Steven Saylor - Cruzar el Rubicón

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«Alea jacta est». César ha cruzado el Rubicón, el pequeño río que separa la provincia gala de la península itálica, y se dirige con sus ejércitos hacia Roma, donde su rival, Pompeyo, está a punto de abandonar la ciudad y dejar a los romanos sin protección ni gobierno. En medio de la creciente confusión, uno de los primos favoritos de Pompeyo aparece muerto en el jardín de Gordiano el Sabueso, el más célebre investigador de Roma, quién no tendrá otra opción de hacerse cargo de unos de los casos más difíciles y comprometidos de su carrera.
Gran conocedor de la naturaleza humana y peculiar páter familias -sus hijos adoptados y esclavos manumisos retratan a un hombre indiferente a los valores tradicionales-, no hay rincón de la ciudad eterna que se resista a la mirada indagadora de Gordiano. Sin embargo, a sus sesenta y un años, en un clima de guerra civil enrarecido por la volatilidad de las alianzas políticas, Gordiano deberá hacer acopio de todas sus fuerzas y demostrar que no ha perdido ni un ápice de su renombrada inteligencia.
Esta es la séptima entrega de la exitosa serie Roma sub rosa, novelas que describen con enorme realismo los últimos años de la república romana a través de las peripecias de Gordiano el Sabueso.

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Había rumores persistentes de que César aparecería en el Foro para dirigirse a la ciudadanía, pero hasta el momento no había sucedido. Quizá fuese porque temía una acogida hostil, incluso una revuelta. Las muestras de descontento habían comenzado cuando César había entrado por la fuerza en la cámara del tesoro sagrado del Templo de Saturno, que era el último recurso del pueblo ante posibles invasiones extranjeras. Aquellas reservas de lingotes de oro y plata se guardaban allí para ser utilizadas sólo en caso de una invasión bárbara, y nadie recordaba que se hubieran utilizado hasta entonces. Los ya exiliados cónsules habían discutido si recurrir al tesoro o no, y habían decidido dejarlo intacto. César se lo había llevado como si fuera un vulgar ladrón. Su excusa: que «el tesoro sagrado lo acumularon nuestros antepasados para que lo utilizáramos si los galos nos atacaban. Como yo personalmente, al conquistar las Galias, he eliminado la posibilidad de cualquier ataque, me llevo el oro». El tribuno Metelo trató de impedir el saqueo y bloqueó la puerta con su propio cuerpo. César le dijo: «Si no me queda más remedio, Metelo, ordenaré que te maten. Créeme, proferir esta amenaza me duele más que consumarla.» Metelo se apartó.

César había robado el tesoro sagrado y había amenazado a un tribuno que cumplía con su deber. A pesar de su continua retórica sobre negociar con Pompeyo y restaurar la Constitución, el mensaje estaba claro. César estaba dispuesto a saltarse cualquier ley que lo estorbara y a matar a cualquier hombre que se le opusiese.

¿Y Cicerón? César le había hecho una visita al pasar por Formies, camino de Roma. Le pidió que volviera a la ciudad y asistiera a las sesiones del Senado. Cicerón se negó con tacto y manifestó deseos de volver a su casa de Arpino para celebrar la puesta de la toga viril de su hijo, aunque fuera con retraso. Por el momento, César toleraba la neutralidad del senador. ¿Sería tan comprensivo Pompeyo si volvía a Italia a sangre y fuego? Pobre Cicerón, atrapado como el conejo de Esopo entre el león y la zorra.

– ¿Y tu hermano Metón? -pregunté-. Me han dicho que vino a ver a la familia al día siguiente de la llegada de César.

– Y no hemos vuelto a verlo -respondió Eco-. Está demasiado ocupado para despegarse de César, supongo. Si los rumores son ciertos, se marcharán dentro de poco. César va a dejar a Marco Antonio el gobierno militar de Italia y se dirigirá a Hispania para enfrentarse a las legiones que Pompeyo tiene allí.

Cabeceé.

– Tengo que ver a Metón antes de que se vaya.

– Claro, papá. César y sus hombres se alojan en la Regia. en pleno Foro. Como Pontífice Máximo, es su residencia oficial. Nos acercaremos mañana. Quiero estar allí para ver la cara de Metón… ¡Se sorprenderá tanto de verte como todos nosotros!

– No. Quiero ver a Metón a solas, en un lugar donde podamos hablar en privado. -Medité el problema y tuve una idea-. Le enviaré un mensaje esta noche para pedirle que nos veamos mañana.

– Muy bien. -Eco buscó un estilo y una tablilla de cera-. Dicta y yo lo escribiré.

– No, lo escribiré yo mismo.

Eco me miró con curiosidad, pero me dio el estilo y la tablilla. Escribí:

A Gordiano Metón, de su padre

Querido hijo:

He vuelto a Roma y estoy bien. Sin duda sentirás curiosidad por conocer mi peregrinación, como la siento yo por conocer la tuya. Búscame mañana al mediodía en la taberna Salaz.

Cerré la cubierta de la tablilla, até la cinta y la sellé con cera. Luego se la di a Eco.

– ¿Quieres encargarte de que un esclavo la entregue? Estoy tan cansado que apenas puedo mantener los ojos abiertos.

– Por supuesto, papá. -Eco miró la carta sellada y frunció el entrecejo, pero no hizo ningún comentario.

24

En contraste con la claridad de la calle, la lobreguez de la Taberna Salaz era casi impenetrable. Aquella oscuridad antinatural, interrumpida aquí y allá por el brillo pálido de las lámparas, me llenó de una vaga inquietud que fue creciendo hasta convertirse en una especie de pánico. Casi salí corriendo a la calle, pero entonces comprendí qué me recordaba: las frías y oscuras aguas del puerto de Brindisi bajo los maderos ardiendo. Respiré hondo, conseguí devolver la sonrisa al zalamero encargado y crucé la sala, golpeándome las rodillas con los bancos de madera. El lugar estaba casi vacío; sólo unos pocos clientes estaban inclinados sobre los jarros, bebiendo solos.

Anduve hasta el banco situado en el rincón más lejano de la sala. Era el mismo en que me había sentado la última vez que había estado en la taberna, con Tirón. Según el tabernero y el propio Tirón, también allí era donde solía sentarse Numerio Pompeyo para hacer sus sombrías gestiones. «Su rincón, lo llamaba él», me había dicho Tirón.

¿Vagaría el lémur de Numerio en las sombras de la Taberna Salaz? Durante mi última visita había sentido un escalofrío de inquietud al ocupar el banco en el que se había sentado y conspirado Numerio. Esta vez no sentí nada. De repente me di cuenta de que no había visto su rostro en sueños, ni había pensado mucho en él desde la noche en que se lo confesé todo a Pompeyo y salté de su barco con la esperanza de morir. Al matar a Numerio, mi supuesta y pomposa superioridad moral había muerto. También había muerto en Brindisi mi sentimiento de culpa. No estaba orgulloso, pero tampoco lo cuestionaba. Simplemente me había librado tanto de la autocomplacencia como de la autocensura. Era como un hombre sin dioses, dudando por siempre de sus sentimientos o creencias, de su lugar en el orden del universo.

Según un reloj de sol que había cerca de la taberna, había llegado un poco pronto. Gracias a la disciplina adquirida en el ejército, Metón fue puntual. Sus ojos eran más jóvenes que los míos y se adaptaron con mayor rapidez. Escrutó la oscuridad durante un momento, me vio y cruzó la habitación con paso firme, sin tropezar con un solo banco.

Era difícil descifrar su expresión en la oscuridad, pero había rigidez e inquietud en sus movimientos. Antes de que pudiéramos hablar, llegó el tabernero. Pedí dos jarros del mejor vino. Metón protestó y aseguró que nunca bebía tan pronto, así que llamé de nuevo al tabernero y le dije que sirviera agua también.

Metón sonrió.

– Esto se está convirtiendo en una costumbre, papá… el que aparezcas cuando menos se te espera. Lo último que supe…

– Es que me dirigía hacia Dyrrachium con Pompeyo en persona -lo interrumpí-. Davo dijo que la noticia no te entristeció especialmente.

Dio un gruñido.

– Si quieres saber mi opinión, no me pareció justo que ocuparas el lugar de Davo. No lo entendía del todo. ¿Matan a un pariente de Pompeyo, éste te obliga a buscar al asesino y se lleva a Davo como rehén? -Cabeceó-. Extraña y mezquina actitud para ser el Magno. Es evidente que se ha vuelto loco.

– Fue bastante más complicado, Metón. ¿No te dijo Davo el nombre del muerto?

– No.

– Era un joven llamado Numerio Pompeyo.

Incluso con aquella débil luz vi que el rostro de Metón se tensaba.

– ¿Te dice algo el nombre?

– Quizá.

El tabernero trajo dos jarros de vino y una jarra de agua.

– Metón, la víspera de la partida de Pompeyo, Numerio vino a casa y me enseño un documento, una especie de pacto, escrito por ti… y con tu estilo. También aparecía tu firma y la de unos cuantos. Debes de saber a qué me refiero.

Metón pasó el dedo por el borde del jarro.

– ¿Numerio tenía ese documento?

– Sí.

– ¿Qué ha sido de él?

– Lo quemé.

– Pero ¿cómo…?

– Se lo quité. Trató de chantajearme, Metón. Amenazó con enviar el documento a César y dejar al descubierto tu participación en la conjura para matar a tu general.

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