Gastón Leroux - El Fantasma de la Opera

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El fantasma de la Ópera no solamente es la obra más famosa de Gaston Leroux, sino también la que ha logrado más perdurabilidad e interés, sobre todo por dos elementos muy especiales: el aspecto visual de la novela, que la predisponía a las futuras adaptaciones cinematográficas, y -la música, determinada por el ambiente de la Ópera de Paris, donde se desarrollan las correrías del fantasma. La historia, una mezcla de La Dama de las Camelias y los ambientes góticos de Nuestra Señora de Paris, relata los amores del vizconde Raoul de Chagny y la cantante Chistine Daaé, y su rapto por Erik, el Fantasma de la Ópera, quien mora en los subsuelos de ese enorme edificio, el teatro más grande del mundo, con sus más de 2.000 puertas y su lago subterráneo, construido por el famoso arquitecto Garnier. Una novela a la que la arquitectura y la música harán mantener siempre su interés, con un héroe al mismo tiempo diabólico y vulnerable, fiel heredero del romanticismo.

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no nos puede desunir.

– ¡Bien, bien! Me acuerdo -reconoce con una sonrisa desalentadora el señor Moncharmin.

Pero mamá Giry continúa a media voz, haciendo balancear la pluma de su sombrero color hollín:

¡Marchemos! Aquí, en los cielos,

la misma suerte ahora nos espera a los dos.

– ¡Sí, sí! Lo sabemos -repite Richard, impaciente de nuevo-… ¿y entonces? ¿Qué más?

– Y entonces, sigue el momento en que Leopoldo exclama: «¡Huyamos!», ¿no es cierto?, y cuando Eleazar los detiene preguntándoles: «¿A dónde corréis?» Pues bien, precisamente en ese momento, el señor Poligny, al que observaba desde el fondo de un palco de al lado, que se había quedado libre, se levantó de golpe y salió rígido como una estatua. No tuve tiempo más que para preguntarle, como Eleazar: «¿Adónde va usted?» Pero no me contestó y estaba más pálido que un muerto. Lo miré bajar la acera, pero no fue él quien se rompió la pierna… Sin embargo, caminaba como en un sueño, como en un mal sueño, y ni siquiera encontraba el camino, él que alardeaba de conocer bien la Opera.

Así habló mamá Giry, y calló para comprobar el efecto que había producido. La historia de Poligny había hecho bajar la cabeza a Moncharmin.

– Nada de todo esto me explica en qué circunstancias y cómo el fantasma de la ópera le pidió a usted una silla -insistió mirando fijamente a mamá Giry.

– Pues bien, a partir de aquella noche…, ya que a partir de aquella noche dejaron por fin tranquilo al fantasma… ya no intentaron sacarle su palco, los señores Debienne y Poligny dieron órdenes para que se lo reservasen en todas las funciones. Entonces, cuando llegaba, me pedía su silla…

– ¡Uy, uy, uy! ¿Un fantasma que pide una silla? ¿Es acaso una mujer su fantasma? -preguntó Moncharmin.

– No, el fantasma es un hombre.

– ¿Cómo lo sabe usted?

– Tiene voz de hombre. ¡Oh!, una voz de hombre muy suave. Le diré cómo ocurren las cosas. Cuando viene a la Ópera, suele llegar hacia la mitad del primer acto, da tres golpecitos secos en la puerta del palco n° 5. ¡Imagínense ustedes lo intrigada que estuve la primera vez que oí esos tres golpes, pues sabía perfectamente que aún no había nadie en el palco! Abro la puerta. Escucho. Miro. ¡Nadie!

Y después, oigo de pronto una voz que me dice: «Señora Jules -ése era el apellido de mi difundo marido-, una silla, por favor». Con su permiso señor director, me quedé como un tomate… Pero la voz continuó: «¡No se asuste, señora Jules, soy yo, el fantasma de la Ópera». Miré hacia donde venía la voz que, por otra parte, era tan amable y tan «acogedora» que casi no me daba miedo. La voz, señor director, estaba sentada en el primer sillón de la primera fila a la derecha.

Aunque no viera a nadie en el sillón, habría podido jurar que había alguien allí, y que hablaba, y le aseguro, alguien muy bien educado.

– ¿Estaba ocupado el palco a la derecha del palco n° 5 -preguntó Moncharmin.

– No. El palco n° 7, al igual que el palco n° 3 a la izquierda, no estaban aún ocupados. El espectáculo acababa de empezar.

– ¿Y qué hizo usted?

– Pues bien, le traje la banqueta. Evidentemente, no era para él para quien pedía una silla, era para su dama. Pero a ella no la he oído ni visto jamás…

¿Qué? ¿Cómo? ¡Ahora resulta que el fantasma tenía esposa! La doble mirada de los señores Moncharmin y Richard pasó de mamá Giry al inspector que, detrás de la acomodadora, agitaba los brazos con el deseo de hacer recaer sobre él la atención de sus jefes. Con aire desolado se golpeaba la frente con el índice, para dar a entender a los directores que mamá Jules estaba completamente loca, pantomima que convenció definitivamente a Richard a prescindir de un inspector que mantenía a su servicio a una alucinada. La buena mujer continuaba, dedicada por entero a su fantasma, alabando ahora su generosidad.

– Al final del espectáculo me da siempre una moneda de cuarenta sous, a veces incluso cien sous, y otras hasta diez francos, cuando ha pasado varios días sin venir. Desgraciadamente, desde que han empezado a importunarlo, no me da absolutamente nada…

– Perdón, mi querida señora… (nuevo aleteo de la pluma del sombrero color hollín ante tan persistente familiaridad), perdón… Pero ¿cómo se las arregla el fantasma para darle sus cuarenta sous? -interroga Moncharmin, que había nacido curioso.

– ¡Bah! Los deja sobre la mesita del palco. Los encuentro allí junto con el programa que siempre le traigo. Hay tardes en las que encuentro incluso flores en mi palco, una rosa que habrá caído del escote dé su dama… Estoy segura de que viene alguna vez con una señora porque un día olvidaron un abanico.

– ¡Ajá! ¿Conque el fantasma olvidó un abanico? Y, ¿qué hizo usted con él?

– Pues bien, se lo devolví a la primera oportunidad.

Aquí se dejó oír la voz del inspector:

– No ha seguido usted el reglamento, señora Giry. Le pondré una multa.

– ¡Cállese usted, imbécil! (voz de bajo de Firmin Richard).

– ¡Le llevó usted el abanico! ¿Y entonces?

– Y entonces, se lo llevaron, señor director; no volví a encontrarlo al final del espectáculo. La prueba está en que dejaron en su lugar una caja de bombones ingleses, de esos que me gustan tanto, señor director. Es una de las amabilidades del fantasma…

– Está bien, señora Giry… Puede usted retirarse.

Después de que mamá Giry hubo saludado respetuosamente, no sin cierta dignidad, que jamás la abandonaba, a los dos directores, éstos comunicaron al inspector que estaban decididos a prescindir de los servicios de esa vieja loca… Y despidieron al señor inspector.

Cuando el señor inspector se hubo retirado, tras conversar acerca de su dedicación a la empresa, los directores advirtieron al administrador que preparara la cuenta del señor inspector. Cuando se encontraron solos, los directores se transmitieron simultáneamente el mismo pensamiento, el de ir a dar una vuelta por el palco n° 5.

Y hasta allí los seguiremos.

VI EL VIOLÍN ENCANTADO

Christine Daaé, víctima de intrigas sobre las que nos referiremos más tarde, no volvió por un tiempo a tener otro triunfo como el de la famosa velada de gala. Sin embargo, a partir de ésta, había tenido la ocasión de hacerse oír en la ciudad, en casa de la duquesa de Zurich, donde cantó los más bellos fragmentos de su repertorio. Así es cómo el gran crítico, X.Y Z., que se encontraba entre los invitados notables, se expresa al respecto.

«Cuando se la oye en Hamlet, uno se pregunta si Shakespeare ha venido de los Campos Elíseos para hacerle ensayar Ofelia… También es cierto que, cuando ciñe la diadema de estrellas de la reina de la noche, Mozart, por su parte, debe abandonar las moradas eternas para venir a escucharla. Pero no, no tiene por qué molestarse, ya que la voz aguda y vibrante de la mágica intérprete de su Flauta mágica sube al Cielo, el cual escala con soltura, al igual que ha sabido, sin esfuerzo, ascender de su choza en la aldea de Skotelof al palacio de oro y mármol construido por Garnier.»

Pero, después de la velada de la duquesa de Zurich, Christine ya no vuelve a cantar en público. El hecho es que por esta época rechaza cualquier invitación, cualquier mensaje. Sin dar pretexto plausible alguno, renuncia a aparecer en una fiesta de caridad a la que anteriormente había prometido su ayuda. Actúa como si no fuera ya dueña de su destino, como si tuviera miedo de un nuevo triunfo.

Supo que el conde de Chagny, para complacer a su hermano, había realizado gestiones muy activasen su favor con el señor Richard. Ella le escribió para darle las gracias y para rogarle que no volviera a hablar de ella a sus directores. ¿Cuáles podían ser las razones de una actitud tan extraña? Unos pretendían que todo ello ocultaba un inconmensurable orgullo, otros vieron en ello una divina modestia. No se es tan modesto cuando se está en el teatro. En realidad, no sé si debería escribir simplemente esta palabra: terror. Sí, creo que Christine Daaé tenía por aquel entonces miedo de lo que acababa de ocurrirle y que estaba tan perpleja como todo el mundo a su alrededor. ¿Estupefacta? ¡Vamos! Tengo aquí una carta de Christine (colección del Persa) que se refiere a los acontecimientos de esta época. Pues bien, después de haberla releído, no escribiré nunca que Christine estaba estupefacta, ni siquiera asustada por su triunfo, sino horrorizada. Sí, sí…, horrorizada. «¡Ya no me reconozco a mí misma», dice.

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