Conseguía incluso hacer cantar a las fauces de piedra de mis toros androcéfalos en los muros del palacio de Mazenderan… Pero cantar de esta forma, jamás, jamás! Cantaba como el dios del trueno…

De repente, la voz y el órgano se detuvieron tan bruscamente que el señor de Chagny y yo retrocedimos detrás de la pared, asustados… Y la voz de pronto cambiada, transformada, pronunció claramente estas sílabas metálicas, rechinando los dientes:

– ¿Qué estás haciendo con mi bolsa?

XXIV EMPIEZAN LOS SUPLICIOS

Sigue el relato del Persa

La voz repitió con furor:

– ¿Qué estás haciendo con mi bolsa?

Christine Daaé no debía temblar menos que nosotros.

– ¿Conque era para coger la bolsa por lo que querías que te desatara, di?…

Se oyeron pasos precipitados, la carrera de Christine que volvía a la. habitación estilo Luis Felipe, como para buscar refugio junto a nuestra pared.

– ¿Por qué huyes? -decía la enfurecida voz, que la había seguido-. ¡Quieres devolverme mi bolsa! ¿No sabes acaso que es la bolsita de la vida y de la muerte?

– Escúcheme, Erik… -suspiró la joven-. Si a partir de ahora debemos vivir juntos… ¿qué puede importarle?… ¡Todo lo que es suyo me pertenece!…

Lo había dicho de una forma tan temblorosa que inspiraba compasión. La desgraciada debía emplear toda la energía que le que daba para superar su terror… Pero no sería con este tipo de supercherías infantiles, dichas con los dientes castañeteantes, como podía sorprenderse al monstruo.

– Sabes bien que la bolsa no contiene más que dos llaves…

¿Qué querías hacer? -preguntó Erik.

– Quisiera -dijo ella- visitar esa habitación que no conoz

co y que siempre me ha ocultado… ¡Es una curiosidad de mujer!

– añadió ella en un tono que pretendía ser alegre y que por su falsedad sólo sirvió para aumentar la desconfianza del monstruo.

– ¡No me gustan las mujeres curiosas! -replicó Erik-. Deberías desconfiar de esas cosas desde la historia de Barba Azul… ¡Vamos!… ¡Devuélveme mi bolsa…, devuélveme mi bolsa!… ¡Quieres dejar esa llave… pequeña curiosa!

Y rió sarcásticamente, mientras Christine lanzaba un grito de dolor… Erik acababa de quitarle la bolsa.

Fue en aquel momento cuando el vizconde, sin poder contenerse por más tiempo, lanzó un grito de rabia y de impotencia, que logré ahogar con mucha dificultad…

– ¡Ah! -exclamó el monstruo-. ¿Qué es eso? ¿No has oído, Christine?

– ¡No…, no! No he oído nada -contestó la desgraciada.

– Me ha parecido oír un grito.

– ¿Un grito?… ¿Acaso está usted enloqueciendo, Erik?… ¿Quien quiere que grite en el fondo de esta mansión?… Yo he gritado porque me hacía dañó… No he oído nada…

– ¡Qué manera de decirme esto!… ¡Tiemblas…! Estás muy alterada!… ¡Mientes!… ¡Han gritado, han gritado!… Hay alguien en la cámara de los suplicios… ¡Ah, ahora comprendo!…

– ¡No hay nadie, Erik!…

– ¡Ya entiendo!…

– ¡Nadie!…

– ¡Quizá… tu prometido!…

– ¡Yo no tengo prometido! ¡Lo sabe usted muy bien!… Una nueva risa malévola.

– Por otra parte, ¡es tan fácil saberlo!… Mi pequeña Christine, amor mío…, no es necesario abrir la puerta para saber qué ocurre en la cámara de los suplicios… ¿Quieres verlo? ¿Quieres verlo?… ¡Mira!… Si hay alguien…, si realmente hay alguien, verás cómo se iluminará allá arriba, al lado del techo, la ventana invisible… Basta con correr la cortina negra y apagar aquí… ¡Ya está!… ¡Apaguemos! No debes temer la oscuridad, en compañía de tu maridito…

Entonces se oyó la voz agonizante de Christine.

– ¡No!… Tengo miedo… ¡Ya le he dicho que tengo miedo a la oscuridad!… ¡Esa cámara no me interesa en lo más mínimo!…

¡Es usted quien me da miedo, como a una niña, con esa cámara de los suplicios!… Antes he sido curiosa, es cierto… Pero, ahora, no me interesa nada de nada… ¡nada!

Y lo que yo más temía se disparó automáticamente… ¡De repente nos vimos inundados de luz!… Sí, detrás de nuestra pared se produjo como un incendio. El vizconde de Chagny, que no se lo esperaba, quedó tan sorprendido que se tambaleó. Y la voz encolerizada estalló al otro lado.

– ¡Ya te decía que había alguien!… ¿Ves ahora la ventana?… ¡La ventana luminosa!… ¡Allá arriba! El que se encuentra detrás de esa pared no puede verla… Pero tú subirás a la doble escalerilla, ¡está aquí para eso! A menudo me has preguntado para qué servía… Pues bien, ¡ya lo sabes!… ¡Sirve para mirar lo que sucede en la cámara de los suplicios…, pequeña curiosa!

– ¿Qué suplicios?… ¡Qué suplicios hay allí dentro? ¡Erik, Erik, dígame que tan sólo quiere atemorizarme! ¡dígamelo si me ama, Erik!… No hay suplicios, ¿no es cierto? ¡Son cuentos para niños!…

– Ve a mirar, querida mía, por la ventanita…

No sé si el vizconde, a mi lado, oía ahora la voz desfallecida de la joven, hasta tal punto estaba absorto en el espectáculo inaudito que acababa de surgir ante su mirada desorbitada… En cuanto a mí, que ya había visto muy a menudo aquel espectáculo a través de la ventanita de las horas rosas de Mazenderan, sólo me quedaba oír lo que decían al lado, buscando un motivo de acción, una resolución a tomar.

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