Gastón Leroux - El Fantasma de la Opera

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El Fantasma de la Opera: краткое содержание, описание и аннотация

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El fantasma de la Ópera no solamente es la obra más famosa de Gaston Leroux, sino también la que ha logrado más perdurabilidad e interés, sobre todo por dos elementos muy especiales: el aspecto visual de la novela, que la predisponía a las futuras adaptaciones cinematográficas, y -la música, determinada por el ambiente de la Ópera de Paris, donde se desarrollan las correrías del fantasma. La historia, una mezcla de La Dama de las Camelias y los ambientes góticos de Nuestra Señora de Paris, relata los amores del vizconde Raoul de Chagny y la cantante Chistine Daaé, y su rapto por Erik, el Fantasma de la Ópera, quien mora en los subsuelos de ese enorme edificio, el teatro más grande del mundo, con sus más de 2.000 puertas y su lago subterráneo, construido por el famoso arquitecto Garnier. Una novela a la que la arquitectura y la música harán mantener siempre su interés, con un héroe al mismo tiempo diabólico y vulnerable, fiel heredero del romanticismo.

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«El señor Firmin Richard tiene aproximadamente unos cincuenta años, es de alta estatura, de constitución robusta, sin ser gordo. Posee prestancia y distinción, subido de color, el pelo abundante, un poco corto y cortado a cepillo, la barba acorde con el pelo; su fisionomía tiene algo un poco triste que templa una mirada franca y directa y una sonrisa encantadora.

»El señor Firmin Richard es un músico muy distinguido. Hábil armonista, sabio contrapuntista, la grandeza es la característica principal de su composición. Ha publicado música de cámara muy apreciada por los aficionados, música para piano, sonatas o fugas llenas de originalidad, demás de un volumen de melodías. Finalmente, La muerte de Hércules, ejecutada en los conciertos del Conservatorio, arroja un soplo épico que hace pensar en Gluck, uno de los maestros venerados por el señor Firmin Richard. De todas maneras, aunque admire a Gluck, no admira menos a Piccini. El señor Richard le agrada todo lo que encuentra. Lleno de admiración por Piccini, se inclina ante Meyerbeer, se deleita con Cimarosa y nadie aprecia mejor que él, el inimitable genio de Weber. Por último, en lo que concierne a Wagner, el señor Richard, no está lejos de pretender que es él, Richard, el primero y quizás el único en comprenderlo en Francia.»

Aquí detengo mi cita, de la que creo se desprende con suficiente claridad que, si al señor Firmin Richard amaba casi toda la música y a todos los músicos, el deber de todos los músicos era amar al señor Firmin Richard. Digamos para concluir este rápido retrato, que el señor Richard era lo que se ha dado en llamar un ser autoritario, es decir que tenía un carácter difícil.

Los primeros días de los dos directores en la Ópera transcurrieron dominados por la alegría de sentirse los amos de una empresa tan amplia y hermosa. Habían sin duda olvidado ya la curiosa y extraña historia del fantasma, cuando se produjo un incidente que les probó que, si se trataba de una farsa, la farsa aún no había terminado.

El señor Firmin Richard llegó aquella mañana a su despacho a las once. Su secretario, el señor Rémy, le mostró una media docena de cartas que no había abierto porque llevaban la mención de «personal». Una de las cartas atrajo en seguida la atención del señor Richard, no sólo porque lo escrito en el sobre estaba en tinta roja, sino también porque le pareció haber visto ya en alguna parte aquella letra. No tuvo que pensar demasiado: se trataba de la letra con la que habían completado tan extrañamente el pliego de condiciones.

Reconoció en seguida su aspecto tosco y casi infantil. La abrió y leyó:

Mi querido director, le pido perdón por venir a molestarle en estos momentos tan preciosos en los que decide la suerte de los mejores artistas de la ópera, en los que renueva importantes contratos y en los que concluye otros nuevos. Todo ello con una visión tan segura, una comprensión del teatro, una ciencia del público y de sus gustos, una autoridad que ha estado muy cerca de pasmar a mi vieja experiencia. Estoy al corriente de lo que acaba de hacer con la Carlotta, la Sorelli y la pequeña Jammes, como por algunas otras en las que ha adivinado admirables cualidades, talento, o genio. (Sabe usted muy bien a quién me refiero cuando escribo estas palabras. No se trata evidentemente de la Carlotta, que canta como una jeringa y que nunca debió haber abandonado los Ambassadeurs ni el café Jacquin; ni de la Sorelli, cuyo éxito se debe sólo a la carrocería; ni de la pequeña Jammes, que baila como una vaca en un prado. Y tampoco me refiero a Cristiane Daaé, cuyo genio es evidente, pero a la que deja usted con celo envidioso al margen de todo estreno importante.) En fin, es usted libre de administrar su pequeño negocio como le plazca, ¿no es cierto? De todas formas, desearía aprovechar el hecho de que aún no haya puesto a Christine Daaé de patitas en la calle para oírla esta noche en el papel de Siebel, ya que el de Margarita, después del triunfo del otro día, le está prohibido. Le ruego-también que no disponga de mi palco ni hoy ni los días siguientes, ya que no terminaré mi carta sin confesarle hasta qué punto me he visto desagradablemente sorprendido al llegar a la Ópera en estos últimos tiempos, al enterarme de que mi palco había sido alquilado en la taquilla, por órdenes de usted.

En un principio no he protestado porque soy enemigo del escándalo, después porque imaginé que sus predecesores, los señores Debienne y Poligny, que siempre se comportaron deforma encantadora conmigo, habían descuidado antes de su marcha de hablarle de mis pequeñas manías. Pero acabo de recibir la respuesta de los señores Debienne y Poligny a mi petición de explicaciones, respuesta que me prueba que están ustedes al corriente de mi pliego de condiciones y que, por consiguiente, se burlan de mí deforma ofensiva. ¡Si quieren que vivamos en paz, el camino más apropiado no es el de empezar por quitarme el palco! Con ayuda de estas pequeñas observaciones, le ruego me considere, señor director, como a su más humilde y obediente servidor.

Firmado: E de la ópera.

Esta carta iba acompañada de un extracto de la sección de correspondencia de la Revue Théatrale, en la que se leía lo siguiente:

«E de la O.: R. y M. no tienen excusa. Les hemos advertido y entregado su pliego de condiciones. Saludos».

En cuanto al señor Firmin Richard terminó de leer, la puerta del despacho se abrió y el señor Moncharmin se encaminó hacia él, llevando en la mano una carta idéntica a la que había recibido su colega. Se miraron, echándose a reír a carcajadas.

– La broma continúa -dijo el señor Richard-. ¡Pero ya no tiene gracia!

– Qué significa esto? -preguntó el señor Moncharmin-. ¿Acaso creen que porque han sido directores de la ópera vamos a concederles un palco a perpetuidad?

Pues tanto para el primero como para el segundo, la doble carta era sin duda el fruto de la colaboración bromista de sus predecesores.

– ¡No estoy de humor para dejarme tomar el pelo por mucho tiempo! -declaró Firmin Richard.

– Son inofensivos! -observó Armand Moncharmin.

– ¿Qué querrán en realidad? ¿Un palco para esta noche?

El señor Firmin Richard dio la orden a su secretario de enviar el palco número 5 del primer piso a los señores Debienne y Poligny, si no se había ya vendido.

No lo estaba. La reserva les fue inmediatamente enviada. Los señores Debienne y Poligny vivían, el primero en el final de la calle Scribe y del bulevar de los Capucines; el segundo en la calle Auber. Las dos cartas del fantasma de la Ópera habían sido echada al buzón del bulevar de los Capucines. Fue Moncharmin quien primero lo notó al mirar los sobres.

– ¡Ya lo ves! -dijo Richard.

Se encogieron de hombros y lamentaron que gentes de esta edad se divirtieran aún con juegos tan inocentes.

– ¡Por lo menos podían haber sido educados! -observó Moncharmir-. ¿Has visto cómo nos tratan acerca la Carlotta, de la Sorelli y de la pequeña Jammes?

– Mira, querido amigo, esas gentes están enfermas de envidia… Cuando pienso que han llegado incluso a pagar un espacio en la sección de correspondencia de la Revue Théâtrale… ¿Es que no tienen otra cosa que hacer?

– ¡A propósito! -añadió Moncharmin-, parecen interesarse mucho por la pequeña Christine Daaé…

– ¡Sabes tan bien como yo que esa muchacha tiene fama de prudente! -respondió Richard.

– ¡Se ha ganado tan rápidamente la fama! -replicó Moncharminr-. ¿Acaso no tengo yo fama de ser entendido en música? Pues no conozco la diferencia entre la clave de sol y la de fa.

– Tranquilízate. Nunca has tenido esa fama -declaró Richard.

En este punto, Firmin Richard dio al ujier la orden de hacer pasar a los artistas que, desde hacía dos horas, se paseaban por el gran corredor de la administración esperando que la puerta de la dirección se abriera, puerta tras la cual les esperaba la gloria, el dinero…, o el despido.

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