Steven Saylor - Cruzar el Rubicón

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«Alea jacta est». César ha cruzado el Rubicón, el pequeño río que separa la provincia gala de la península itálica, y se dirige con sus ejércitos hacia Roma, donde su rival, Pompeyo, está a punto de abandonar la ciudad y dejar a los romanos sin protección ni gobierno. En medio de la creciente confusión, uno de los primos favoritos de Pompeyo aparece muerto en el jardín de Gordiano el Sabueso, el más célebre investigador de Roma, quién no tendrá otra opción de hacerse cargo de unos de los casos más difíciles y comprometidos de su carrera.
Gran conocedor de la naturaleza humana y peculiar páter familias -sus hijos adoptados y esclavos manumisos retratan a un hombre indiferente a los valores tradicionales-, no hay rincón de la ciudad eterna que se resista a la mirada indagadora de Gordiano. Sin embargo, a sus sesenta y un años, en un clima de guerra civil enrarecido por la volatilidad de las alianzas políticas, Gordiano deberá hacer acopio de todas sus fuerzas y demostrar que no ha perdido ni un ápice de su renombrada inteligencia.
Esta es la séptima entrega de la exitosa serie Roma sub rosa, novelas que describen con enorme realismo los últimos años de la república romana a través de las peripecias de Gordiano el Sabueso.

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Terminé de vaciar la vasija y la puse de modo que le diera el sol directamente en la boca. Miré dentro, pero sólo vi restos de aceite. Sacudí la vasija y le di la vuelta. Cayeron unas cuantas gotas de aceite.

– Es curioso -dije-. Aunque, bien mirado, ¿por qué un comerciante en aceite no iba a dejarnos una muestra de su producto? Cosas más raras han sucedido.

– ¿Y qué hago con esto, suegro? -Davo levantó la otra vasija, llena hasta el borde de aceite dorado.

– Bueno, ofrécesela a Minerva. -Parecía una solución lógica. Si no era más que aceite de la mejor calidad, entonces también era apropiado para una ofrenda a la diosa. Pero si era lo que Davo temía, no le haría ningún daño a una estatua de bronce. Así pues, cogí la vasija que tenía Davo y la puse en el pedestal, a los pies de la diosa.

– Acepta esta ofrenda y concédenos la sabiduría -murmuré. Aquello no podía perjudicar a nadie.

Dejé en el suelo la vasija vacía, al lado de mi silla. Me senté y cerré los ojos mientras el agradable sol de abril me calentaba la cara. Mis pensamientos vagaban de un lado para otro. Me quedé dormido.

De repente desperté.

Fui al estudio. Busqué las memorias de Sila entre los papiros de la biblioteca. Desenrollé escándalos políticos, matanzas, ciudades saqueadas, visitas a los oráculos, homenajes a los actores favoritos, bravatas sexuales… hasta que di con el pasaje que estaba buscando:

Un caudillo militar y político debe enviar a menudo mensajes secretos. Me enorgullezco de haber inventado personalmente unos cuantos métodos inteligentes.

Una vez que necesité enviar órdenes secretas a un aliado, torné una vejiga de cerdo, la inflé todo lo que pude y la dejé secarse. Mientras aún estaba inflada, escribí encima con tinta adustiva. Cuando la tinta estuvo seca, desinflé la vejiga y la metí en una vasija que llené con aceite, inflando de nuevo la vejiga. A continuación sellé la vasija y la envié como si fuera un regalo culinario para el destinatario, que ya sabía que tenía que abrir la vasija, vaciarla y romperla, para recuperar la vejiga en la que estaba el mensaje totalmente intacto.

Recordaba haber leído aquel pasaje hacía mucho tiempo, pero no haberlo comentado con Metón. No obstante, supuse que él había leído todos los volúmenes de mi pequeña biblioteca. Además, la autobiografía de Sila era la típica lectura que César habría estudiado minuciosamente mientras componía sus propias memorias y se las dictaba a Metón. El hecho de que la vasija hubiera llegado de Masilia no podía ser una coincidencia.

Volví al patio. Minerva parecía sonreír con sorna mientras yo golpeaba la vasija contra las piedras. Se rompió limpiamente en dos partes y apareció la vejiga con la forma de la jarra. Alisé cuidadosamente las arrugas y la inflé soplando. La brillante capa de aceite hacía que las letras de cera parecieran todavía calientes y flexibles, como si Metón acabara de escribirlas. El mensaje empezaba al principio de la vejiga e iba rodeándola en espiral, por lo que tenía que ir girándola mientras leía:

Papá, en cuanto hayas leído este mensaje, destrúyelo. No debería escribirte de ninguna de las maneras, pero no puedo permitir que sigas creyendo algo que es mentira; la verdad siempre te ha importado mucho. No he dejado de ser leal a C. Sigo siéndolo, a pesar de lo que quizá oigas. La conjura fue una farsa. Los documentos que N obtuvo eran falsos, ideados con el conocimiento de C y a instancias suyas. Le fueron entregados deliberadamente a N a través de un intermediario de su confianza. La intención era que N se los pasara a P, creyendo que eran auténticos, para convencerle de que yo y otros éramos hostiles a C y sensibles al soborno de la oposición. Así podríamos infiltrarnos en los círculos más importantes del enemigo. Pero en lugar de dárselos a P, N decidió utilizarlos en beneficio propio. Nunca pensé que fuera capaz de hacerte chantaje y arrastrarte al engaño. Cuando pienso en lo que hiciste para protegerme, me siento avergonzado. Sé lo contrario a tu naturaleza que es semejante acto. Aun así, que confesaras a P la parte que yo desempeñaba en la conspiración ficticia ha hecho más para convencerlo de mi deslealtad a C que mis planes originales. Gracias a ti, mi misión es por fin factible. Perdona estas crudas frases. Escribo con prisa. Si no quieres perderme, destruye este mensaje al momento.

Había una posdata en una esquina, escrita en letra tan pequeña que me dolieron los ojos al descifrarla:

La noche antes de que C cruzara el Rubicón, soñó que cometía incesto con su madre. Creo que el sueño era un mensaje de los dioses: para alcanzar su destino, se vería empujado a cometer actos terribles de impiedad. Escogió el destino por encina de la conciencia. Eso mismo me ha pasado a mí, papá. Por cumplir con mi deber he deshonrado al hombre que me liberó de la esclavitud y me hizo hijo suyo. Te he ocultado secretos. Te he dejado creer una mentira. Soy un hijo impío. Pero al igual que C tuve que elegir, y una vez se ha cruzado el Rubicán, no hay vuelta atrás. Perdóname, papá.

Releí el mensaje entero, lentamente, para asegurarme de que lo entendía. Luego lo llevé al brasero del estudio. El aceite y la carne de cerdo desprendieron un olor que me recordaba a Brindisi.

El crimen que había cometido, creyendo que salvaba a mi hijo, sólo había servido para arruinar sus planes secretos.

La confesión que hice a Pompeyo, creyendo que purgaba mi conciencia, había servido para que Metón siguiera con sus planes.

El mundo creía que mi hijo había huido a Masilia por haber traicionado a César, cuando en realidad era un espía infiltrado en lo más profundo del campo enemigo. ¿Corría menos peligro de lo que yo pensaba, o más?

Volví al patio, me senté y miré a Minerva. Había pedido sabiduría y me la había concedido. Pero en lugar de simplificar las cosas, cada nuevo retazo de conocimiento hacía del mundo un lugar aún más desconcertante.

En la parte delantera de la casa oí a Bethesda y a Diana, que volvían del mercado de pescado. Las llamé en voz alta. Al poco rato aparecieron en el patio.

– Hija, trae a Davo. Mujer, envía a buscar a Eco. Ya es hora de que esta familia celebre una reunión. Ya es hora de que le cuente a mi familia… la verdad.

Pasó abril. El mes de mayo trajo cielos despejados y la suave luz del sol. Los árboles volvieron a la vida. Creció la hierba por doquier y asomaron flores silvestres entre las losas del suelo. La llegada de la primavera trajo la ilusoria sensación de que los espantosos horrores de la guerra se alejaban.

De la Galia Narbonense llegó la noticia de que Masilia había cerrado las puertas a César, que había dejado allí oficiales para que la sitiaran mientras él seguía su periplo hacia Hispania. Los soldados veteranos del Foro discutían sobre cuánto duraría el sitio. Los masilienses eran obstinados, gente muy orgullosa. Algunos pensaban que podían tener a raya a un ejército con facilidad durante todo el tiempo que fuera necesario, hasta que llegaran los hombres de Pompeyo.

Otros decían que la Fortuna estaba con César y que el sitio acabaría con la ciudad, no en unos meses, sino en unos días. ¿Podrían entonces los masilienses esperar la misma clemencia que César había demostrado en Italia o simplemente arrasaría la ciudad, mataría a sus defensores y vendería como esclavos a los supervivientes? Traté de no imaginar qué le sucedería a un espía desenmascarado en circunstancias tan desesperadas, o tomado por enemigo por los de su propio bando.

Una mañana, mientras bajaba por la Rampa con Mopso y Androcles, la perfección de aquel día de primavera desterró todos los pensamientos sombríos. Mi ánimo ascendía con la brisa cálida y soleada. Movido por un súbito impulso, decidí cumplir una misión que había estado eludiendo desde mi vuelta.

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